miércoles, 27 de abril de 2011

Un lugar para los otros



"No creo que cada ser tenga su lugar. Creo que cada uno es un lugar para los otros."
Daniel Faria

"Oír el tiempo y oír a dios es no oír nada. No oigas nada.
Sepárate de la música".
Meister Eckhardt

"Ningún camino lleva a ninguna parte. Pero algunos tienen corazón y otros no".
don Juan

Hace un tiempo el hermano búfalo dijo que siempre buscaba al niño que había sido para preguntarle por sus problemas de adulto y que él los resolviera. Creo que es un buen sistema. Volver a aquel mundo sin tiempo y a aquella forma de preguntar es, sobre todo, volver a una forma de mirar, volver a una mirada.

En la foto, cinco años, 1982. Estaba examinando la vida secreta de los caracoles cuando me llamaron para ese fogonazo repentino. Debido a la iluminación aparezco moreno, a pesar de mi palidez extrema. Se aprecia la cicatriz del labio, de cuando me caí del tractor. En mi casa no había libros, ni música, no se hablaba de cultura. A veces, de pura extenuación, no se hablaba. Sólo había trabajo devastador, la dura realidad campesina. Nadie se ocupaba de los niños, lo que por otra parte te daba una total libertad para jugar e "investigar".

Sé que en aquel momento el camino que seguía sí tenía corazón, sé que estaba separado de la música (porque uno mismo era música, porque entonces el pensamiento era música intuitiva, ritmo antiguo y toda esa vida). Sé que era un lugar para los demás (los demás eran en su mayor parte animales, árboles, incluso insectos; los adultos eran algo remoto e incomprensible).

Ahora no estoy seguro de que sea así. El mundo adulto ha irrumpido con sus jerarquías, sus trampas, sus mentiras, sus leyes absurdas. Su mercantilización de los afectos, su monopolio de los afectos, su total falta de generosidad: te-doy-para-que-me-des. Los muros, alzados. Los muros, impenetrables. Hay que ceder, siempre. El niño que fui se resiste a ello. Era más atento que yo: sus poros, sus sentidos, no estaban ocluidos. Estaba más cerca de las cosas. Vibraba y era uni-sono. Era Ahí.

Los caminos del mundo adulto no llevan a ninguna parte y no tienen corazón. Pero quizá sea posible ser un lugar, quizá sea posible inventar el corazón aún, crearlo aún. ¿Es posible ser un lugar para otros? ¿Es posible? ¿Se entiende lo que eso significa?

El niño que fui, que fuimos, lo entiende. Y aunque ya no sé mirar así, le pido que me preste el fuego vivo de sus ojos, y por un momento estoy en él, ahí, al filo de las cosas, en el umbral apenas presentido, en el límite que descubre el calor que hay debajo de las sombras que nos cercan. El niño que fui es paciente.

Su telar es la ausencia de tiempo.

Su mirada hace madurar la fruta.

miércoles, 20 de abril de 2011

Bélgica




–El perdón. Vagamente. Ahora, en el antes.–

Es confuso.

–Actuar en el antes. Ahora. Aquí. El presente es crisol. Todo lo contiene. Actuar aquí para curar allí.–

No escribiré palabra alguna al respecto hasta haberlo comprendido.

***

Escribir para no perderse. Como punto de apoyo. Relatar para controlar. Para no perder. Para no perderse. No tanto. No más. Repetir en lo escrito los gestos, decirlos, decirse. Para preservar la constancia del mí entre todo aquello que se escapa.

Ciega, pero sonora.

***

–¿Qué carga cognoscitiva tiene el grito? Verá, si gritamos todos, ensordeceremos; pero si alguien grita por todos es posible que algunos nos reconozcamos en su grito.

***

[Etterbeek]

túnel oscuro. Cartel Norte. Dentro cálido fuera reloj en alto cuadrante arriba chimeneas alineadas. Hojas secas sol apenas o de vez en cuando. Túnel. Acabará. Acabará consiste. Sentir o constatar que algo acaba. El túnel. Es posible. Mejor el frío fuera dice alguien. Cartel azul y blanco. Dentro malva. Entran todos entran. Todos es lo que se mueve en túnel a través. En su sitio. Cada cual su sitio pegado a él por un cable en su oído. Sin túnel casas alineadas ramas secas imagen también seca sin mí nostalgia abajo todo escapa cemento gris fachadas inhóspitas todo gris Etterbeek sin destello grúa en las vías piedras hojas menos viejas escarcha en tejados trocitos de hierba nieve escasa en taludes nostalgia pinzamiento.





"Bélgica", de Chantal Maillard, empieza con una dedicatoria:

“para Toby, mi perro guardián”

La presencia del perro de la infancia presidirá el itinerario, la búsqueda, la indagación de este libro que lleva hasta sus últimas consecuencias la multiplicación de dispositivos de enunciación de una conciencia escindida: a los habituales fragmentos poético-filosóficos se suman otros abiertamente narrativos, descriptivos, autobiográficos, filológicos… desde los poemas de “Acabará consiste” o “Mur XL” al ensayo discursivo tradicional de “Proust y el gozo” se abre el cauce de un diario de la conciencia que ofrece sus pliegues, su caricia, su intimidad, su resistencia, su promesa, su con-tacto: su fantasma (porque los signos de apropiación de la subjetividad se tornan espectrales en la búsqueda del destello, de la imagen-memoria en el vertiginoso caudal del tiempo). Las sucesivas voces atentan contra la hegemonía estructural de la Voz. Los márgenes invaden el texto y suspenden la jerarquía, la subordinación a una lengua-una.

El libro está estructurado en una serie de viajes realizados a lo largo de cinco años, con sus intervalos, tiempos de espera entre los viajes: el tiempo donde el pensamiento se decanta, toma cuerpo, lima, inquiere, interpela, refuta; abre hueco, abre cauce: una forma de acercarse y de-morar, de buscar la morada inquietando la propia genealogía vital. Topología mental de los tiempos muertos donde algo se deshace al construirse y la descreencia vigila la trama del pensamiento, su propensión a hilar en torno a imágenes fundacionales y apegarse a ellas.

El material sedimentado, el lento géiser de voces urdidas en la obra-tapiz, en la lengua múltiple, se va in-corporando a lo que podríamos definir como analítica existencial, introspección que desborda los marcos que le impondría uno u otro código epistemológico, psicológico o filosófico. No hay esa seguridad sino avanzar a tientas, como quien da los primeros pasos. Observar la arena que cae entre los dedos, como hace la niña. Ahí.

"Bélgica" surge de una nota a pie de página de "Husos. Notas al margen", donde un destello de la memoria abre la conciencia al gozo y a la infancia: un charquito de agua en el fondo de una carretilla es el detonante de la búsqueda. La escritura de estos cuadernos de la memoria es por lo tanto anterior, contemporánea y posterior a la escritura de "Husos" y de "Hilos", por lo que parcialmente los continúa y complementa. De hecho, la introducción nos avisa de que entre el primer y el segundo viaje no hay intervalo: éste ha sido elidido pues corresponde a los capítulos 6 y 7 de "Husos". Se propone una articulación inversa a la de aquel diario: lo que allí era cuerpo principal del texto pasa ahora a los márgenes (los intervalos) y lo que allí era anécdota, sedimentación del “material errático, extraviado”, ocupa ahora el cuerpo principal (los viajes). Se abren nuevos márgenes tipográficos: al lado del cuerpo del texto, en los capítulos de viajes, se suceden una serie de fotografías que actúan como otros tantos destellos, huellas inasibles que se resisten a ser pronunciadas y se deshacen en su propia balbuciente i-legibilidad. Cada capítulo se inicia, también, con una fotografía de la infancia y sus huellas en la arena; el libro incluye un cuadernillo con fotografías al uso (reproduzco algunas).

La selección de estos textos ha resultado especialmente difícil porque el libro, pese a su fragmentación, funciona como un mecanismo de acumulación y resonancia: el aluvión de voces y estilos, los diversos contenidos reverberan unos con otros y adquieren su plena vida en el conjunto del que forman parte. Estas astillas descontextualizadas han de entenderse como notas aisladas de una partitura cuya significación sólo se alcanza al escucharla en toda su extensión.

Sin más, un libro-perro, un libro zinneke: mezclado, bastardo, sin pedigrí. Y por eso, para mí, una de las lecturas más emocionantes que puedo imaginar.

PD: "Bélgica" surge de la nota 61 de "Husos. Notas al margen". Puede entenderse, entonces, como una gigantesca nota de 350 páginas, una nota a aquella nota: un margen dentro de otro margen. El juego de muñecas rusas como dispositivo existencial: el mundo de la infancia, el mundo de la búsqueda, es el de la ausencia o la amputación, un mundo espectral, segregado espectralmente en un margen dentro de otro margen (ese margen, a su vez, diseminará otros márgenes). La trama se complica porque una de las partes de "Bélgica" no está en "Bélgica" : para su lectura íntegra habría que intercalar los capítulos 6 y 7 de "Husos" entre el primer y el segundo viaje. Casualmente, los capítulos 6 y 7 ya han sido objeto de transvase, convertidos en poemas en "Hilos". Por lo tanto, el capítulo extirpado de "Bélgica" remite a "Husos", que a su vez remite a "Hilos". Ecos que llaman a ecos, ecos que incorporan ecos. Mientras tanto, el sujeto se deshace y queda sólo una experiencia de lenguaje, una fluctuación de lenguaje; casi podríamos decir, una singularidad de la lengua que ya no puede pensarnos, pues el sentido ha sido suspendido por el encadenamiento espectral y la deconstrucción de los contenidos psicológicos sustentados por un yo ilusorio.

"Lo que hay es sólo texto".

"No se puede proceder a las síntesis"

"Nudo de resonancias, las voces, las vidas."

Transcribo la nota 61 de "Husos":

"Una carretilla con agua de la última lluvia. La rueda y los puntos de apoyo ligeramente enterrados dan a entender que nadie la ha desplazado durante el invierno. Un cierto abandono estacional y les pissenlits asomando entre la hierba, des ronces al pie de un pino, un frutal floreciendo... No sé qué recuerdos me despiertan el agua de lluvia en la carretilla y el pequeño triciclo oxidado junto al haz de leña. Ese ligero abandono en el jardín y el viento en la hierba, el delicado movimiento de las tagarninas, los pétalos desprendiéndose del frutal... pero, sobre todo, el agua encharcada, quieta, con restos de invierno, esa quietud que es rastro. Juegos de antaño, juegos de niños. Cuarenta años atrás. Un cedazo. Trato de atrapar la imagen en fuga, la imagen siempre fugada del ahora, la imagen ahí, sin embargo, donde no puedo alcanzarla, en ese ahí hecho de impresiones desvaídas. El cedazo, los colores puros de los juguetes: la pala, el cubo, los moldes en forma de estrella para la arena... Nostalgia recuperada en las huellas de otros niños, otros pequeños ausentes. Apenas me atrevo a moverme. Apenas los ojos, de un objeto a otro, las sillas oxidadas, las flores amarillas, el agua de lluvia... Propiciar ese descuido de la mente en el que asomará el recuerdo, una brecha en el estado de alerta de la vigilia. Volver, sin insistencia, rozar, pasar, simplemente, sin que las cosas noten mi presencia, permitirles su dominio."




De vuelta a París, repaso en mi memoria los recuerdos del día en que conocí a mi abuelo. Yo no había cumplido los quince años. Me enviaron de vuelta, inesperadamente, a Bruselas para reponerme de una hepatitis. Un mes de libertad junto a mi abuela, yo, a punto de ser una pequeña mujer con los ojos, la mente y el corazón abiertos. Mi madre, que le tenía a su padre una estima y una admiración sin límites, le había informado de mi afición literaria. Él se interesó, e iniciamos un intercambio epistolar. A vuelta de correo, él recibía mis cuentos y los capítulos de mi novela corregidos según sus indicaciones. Era éste un momento ideal para conocer al pintor. Me citó en la Gare Centrale de Bruselas. Para que le reconociera, en el andén, me hizo saber que llevaría una flor en la mano. Yo no podía haber soñado una cita más romántica. Según las fotografías que había visto de él, era un hombre atrayente y altivo; la altivez, a mis ojos entrenados, entonces, en la ética de las novelas de Dumas, resultaba ser una virtud. Me puse mi mejor vestido y le saqué brillo a mi espíritu.
No recuerdo que al vernos pronunciásemos palabra alguna. Sabía que lo de “abuelo” no debía pronunciarse; era, según recordaba mi madre, una muestra de familiaridad que no le convenía a un artista, así que me guardé la palabra “abuelo” en el bolsillo, decidida a sacarla tan sólo si se presentaba una ocasión especial, un momento de debilidad del maestro, quién sabe, al término del encuentro.
Sin preámbulos, pues, subimos al tren en dirección a Amberes. Una vez allí, me llevó directamente a la casa de Rubens. Me enseñó el movimiento de las líneas, la manera de dar volumen e imprimir el tono sonrosado a las carnes opulentas, la belleza que habita la piel fláccida, ajada del anciano y los pliegues de su cuerpo, y cómo el oficio del pintor consistía en saber condensar en el lienzo la inteligencia de una mirada o su estupidez. Después, nos dirigimos al Museo Marítimo, donde me enseñó la maqueta del barco en el que Napoleón había arribado a Amberes. Yo sabía, por ciertos objetos que conservaba mi madre, del fervor que le tenía a aquel personaje en el que admiraba, además de al estratega, al hombre que con tesón e inteligencia había logrado encumbrarse desde un origen humilde. Su interés, no obstante, al llevarme allí, era el de comentarme que entre las razones por la que el emperador corso venía a esta ciudad, una era la de visitar a una de sus amantes, una dama llamada Jeanne Skaelens, con la que habría tenido una hija. Me contó, como se cuenta un secreto a quien se cree que puede guardarlo, y entendiendo que yo escucharía sus palabras y las consideraría con más justicia que el resto de su familia, que de aquella hija éramos descendientes por vía bastarda.
Aunque furiosamente ateo, siempre le habían atraído las iglesias y los béguinages. Quizás fuera para tantear mi posición al respecto que, en la catedral de Amberes, me señaló con gesto despectivo los fastos de la Iglesia mientras arremetía contra el clero. Yo, que era leída y un tanto presuntuosa, esperé a que saliéramos del templo y, en el umbral, le lancé con desparpajo: Como dice Mauriac, no hay que juzgar al árbol por la fruta podrida. Sabía que conocía al escritor, y que lo había retratado. Mientras entornaba la puerta, sentí en mi espalda su mirada sorprendida y me estremecí de orgullo al constatar que había dado en el blanco.
De vuelta a Bruselas, aquella tarde, ya anochecida, entramos en una librería de segunda mano. Amontonó libros en una maleta vieja hasta que estuvo llena y me la dio. Aquí tienes, dijo, todo lo que has de saber para empezar. Era una muy completa selección de clásicos de la literatura francesa. Villon, Baudelaire, Apollinaire y Breton, Voltaire, Corneille, Hugo, Chateaubriand y muchos otros hicieron de aquella maleta el arca del tesoro en la que, de vuelta a Málaga, me sumergiría durante el año que siguió.
Luego, volvimos a la estación en cuyo restaurante, ante un helado de enormes dimensiones que me devolvía con cierto desagrado a la conciencia el lado más frágil de mi inquieta adolescencia, contemplé cómo dibujaba para mí, en los posavasos de cartón, el rostro de los comensales. Lo que importa es captar el espíritu, decía; de un golpe. Y aparecía, en efecto, con un solo trazo, no el retrato de una figura, sino el gesto que hacía que esa persona fuese todo aquello que era. Recordé la admiración que le profesaba mi madre y, en aquel momento, la compartí. Me guardé el posavasos en el bolsillo y lamenté no ser más mayor de lo que era para que él no se fijase en aquella mujer del turbante azul que le esperaba, sentada en otra mesa, a la que hizo un gesto imperceptible y que sonreía, condescendiente, mientras me miraba y él me despedía.
Nunca volví a ver a mi abuelo.

***

En tercera persona, me cuentan. En tercera persona, yo soy otra. Para otros. Los demás. En tercera persona soy de-más para otros y me siento de menos en mí, en el mí que ellos refieren a su manera.

***

Dentro, adiestrarse en la ecuanimidad; fuera, en la compasión.

Dentro, los actos provocan pensamientos, los pensamientos dan lugar a sentimientos y éstos se tornan emociones que derivan en nuevos actos. Para el observador, los pensamientos son equivalentes. Ecuanimidad: recibirlos, verlos, dejarlos ir. Dentro, ecuanimidad.

Fuera, los pensamientos promueven actos que se convierten en hechos y éstos provocan perturbaciones, convulsiones, choques, estrépitos. Compadecer. Llorar con otro. Anticipada, la salida de la existencia nos une y es terrible. Llorar sin que el llanto llegue a ser pensamiento. Aprender del animal su estar presente.

Como las nubes en el otoño, los pensamientos pasan. Verlos pasar: ecuanimidad.



Dicen los creyentes que Dios es insondable. ¿Cómo no iba a serlo si llaman Dios a la experiencia de lo insondable?

La experiencia de lo insondable es la conciencia revelándose en sus límites. La revelación adviene apenas la conciencia asume la experiencia de lo insondable como la de sus propios límites.

Lo insondable es la negación de la conciencia personal.
–¿Puede haber otra, acaso? ¿Puede haber una conciencia que no sea personal? Antes de contestar a esto afirmativamente, considérese la naturaleza de la mente, la manera que tiene de elaborar contrarios y extremos cuando trabaja en sus confines y de ponerles nombre.

Lo insondable es la imposibilidad de la conciencia más allá de sí. Lo insondable es esa nada que se abre, y el vértigo. Y, entonces, sobreviene la angustia. La angustia es el freno, la angustia hace retroceder más acá del límite, la angustia devuelve a la superficie, la angustia salva. Porque nadie se salva más allá, ni en las profundidades.

Y lo indecible, entonces, adopta las formas del lenguaje, sus palabras comunes. Lo indecible se enfunda en ellas como en un guante que, luego, agitamos para que se nos reconozca, para que se nos entienda, para comulgar en la experiencia de lo indecible ya dicho, ya re-velado –pues en el decir se ha vuelto a velar lo insondable.

Y quedan las palabras diciéndose a sí mismas, gramaticándose en superficie, alisando la piel del universo que entre todos cuidamos por miedo, por costumbre o por ignorancia.



La mañana era hermosa, decía. Hundiste con los puños el grito en la tierra. Bajo los pinos. ¿Hundiste? Los pinos son de memoria, claro, y la tierra. La imagen, en cambio, aparece en presente. Así que Hundes, corresponde. ¿Hundes? ¿Quién? ¿Dónde, el otro? El otro es por la imagen. La que trae la memoria cuando cuenta. Desdoblamiento en el verbo, acudiendo. La imagen, no obstante, en presente. Aquí. Así que Hundo. O más bien Hundir. Hundir el grito en la tierra, bajo los pinos. No hay tierra. La había. La hay en la imagen. También está el olor. El olor de los pinos. O más bien el olor. El olor a secas. Y los pinos. Olor a vida.

¿Qué pudo más, aquella fragancia o el dolor sajando, agudo? Sajando ¿qué?, ¿el dentro? ¿Dónde, el dentro?

Repliegue de imágenes.
Retractiles.
Sólo
imágenes.
Acumulación de imágenes.

Arrugarlas. Disminuirlas.
Apagarlas, no: quedarían en sombra, tras lo oscuro o en su espesor. Evitar esa trampa.

Estimar la resistencia. La solidez del pliegue. De los pliegues, otra trampa, los pliegues, para disimularse.

Superponer lo sólido. La bañera, por ejemplo. Blanca. La curva suave del esmalte

(Ahora, la mañana nublándose. La memoria retrayéndose como un estoma lento.)



Nada nos parece más cierto que lo que sentimos, ideas cargadas de e-moción, de movimiento hacia fuera, de eyección. Pero es simple voluntad disfrazada de certeza, voluntad que se inmiscuye en el reino de la lógica donde las verdades se establecen en el juicio. Quién pudiera vivir sin resolver la sensación en sentimiento; en idea, el temblor.

***

Una casa es un ente insólito. Puede adquirir sobre sus habitantes un extraño poder y ejercerlo con tiranía. Es frecuente oírle decir a alguien que no sale porque “no puede dejar la casa sola”. Su dueño es, en realidad, su esclavo; ha de cuidarla, mantenerla, vigilarla, protegerla como si se tratase de una persona. Por otra parte, las casas tienen autodeterminación; pueden cambiar de esclavo, echar al que no les conviene o retener al que quisiera escapar de ellas. El que queda atrapado enferma en cuerpo y espíritu y su enfermedad puede transmitirse de generación en generación.

No sé en cual de mis casas quedé atrapada.

***

Los adultos piensan que no sabemos que somos felices, pero yo sé que soy feliz ahora y que nunca más lo seré como ahora, le dije a Pamela, una niña holandesa demasiado alta y corpulenta para su edad. Íbamos camino de las dunas. El verano estaba próximo y, también, las despedidas. Pamela me miró en silencio; luego, asintió. Era cierto. Fue cierto. Nada nunca fue más cierto.

***

Simbad no acabó con el cíclope aquella tarde en la que, retrepada en la butaca, sola y aterrada pero feliz de no mostrarlo a la acomodadora se cumplía, a mis seis años, la experiencia de una primera tarde de cine. El cíclope halló refugio en mis ojos espantados. He aprendido a amar a esa criatura infeliz, perseguida por los héroes defensores de un mundo confeccionado a imagen de sus dioses. En mis días aciagos, suelo asomarme a su ojo ciego; ahí, la realidad se me hace más soportable.

***

Hubo un tiempo en que la locura no existía. Si alguien decía que hablaba con los animales, se le creía. Nadie era rechazado por su comunidad por escuchar a un árbol o a una montaña.

Una sociedad crea sus neurosis cuando ya no es capaz de atender a las necesidades de sus miembros, cuando no alcanza a regular sus conflictos. Entonces, en vez de integrar, separa y oprime.

A veces, el consuelo toma formas excéntricas. Llaman locura, en tal caso, al sutil equilibrio que se trama bajo la conciencia y tratan de devolver al ser dolido al mundo compartido por todos. Le quitan el consuelo, le rompen la estrategia. Si no ha podido resistirse, clavado en medio de la realidad, entonces, desfallece.



–¿Cómo deciros?... No, esto no es lo que parece. No asoméis la cabeza. No dejéis de hacer lo que hacíais, lo que habéis seguido haciendo día tras día…
–¿Día?
–Cuando se va la luz
–¿Luz?
–Cuando la oscuridad– Seguid atareados. En la misma tarea. En otra, a veces, pero no bruscamente
–¿De lo contrario?
–De lo contrario, nada. El malestar. En su caso, el vómito, al tiempo que las heces. Arcadas. El pliegue del dolor. De soportar. Como la piedra en los soportales, sosteniendo las casas, las existencias paralelas, ciegas. Arqueada, la materia, para soportar. Cuando se hace la luz, o antes, precediéndola…
–¿Relojes?
–Sí, relojes. Libertad, dicen, para ponerlos en hora. Precediéndola, cada cual a su tarea. Después del dictado.
–¿Y el insomnio?
–No se puede dictar. Y a veces, asomáis la cabeza. Es peligroso.
–El sin sentido.
–Sí. El sin sentido. Y os entran ganas de estropear la síntesis.
–Nada de cables, ni de desconexión.
–No, sólo texto. Síntesis de un texto. Así de endeble, diríais. Por vuestros sensores. Lo real, la materia, lo consistente, nada de eso. Lo que hay es puro texto.



Estamos a un metro de distancia el uno del otro. Mirándonos. Él, la cabeza inclinada; yo, el alma. Sé que será por poco tiempo, que ambos estamos aquí, mirándonos, por poco, muy poco tiempo. Y sé también que ése es todo el tiempo del que disponemos. Si no cruza por mi mente la idea de un después, ese tiempo será infinito.

El gorrión ha volado. Mi presente son las migas de pan que alguien dejó para él en la mesa vecina.

***

Los niños buscan piedras entre las piedras. Eligen. Una abeja se posa entre los restos de mi cena. Elige. Yo sólo cojo el bolígrafo y escribo, sin elegir. La soledad es un sello que llevo estampado en la boca.

***

Una habitación en la que un rayo de sol penetre por la mañana. Algún árbol protector. No necesito más.

Olvidar es elaborar transiciones.

***

Mi escritura: testimonio de una disposición reflexiva (conciencia, llaman a eso) en su actividad sincopada. El género literario es el producto selectivo de los diversos ritmos de la escritura. Procedimiento computacional avant la lettre, resultado de la voluntad de orden, o su necesidad neuronal: la criba de las semejanzas, su hilazón sistemática.

***

Manos cruzadas una sobre la otra ante el vaso de cerveza. Rostro ancho, pómulos de perro dogo, pelo muy corto. Sólo la punta de sus pies alcanza el suelo. Mira. Nada especialmente. Sólo mira sin mover el rostro. Mira hacia delante. Frente a ella, ante otra mesa, otra mujer. Otra más en una mesa contigua. Y otra junto a la ventana. Solas. Las mesas miden apenas unos cincuenta centímetros cuadrados.
En la banqueta, no muy lejos de mí, está sentada una mujer casi anciana. Frente a ella, una mujer pelirroja. –Me gustaría otra cerveza, pero no quisiera defraudarla, le dice la mujer pelirroja a la mujer casi anciana. La mujer casi anciana asiente, luego se levanta y se despide. La mujer pelirroja pide otra cerveza. La mujer de cara de dogo también ha pedido otra. Tiene las manos, ahora, posadas palma hacia abajo a un lado y a otro de la copa. La mujer pelirroja trata de hablar desde su sitio con la mujer de cara de dogo. No consigue que ésta le haga caso.
La lluvia se ha convertido en granizo y, luego, otra vez en lluvia. El nivel de la cerveza en los vasos ha disminuido. La mujer pelirroja no termina de despedirse. Otra mujer, de pelo blanco, entra empujando un carrito. Lleva en la cabeza una de esas capuchas de plástico transparente que se despliegan en abanico y que sólo he visto usarse en Bélgica. Se sienta cerca del ventanal.
La mujer de cara de dogo trata de deshacerse de la mujer pelirroja. –Déjeme tranquila, señora, dice finalmente. La mujer pelirroja pone cara de pitillo, recoge su paraguas, se enreda entre las dos puertas de salida y desaparece. La mujer de cara de dogo no sabe qué hacer con las manos. Por fin las separa, se levanta y se va también. La mujer de pelo blanco enciende un cigarro frente a una cerveza rubia.
Yo, la mujer del cuaderno rojo, cierro el cuaderno.



Muy cerca de la place du Vieux Marché aux Grains, en la rue des Chartreux, hay un perro de bronce con la pata trasera levantada sobre un poste. El poste no forma parte de la estatua –es uno de esos postes que el Ayuntamiento coloca para que los vehículos no aparquen en la acera–, así que el perro parece estar tan vivo como cualquier otro habitante de la ciudad. Tiene una oreja caída; la otra, erguida, y la cola alzada graciosamente en espiral. A este tipo de perros, se le llama zinneke, palabra que, en el argot de Bruselas, significa “mezclado”, “sin pedigrí”. El bruselés gusta de aplicarse el término por ser, él mismo, igualmente, resultado del cruce de muchas razas. A su bastardía atribuye tanto su resistencia como la libertad que le permite burlarse de las normas. La pureza, virtud platónica por excelencia y seña de la perfecta identidad, no es cosa que le merezca el respeto, así que la figura del zinneke ilustra, mucho mejor que la conocida estatuilla del mannekenpis, la consideración que tiene de sí como individuo híbrido, ni valón ni flamenco, ni galo ni germano, dispuesto, como el perro de la Rue des Chartreux, a orinar sobre cualquier poste que las instituciones gubernamentales coloquen en sus calles.

A mí me crió un zinneke. Tenía una oreja rota y la cola levantada en espiral. Cuidaba de mí, y me apoyé en su lomo para dar mis primeros pasos a lo largo del canal. Así que, desde pequeña, conozco bien estas cosas, pero, ahora, cuando me encuentro con el perro de bronce cada vez que tuerzo la esquina, la curiosidad me tienta de saber algo más de la proveniencia del vocablo. Indago, pues, y averiguo que zinneke es el diminutivo de Senne, el nombre del río sobre el cual, en el siglo X, se edificó la ciudad. Senne, en flamenco, se dice Zenne, por lo que las zennekes (sennettes, en francés) serían los ramales que se abrieron en la Senne, a mediados del siglo XVI, para controlar sus crecidas. Dada la insalubridad de sus aguas, el río y sus diversos canales fueron reconducidos subterráneamente, y me asombra enterarme de que el último de estos ramales en desaparecer, a mediados del siglo XX, fuese el llamado Sint Jans Zinneken (la sennette de Saint-Jean o la coupure Saint-Jean), que atravesaba Molenbeek. Por supuesto, cuando me calcé los primeros patines en el Parvis Saint-Jean no podía saber que lo hacía sobre el suelo que acababa de recubrir la última zinneke. Y, evidentemente, cuando daba mis primeros pasos al borde del canal de con mi perro guardián, no podía imaginar que si a los perros callejeros les llamaban zinnekes no era porque no tuviesen pedigrí, sino porque, por no tenerlo, se les ahogaba en la Zinneke.

Con estos datos en la mano, ahora, de repente, mi bastardía, siempre llevada con orgullo, cobra nuevas dimensiones. Yo, zinneke por derecho propio, recupero raíces compartidas, y me siento feliz, finalmente, de pertenecer, por mi origen, a una comunidad de la que los perros no están excluidos.



Calla. No hables ya más. Deja la retórica. Toda ella. La mente es pura analogía. Abandona las redes, las telarañas con las que tratas de explicar el mundo.

Fuera del cerco. Salta. No digas más. Hazlo.

***

Me preguntan si escribo. Contesto que no. Porque no entiendo qué es lo que preguntan. Siempre balbuceo en mi cuaderno. Pero, ¿escribes ahora?, ¿qué escribes? No sé. No, nada… respondo. ¿Por qué no me preguntan si respiro? Será que respirar no tiene importancia. Sin embargo, al respirar, emito el mismo sonido que al escribir. Cierta sordera, sin duda, nos impide atender a lo que vibra despacio, calladamente.

***

Asomarse. Oblicua. Escorar la conciencia. Mirar entonces. Mirar cómo se comba el huso de la pena. Tratar de equilibrarse en lo oblicuo.

***

Escribo con la intención de fijar, de prolongar, de hacer eco. Escribo el destello. El antes en el ahora. Nada que no se haya tenido y perdido alguna vez puede reconocerse. Tan sólo la distancia entre el tener y el perder permite el destello. A veces, la ráfaga.

Saborear la huella.
Abrir la compuerta.
(Metáforas gastadas. Inadaptables).

***

Mi cuerpo y las lágrimas. Fuera, la niebla, ocupándolo todo, como una gran metáfora. –No hay fuera. No hay amanecer sino aquella claridad brumosa, sin diferencias. No hay mundo salvo los huesos doloridos y el fiordo, desbordando.

El vaso que no se apura en superficie ha de apurarse abajo, en el abajo del sueño, o más abajo. No hay escapatoria.

***

En todos los lugares, los temas me son ajenos. Asisto. Comparto sentimientos, pero no sus causas. Vibro en lejanía. Atiendo estrictamente a lo que compete a mi subsistencia y la defensa del cerco en el que me inmovilizo por momentos.

También atiendo a la brecha. Cuido los travesaños que mantienen en pie los trozos de muro, vigilo los ingletes, los arbotantes, todo aquello que colabora en el sostén de las piedras y en la contención de las fuerzas que tienden a desorganizarse. La brecha es importante. También es importante que siga siendo exactamente eso, una brecha.



A menudo ocurre que veamos la infancia como un paraíso perdido, nos volvemos hacia ella con nostalgia y regresamos a los lugares donde transcurrió en busca de no se sabe muy bien qué. Cuando entreví aquel charquito de agua, supe que aquella nostalgia no se refería a la infancia ni a ningún momento de ella en particular, sino que era la de un gozo profundo, tan amplio que no cabía en él ninguna conciencia propia que diese cuenta de él. No sabría, hasta mucho después, que aquel estado de gozo era el de la propia vida, que venía dado con ella, y que si lo perdemos – cosa que suele ocurrir con aquello que llamamos la “edad de razón” – es por el efecto de la reflexión, palabra ésta que ha de tomarse tanto en su sentido literal como en el más cotidiano. La re-flexión, en efecto, es un primer doblez. Es pensamiento que nos dice y, al hacerlo, nos flexiona, nos saca de nosotros, impidiéndonos estar en el trayecto –que es la manera en que nos vamos siendo. Cuando el niño empieza a hablar de sí, en tercera persona, es un primer reconocimiento, pero aún está a salvo; aquel personajillo del que habla le incumbe sólo relativamente. Pero, en cuanto dice yo, entonces, el pliegue se efectúa y, con ello, la separación. Decir yo es enajenarse. Lo ajeno es, evidentemente, nuestro personaje, aquel que nos re-presenta, pero el pronombre yo, apenas pronunciado, lo hace ya cargado del veneno por cuyo efecto dejamos de sernos y empezamos a sabernos; es lo que las mitologías atribuyen a la sierpe. Cuando el niño dice yo, se ha enajenado en su reflejo, en su doble, y aquel ser primero que no se sabía siendo ha quedado asombrado, reducido a una sombra. Y, ahí, también quedó el gozo, junto con todo lo que ocupaba esa plenitud, cosas que quedan relegadas al lugar del olvido o también del misterio, lo que ya no se sabe y no puede saberse porque ahí aún no había palabra. Y es lo que van a buscar los místicos y los poetas. Los primeros hablan de paraísos; los segundos, de la infancia; Homero le dio el nombre de Ítaca. Todos tratan de hallarlo, pero van en su busca con todo lo que son, con todos sus pliegues, van por el bosque con el saco de huesos a la espalda, entrechocándose todas las palabras que aprendieron a la largo de su vida. ¿Cómo entrar en el paraíso con una llave de palabras? Toda significación dará cuenta del abismo. Es preciso negarse a la conciencia para entrar. Aquél es el lugar de la inocencia. Para volver a ella, el lugar demanda un sacrificio. El sacrificio del mí, ese aluvión de repeticiones, el cúmulo de pliegues desde el que damos por conocido todo cuanto somos.

Texto y fotografías(salvo la última y la del zinneke bruselés, encontradas en la red): Bélgica, Chantal Maillard

lunes, 18 de abril de 2011

La vida en el umbral



Intuyo un colibrí
parido
por un Dios infinito.
Del pico del colibrí
nacen imágenes.
Y el colibrí dicta
su aritmética al cuerpo,
posado sobre un puente de plata.
Todo esto ocurre
en el centro inasible
de una glándula.
Mientras la lluvia golpea la ventana
y tú juegas sentada frente al fuego.

Mariel Manrique, Descartes en Holanda

miércoles, 13 de abril de 2011

jueves, 7 de abril de 2011

La muerte-otra: Vida



Morir en Benarés

Faltan dos días para la Navidad. La Navidad solamente ocurre en nuestra memoria y tal vez en un lugar lejano que también se aloja en la memoria. Puede que allá estallen villancicos o se entonen cantos gregorianos; aquí, como cada tarde, el sonido de campanas, platillos y caracolas se eleva desde la multitud de templos que bordean el Ganges. Al margen de la memoria, alguien, aquí, existe levemente.

Debió tener nombre alguna vez; nosotros nunca lo supimos. Bajo nuestra ventana, a dos pasos de la puerta, vive desde hace dos años entre cuatro paredes de hojalata: improvisada habitación sobre ruedas que en otro momento debió servir de quiosco a un vendedor de tchai. Renunció a todo para morir cerca del río sagrado y romper así la rueda de sus reencarnaciones. Nadie que no pertenezca a la casta brahmana puede ofrecerle alimentos cocinados. Hoy ya no puede encender su hornillo de barro con las boñigas de vaca que ella misma acostumbraba a disponer sobre el suelo, en pequeños montones, para que las secara el sol. Sus largas manos cuelgan, elegantes aún, transparentes en su extrema delgadez, del camastro de cuerda.

No es triste morir: es solamente el dedo del invierno reconociendo los cuerpos que se duermen.

El largo y húmedo sonido de las caracolas acompaña las llamitas embarcadas en hojas de baniano: ofrendas para los espíritus de los antepasados, que viajan río abajo con la corriente o se quedan detenidas al costado de una barca. Nada muere en Benarés; todo se acompasa al ritmo del fuego, del agua, de la tierra. Nadie muere en Benarés; morir es otra manera de estar vivo. Aquí se suspenden –y tal vez mueran, ellos sí- los cuentos tristes y los rituales trágicos. El tiempo deja de rendir tributo al pasado, se vuelve puro acontecer, eternidad que cabe toda entera en la mirada, eternidad de aire y de piel, de sonido.

La vieja brahmana tose a cortas sacudidas. Estas palabras que escribo la detendrán quizás, formarán bordes, orillas en su tiempo. Son palabras intrusas y las escribo con la secreta impresión de malograr en cierta medida el perfecto destino de un alma que renuncia a ser propia.

Todo es simultáneo: las aguas sucias inundando los escalones anchos que llevan al río, sus ojos semi-cerrados ya por las nubes, sus labios repitiendo aún el gesto que corresponde a los nombres sagrados, los búfalos, hermosamente lentos, sumergiéndose en el Ganges... No sé si el sol saldrá mañana redondo y rojo como el betel cuando se muerde, no sé si algún niño nacerá en Benarés con los ojos abiertos, no sé si en la serena mirada de las vacas la ciudad se reflejará más suave, más amable. Son extraños los males que los hombres inventan y es tan simple la muerte como el roce de un silencio cuando la luz se apaga.

(Murió en la noche del 24 de diciembre de 1987)

Chantal Maillard, La otra orilla



El lejano Oriente supo interpretar la evidencia de la transformación, la no permanencia, la inconsistencia del yo, la caducidad. Nosotros hemos hecho todo lo contrario. Desde todas nuestras instancias (intelectual, moral, religiosa, etc.) hemos afirmado y afirmamos la permanencia. Esto es lo que nos estorba a la hora de nuestra muerte, de la nuestra y de la ajena. Por eso la evitamos y, al hacerlo, despojamos a los que mueren de la dignidad que, socialmente, les corresponde. Les des-integramos. Les arrancamos de la comunidad de los que siguen vivos. En la antigüedad, se exiliaba al enfermo porque era políticamente inútil, pero no al muerto; su muerte le competía a todos porque con ella, sumada a la de todos los ancestros, se urdía la historia del grupo. Nuestro muertos, en cambio, no son útiles porque nuestra historia ya no se urde con el pasado, sino con el futuro, un futuro inmediato, vacío aunque gesticulante, un futuro de camuflaje en el que nos enfundamos, como niños que juegan a creerse inmortales. La nuestra es una sociedad infantil que erradica la muerte de su horizonte convirtiéndola en tema de noticiario o en asunto de estadística. Asunto, siempre, de “los otros”, por supuesto (son ellos los que mueren). Una sociedad de este tipo es extremadamente vulnerable pues cualquier acontecimiento inesperado que la sacuda la proyecta en una pesadilla. Lo que en las culturas tradicionales está integrado en la vida diaria surge en la nuestra como estados de excepción. Hemos ordenado nuestra vida con detalle horario, pero en él el tiempo de los muertos no se computa.

Para la conciencia posmoderna (y con ello me refiero a una conciencia filosófica posreligiosa), sin duda, no ha lugar ni el fácil recurso a la voluntad divina y el reencuentro ultraterreno. Cuando se han erradicado los dioses, los ritos de duelo asociados con ellos quedan obsoletos. Sin embargo éstos no eran un invento baldío. En ellos ha descansado la salud mental de las sociedades que nos han precedido. Cuando los rituales se olvidan o se consideran absurdos, se le priva a la persona en duelo de una parte muy importante de los gestos necesarios para su salud. La historia de la humanidad no es tan larga como pudiera parecernos, pero sí lo suficiente como para que los pueblos, desde muy antiguo, hayan forjado estrategias para seguir viviendo y conviviendo con la terrible condición que nos es propia. No es de sabios rechazar por inútiles formas culturales que han sido elaboradas durante siglos y que nos han permitido llegar hasta aquí con una mediana integridad de nuestras funciones psíquicas y orgánicas. Los ritos forman parte de las estrategias simbólicas. El rito de duelo les otorga a los muertos un lugar entre los vivos, un lugar y un tiempo, sobre todo un tiempo. Y es preciso otorgarles un tiempo, su tiempo de cada día, para que no ocupen todo el tiempo, consciente o subconsciente, de los vivos, contagiando de no-ser sus demás actos cotidianos.

La primera tarea de una sociedad adulta, pues, en lo que concierne a la muerte, debería de ser la elaboración de unos rituales de duelo. La segunda, la observación de los miedos. La tercera, educarse en la compasión. No me refiero, con ello, evidentemente, al ejercicio de la lágrima fácil ni a la proyección en otros de los propios duelos. No se trata tampoco de la encomiable voluntad de ayudar a otros ofreciendo respuestas desde uno u otro código; para la conciencia posreligiosa no hay vuelta atrás. Obviamente, no puede creerse en lo que no se cree. Me refiero a la solidaridad del individuo que se sabe compartir con otros la conciencia del dolor, del miedo y del común desamparo. Una conciencia en carne viva, una conciencia encarnada. La educación en la compasión, en el com-padecimiento (cum pathos), podría ser aquello en lo que convergiesen el oriente budista y la conciencia desdichada de occidente.

Yo, por mi parte, me confieso occidental y asumo mis contradicciones: aspiro a la simplicidad del haiku pero abogo por la lucidez hiriente de la conciencia posmoderna. En la hora de mi muerte, me gustaría, como Santoka, en el presente dilatado de aquel último instante, que mi conciencia fuese:

la hierba…

llueve…

Chantal Maillard, "Desaparecer. Estrategias de oriente y occidente" (en Contra el arte)



El dominio de la industria ha desbaratado y a menudo disuelto la mayor parte de los lazos más tradicionales de solidaridad. Los rituales impersonales de la Medicina Industrializada crean una falsa unidad de la humanidad. Relacionan a todos sus miembros con un modelo idéntico de muerte “deseable” proponiendo la muerte en el hospital como meta del desarrollo económico. El mito del progreso de todos los pueblos hacia la misma clase de muerte disminuye la sensación de culpa por parte de los “poseedores” transformando las repugnantes muertes de los “desposeídos” en el resultado del actual subdesarrollo, que debiera remediarse mediante una mayor expansión de las instituciones médicas.

Por supuesto, la muerte medicalizada tiene una función diferente en las sociedades altamente industrializadas y en los países principalmente rurales. Dentro de una sociedad industrial, la intervención médica en la vida diaria no cambia la imagen predominante de la salud y la muerte, más bien la atiende. Difunde la imagen de la muerte que tiene la élite medicalizada a las masas y la reproduce para las generaciones futuras. Pero cuando se aplica a la “prevención para la muerte” fuera de un contexto cultural en el que los consumidores se preparan religiosamente para las muertes en el hospital, la expansión de la medicina en el hospital constituye inevitablemente una forma de intervención imperialista. Se impone una imagen sociopolítica de la muerte; se priva a la gente de su visión tradicional de lo que constituye la salud y la muerte. Se disuelve la imagen de sí misma que da cohesión a su cultura y los individuos atomizados pueden ser incorporados a una masa internacional de consumidores de salud altamente “socializados”.

La gente muere cuando el electroencefalograma indica que sus ondas cerebrales se han aplanado: no lanzan un último suspiro ni mueren porque se para su corazón. La muerte aprobada socialmente ocurre cuando el hombre se ha vuelto inútil no sólo como productor, sino también como consumidor. Es el punto en que un consumidor, adiestrado a alto costo, debe finalmente ser cancelado como pérdida total. La muerte ha llegado a ser la forma última de resistencia del consumidor.

Iván Illich, Némesis médica

lunes, 4 de abril de 2011

Japón



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