martes, 29 de marzo de 2011

En el corazón del mundo



Es la mañana del primer día de la gran paz; la del corazón, que viene con la abdicación y el renunciamiento. Tuve que ir a Epidauro para conocer el verdadero sentido de la paz. Como todo el mundo, usaba esta palabra sin que ni una sola vez me diera cuenta de que usaba una impostura. La paz no es lo contrario de la guerra y de la muerte; es lo contrario de la vida. La pobreza de la lengua, es decir, la pobreza de nuestra imaginación o de nuestra vida interior ha creado una ambivalencia absolutamente falsa. Hablo aquí, naturalmente, de la paz que sobrepasa todo entendimiento. No hay otra. La paz que conocemos la mayoría de nosotros no es más que el cese de las hostilidades, una tregua, un interregno, un momento de calma, una pausa, todo cosas negativas. La paz del corazón es positiva e invencible, no exige condiciones, no requiere salvaguardias. Es, simplemente. Si es victoriosa, es una victoria muy peculiar, ya que descansa por entero en la abdicación y en el renunciamiento voluntarios.

Para las especies infrahumanas de nuestra edad de ciencia y de tinieblas, el ritual y el culto asociados del arte de curar, tal como se practicaba en Epidauro, es pura palabrería. En nuestro mundo el ciego guía al ciego, y el enfermo pide al enfermo que lo cure. Estamos en constante progreso, pero es un progreso que nos lleva a la mesa de operaciones, al hospicio, al manicomio, a las trincheras. No tenemos curadores; tenemos solamente carniceros, cuyos conocimientos anatómicos los facultan para obtener un título, el cual, a su vez, les concede el derecho de trinchar o amputar en nuestros males, para que, mutilados, podamos seguir viviendo hasta que nos encuentren aptos para enviarnos al matadero. Voceamos el descubrimiento de un producto contra una u otra enfermedad, pero nos guardamos muy bien de mencionar las enfermedades nuevas que hemos ido creando.

La Medicina actúa como el Ministerio de la Guerra; sus comunicados de victoria son huesos que nos echan para ocultar la muerte y el desastre. Los médicos, como las autoridades militares, son impotentes; dirigen un combate sin que en ningún momento tengan esperanza en el triunfo. Lo que el hombre quiere es paz para poder vivir. La derrota del vecino no da la paz, como la curación del cáncer no trae la salud. La vida para el hombre no comienza con la victoria sobre el enemigo, como tampoco una interminable serie de curas es el comienzo de la salud. La alegría de vivir da la paz, que no es estática, sino dinámica. Nadie puede vanagloriarse de saber realmente lo que es la alegría hasta que no haya experimentado la paz.

Las cosas a las que nos aferramos, aunque sea la esperanza o la fe, pueden ser también el mal que nos llevará. El renunciamiento ha de ser absoluto: la más insignificante migaja a la que intentemos asirnos puede contener el germen que nos devorará.

Hay gente que desearía luchar para que reinase la paz; éstos son los más ciegos todavía. La paz sólo reinará cuando se haya extirpado definitivamente del corazón y de la mente el asesinato. El asesinato es la cima de esta gran pirámide que tiene por base el yo. Lo que se mantiene en pie tendrá que caer. El hombre, antes de empezar a vivir como tal, tendrá que renegar de todas aquellas cosas por las que ha luchado. Hasta el presente el hombre se ha parecido a una bestia enferma, y hasta su divinidad apesta. Es dueño de muchos mundos, pero en el suyo es esclavo. Lo que rige al mundo es el corazón, no el cerebro. En todo terreno nuestras conquistas no llevan más que a la muerte. Hemos vuelto la espalda al único reino donde se encierra la libertad. En Epidauro, en el silencio, en la gran paz que me envuelve, oigo latir el corazón del mundo. Sé cuál es la salvación: abandonar, renunciar, rendirse, para que nuestro corazón pueda latir al unísono con el gran corazón del mundo.

Henry Miller, El coloso de Marusi

lunes, 21 de marzo de 2011

El corazón armenio



Para Bashevis y su vida armenia


Audio La danza, aquí

Letra: Siamanto (Atom Yarjanian)
Música y canto: Diamanda Galás
Recitado: Shakeh Kadehijan
Melodía litúrgica "Ter Vogormia": Marar Yekmalian

La danza


En un campo de cenizas donde la vida armenia seguía muriendo,
una alemana, tratando de no llorar,
me narró el horror que atestiguó:

"Esto que te cuento
lo vi con mis propios ojos.
Tras mi ventana infernal
apreté los dientes
y vi el pueblo de Bardez ser reducido
a un montón de cenizas.
Los cadáveres se alzaban en pilas tan altas como un árbol
y, de los manantiales, de las corrientes y los caminos,
la sangre emitía un terco murmullo
que aún clama venganza en mis oídos.

No temas: debo contarte lo que vi
para que la gente conozca
los crímenes que el hombre inflige al hombre.
Durante dos días, junto al camino del cementerio.

Que los corazones del mundo comprendan.
Era una mañana de domingo,
del primer domingo inútil que amanecía sobre los cadáveres.
Del crepúsculo al ocaso había estado en mi habitación
con una mujer apuñalada
-su muerte humedecida por mis lágrimas-
cuando escuché a lo lejos,
parada en un viñedo, a una turba oscura
que azotaba a veinte vírgenes
y entonaba cantos inmundos.
Dejé a la chica medio muerta en el colchón de paja
y salí al balcón de mi ventana.
La turba parecía crecer como una mata.

Un animal humano gritó: "¡Debéis bailar,
bailar al son de nuestro tambor!"
Con furia chasquearon los látigos
sobre las carnes de estas mujeres.
Tomadas de la mano, las vírgenes comenzaron su danza circular.
Envidiaba ahora a mi vecina herida
quien, con un calmo ronquido,
maldecía al universo y entregaba su alma a las estrellas...

"¡Bailad!", clamaban.
"¡Bailad hasta la muerte, bellezas infieles!
¡Bailad con vuestros pechos batientes!
¡Sonreídnos! ¡Estáis perdidas!
¡Sois esclavas desnudas!
¡Bailad, pues, como un racimo de miserables putas!
¡Vuestros cuerpos muertos nos excitan!"
Veinte agraciadas vírgenes se desplomaron.
"¡Levantaos!", gritaba la turba
blandiendo sus espadas.

Alguien trajo entonces un jarro de queroseno.
Justicia humana, escupo en tu faz.
Las vírgenes fueron ungidas.
"¡Bailad!", rugieron:
"¡He aquí una fragancia que no se encuentra en Arabia!"

Con una antorcha
prendieron fuego a los cuerpos desnudos
y los cuerpos calcinados rodaron
hasta alcanzar la muerte...

Cerré mi ventana,
me senté junto a mi muerta
y pregunté: "¿Cómo puedo arrancarme los ojos?"

Atom Yarjanian



Durante el genocidio, las vírgenes armenias torturadas y violadas eran obligadas a danzar ante los turcos, antes de ser inmoladas con escarnio público.
El genocidio de entre un millón y medio y dos millones de personas, hoy desdibujado, semi olvidado y poco recordado (no hay una "Lista de Schindler" sobre este holocausto), fue perpretado con la complicidad de las potencias occidentales, que permitieron la atrocidad para salvaguardar sus intereses estratégicos y comerciales.

lunes, 14 de marzo de 2011

Mi lengua ajena



-Imagínalo, figúrate alguien que cultivara el francés.
Lo que se llama el francés.
Y al que el francés cultivara.
Y quien, ciudadano francés por añadidura, fuera por lo tanto un sujeto, como suele decirse, de cultura francesa.
Ahora bien, supón que un día ese sujeto de cultura francesa viniera a decirte, por ejemplo, en buen francés:
"No tengo más que una lengua, no es la mía."
Y aun, o además:
"Soy monolingüe." Mi monolingüismo mora en mí y lo llamo mi morada; lo siento como tal, permanezco en él y lo habito. Me habita. El monolingüismo en el que respiro, incluso, es para mí el elemento. No un elemento natural, no la transparencia de un éter, sino un medio absoluto. Insuperable, indiscutible: no puedo recusarlo más que al atestiguar su omnipresencia en mí. Me habrá precedido desde siempre. Soy yo. Ese monolingüismo, para mí, soy yo. Eso no quiere decir, sobre todo no quiere decir -no vayas a creerlo-, que soy una figura alegórica de este animal o esta verdad, el monolingüismo. Pero fuera de él yo no sería yo mismo. Me constituye, me dicta hasta la ipseidad de todo, me prescribe, también, una soledad monacal, como si estuviera comprometido por unos votos anteriores incluso a que aprendiese a hablar. Ese solipsismo inagotable soy yo antes que yo. Permanentemente.
Ahora bien, nunca esta lengua, la única que estoy condenado a hablar, en tanto me sea posible hablar, en la vida, en la muerte, esta única lengua, ves, nunca será la mía. Nunca lo fue, en verdad.
Adviertes de golpe el origen de mis sufrimientos, porque esta lengua los atraviesa de lado a lado, y el lugar de mis pasiones, mis deseos, mis plegarias, la vocación de mis esperanzas. Pero hago mal, hago mal al hablar de atravesamiento y lugar. Puesto que es en el borde del francés, únicamente, ni en él ni fuera de él, sobre la línea inhallable de su ribera, donde, desde siempre, permanentemente, me pregunto si se puede amar, gozar, orar, reventar de dolor o reventar a secas en otra lengua o sin decir nada de ello a nadie, sin siquiera hablar.
Pero ante todo y por añadidura, he aquí el doble filo de una hoja aguda que quería confiarte casi sin decir palabra, sufro y gozo con esto que te digo en nuestra lengua llamada común:
"Sí, no tengo más que una lengua; ahora bien, no es la mía."

Jacques Derrida, El monolingüismo del otro

martes, 1 de marzo de 2011

El muro



El bosque asimila fácilmente mis intervenciones. Crece otro corzo, otro animal corre hacia su perdición. Yo no perturbo seriamente el orden establecido. Las ortigas junto al establo crecerán aunque yo las arranque cien veces y me sobrevivirán. Tienen mucho más tiempo por delante que yo. Un día no estaré aquí y nadie cortará la hierba del prado y la maleza lo invadirá, más tarde el bosque avanzará hasta el muro y recuperará la tierra que le arrebató el hombre. Hasta mis pensamientos se enmarañan como si el bosque echara raíces en mí y pensara con mi mente sus pensamientos ancestrales y eternos. El bosque no desea que vuelva el hombre.
Entonces, en aquel segundo verano, no pensaba aún así. Los límites estaban estrictamente definidos. Al escribir ahora me cuesta mantener separados mi antiguo yo y mi yo actual, que a lo mejor está siendo absorbido por un “nosotros” más amplio. Y la culpa la tuvo el verano pasado en la montaña. En el silencio tenso de la pradera bajo el inmenso cielo era casi imposible seguir siendo un yo individualizado, una pequeña, ciega y obstinada existencia que se oponía a integrarse en la gran comunidad. En un momento mi orgullo había sido precisamente esa existencia individualizada, que en la montaña me pareció de pronto miserable y ridícula, una nada pretenciosa.


Si hoy pienso en mis hijas se me aparecen como niños de cinco años y tengo la sensación de que salieron ya entonces de mi vida. Probablemente todos los hijos empiezan a salir de las vidas de sus padres a esa edad, poco a poco se convierten en huéspedes extraños. Pero el proceso es tan inapreciable que casi no se nota. Hubo desde luego momentos en los que ese alejamiento se hizo evidente, pero como cualquiera madre lo reprimí rápidamente. Había que vivir, y ¿qué madre podría vivir consciente de esa transformación?
Al despertar el 10 de mayo pensé en mis hijas como en dos niñas pequeñas que corren cogidas de la mano por el parque. Las dos adolescentes desagradables, despegadas y agresivas que había dejado en la ciudad se habían vuelto de pronto muy irreales. Por ellas no lloré nunca, pero sí por las niñas que habían sido hacía muchos años. Quizá parezca muy cruel, pero no sé a quién tendría que engañar hoy. Puedo permitirme escribir la verdad. Todos por los que he mentido durante mi vida están muertos.



Sigo sin abandonar ciertas costumbres. Me lavo todos los días, me limpio los dientes, hago la colada y mantengo ordenada la casa.
No sé por qué lo hago, es como un imperativo interior que me empuja a ello. A lo mejor temo que si actúo de otra manera dejaré de ser poco a poco una persona y acabaré arrastrándome por ahí sucia y maloliente, articulando sonidos incomprensibles. No es que me asuste convertirme en un animal, eso no sería grave, pero el ser humano nunca será un animal, y se despeñará al abismo si lo intenta. Yo no quiero que eso me suceda. En el último tiempo esa posibilidad me aterra y ese terror me induce a escribir este relato. Cuando lo termine lo esconderé bien y lo olvidaré. No me gustaría que el ser extraño en el que puedo convertirme lo encuentre un día. Haré todo lo posible para evitar esa transformación, pero no soy tan pretenciosa como para creer que no puede ocurrirme lo que les ha ocurrido a tantos seres humanos anteriores a mí.

Así como estoy ahora no soy más que una piel fina sobre una montaña de recuerdos. No quiero más recuerdos. ¿Qué será de mí cuando esta piel se rompa?

La gata me escucha atentamente mientras yo no exprese ninguna emoción.

Veo mi cara, pequeña y deformada, en el espejo de sus ojos grandes. Ha cogido la costumbre de contestarme cuando le hablo. No te vayas esta noche, le digo, en el bosque acechan el búho y el zorro, conmigo estarás segura y calentita. Grrau, miau, miau, responde ella, lo que más o menos significa, ya veremos, querida ama, aún no quiero comprometerme. Pero pronto llega el momento en que arquea el lomo, se estira dos veces, salta en la mesa, se escabulle hacia el fondo y desaparece sin hacer ruido en la penumbra. Y un poco más tarde yo dormiré mi sueño ligero en el que murmuran los abetos y chapotea la fuente.

Nuestra libertad es bien problemática. Probablemente nunca ha existido, excepto sobre el papel. La libertad externa siempre ha sido una utopía, y no conozco a nadie que fuera libre interiormente. Jamás lo he considerado algo vergonzoso. No veo por qué ha de ser deshonroso llevar, como todos los animales, la carga asignada a cada uno y al final morir como cualquier animal. No sé lo que es el honor. Nacer y morir no es honorable, le sucede a cada criatura y no significa nada más allá del hecho mismo.

También perdí la conciencia de ser mujer. Mi cuerpo, más inteligente que yo, se había adaptado y había reducido a un mínimo las molestias femeninas. Podía olvidarme tranquilamente de que era mujer. Unas veces era una niña que busca fresas, otras un muchacho que sierra madera, y sentada en el banco […] era un ser muy viejo y asexuado. Hoy he perdido por completo aquel encanto que irradiaba entonces. Sigo estando delgada, pero musculada, y mi rostro está surcado de finísimas arrugas. No soy fea, pero tampoco atractiva, me parezco más a un árbol que a un ser humano, a un tronco duro y marrón que necesita toda su fuerza para sobrevivir.
Cuando pienso en la mujer que era, la de la pequeña papada que se esfuerza en parecer más joven de lo que es, siento poca simpatía por ella. Pero no la juzgo con dureza. Al fin y al cabo nunca tuvo la oportunidad de dar forma a su vida conscientemente. De joven cargó, en su ignorancia, con una pesada responsabilidad y fundó una familia, y desde aquel momento estuvo siempre atosigada por un sinfín de deberes y preocupaciones. Sólo una giganta hubiera logrado liberarse y ella no era en ningún sentido sobrehumana, era simplemente una mujer angustiada y desbordada, de inteligencia media, en un mundo hostil a las mujeres, extraño y siniestro. Sabía un poco de muchas cosas y nada de otras; en total reinaba un desorden considerable en su cabeza. Sus conocimientos bastaban para la sociedad en que vivía, tan ignorante e impaciente como ella. Yo diría en su descargo que siempre sintió una oscura inquietud.



Al principio leía de vez en cuando viejos periódicos y revistas mientras anochecía. Ahora he perdido toda relación con ellos. Me aburren. Lo único que me ha aburrido aquí en el bosque son estos viejos periódicos. Probablemente me aburrieron siempre y yo no me daba cuenta de que el ligero desasosiego permanente era aburrimiento. Mis pobres hijas también se aburrían y no podían estar solas ni diez minutos. Todos estábamos aturdidos de puro aburrimiento. No había manera de escapar a su constante martilleo y vibración. […]
El muro ha matado entre otras cosas también el aburrimiento. Las praderas, los árboles y los ríos al otro lado de él ya no se aburren. El tambor atronador se paró allí de golpe. No se oye más que la lluvia, el viento y el crujido de las casas vacías. La odiosa voz de mando enmudeció. Pero no hay nadie para disfrutar del gran silencio.

Desde su muerte sueño mucho con animales. Me hablan como seres humanos y en el sueño me parece de lo más natural. Los personajes que poblaban mis sueños en el primer invierno han desaparecido. Ya no los veo. En sueños los seres humanos no eran nunca amables conmigo, en el mejor de los casos eran indiferentes. En cambio los animales del sueño son siempre amables y están llenos de vida. No creo que esto sea especialmente interesante, sólo ilumina mis expectativas con respecto a las personas y a los animales.

Hay momentos en los que espero con alegría un tiempo en el que no exista nada que ate mi corazón. Estoy cansada de que se me arrebate siempre lo que amo. No hay solución, porque, mientras exista en el bosque una criatura a la que yo pueda amar, yo la amaré y cuando no exista ninguna yo dejaré de vivir. […] Amar y cuidar a otro ser es muy fatigoso, y más pesado que matar y destruir. Sacar adelante a un niño cuesta veinte años, matarlo sólo diez segundos. […] No puedo evitar ver un gran desorden y un terrible derroche en esta vida.

Desde mi infancia había dejado de mirar las cosas con mis propios ojos y había olvidado que el mundo había sido una vez joven, virgen, muy hermoso y muy terrible. Me era imposible volver atrás, porque ya no era una niña, no era capaz de vivir y sentir como tal; la soledad, sin embargo, me ayudó a ver durante breves instantes, sin memoria ni conciencia, el esplendor de la vida. Quizá los animales viven hasta su muerte en un mundo de espanto y exaltación. No pueden huir y tienen que soportar su realidad hasta el final. Incluso su muerte es, sin consuelo ni esperanza, una verdadera muerte.

Cada piedra en el camino, cada pequeño arbusto era familiar, bello, sí, pero un poco vulgar comparado con la nieve rutilante de los riscos. Para vivir y seguir siendo un ser humano era mejor esa vulgaridad.

Las hormigas eran tremendamente conscientes de su objetivo y no se dejaban distraer de su trabajo. Acarreaban agujas de pino, pequeños escarabajos y trocitos de tierra, se esforzaban muchísimo. Me daban siempre un poco de pena. Nunca fui capaz de destruir un hormiguero. Me actitud hacia estos pequeños robots alternaba entre la admiración, el horror y la compasión. Naturalmente porque las contemplaba desde una perspectiva humana. A una superhormiga gigante mis actividades también le habrían parecido muy enigmáticas y siniestras.



Nunca me gustó el Día de las Ánimas, con las viejas murmurando sobre la enfermedad y la disolución, y en el trasfondo el miedo cerval a los muertos y la ausencia de amor. Por mucho que se pretendiera dar un sentido hermoso a la fiesta, el miedo ancestral de los vivos a los muertos era indestructible. Se adornaban las tumbas de los muertos para olvidarlos mejor. Ya de niña me dolía que se les tratara tan mal. Cada ser humano sabía que pronto le taparían la boca muerta con flores de papel, velas y oraciones temerosas.
Ahora los muertos descansaban por fin en paz, sin que los molestara la actividad estúpida de los que pecaban contra ellos, cubiertos de ortigas y hierba, empapados de humedad en el eterno murmullo del viento. Si algún día volvía a la vida, surgiría de sus cuerpos descompuestos y no de esos objetos petrificados condenados para siempre a la inanimación. Sentía compasión por todos ellos, por los muertos y por los petrificados. La compasión era la única forma de amor que quedaba hacia los hombres.

Delante del espejo me lo corté justo por debajo de las orejas y contemplé mi rostro bronceado bajo la capa de pelo dorado al sol. Me resultaba totalmente extraño con sus mejillas hundidas y los labios finos; aquel rostro desconocido estaba marcado por una secreta carencia. Como ya no vivía ningún ser humano que lo amara, me parecía superfluo. Era algo desnudo y triste que me avergonzaba y con lo que no me identificaba. Mis animales me conocían y querían sobre todo por mi olor, mi voz y por determinados gestos. Podía pues olvidar tranquilamente mi rostro, no lo necesitaba nadie. La idea me produjo una sensación de vacío que deseché inmediatamente. Me enfrasqué en un trabajo cualquiera y me dije que en mi situación era ridículo sufrir por un rostro, sin embargo la sensación angustiosa de haber perdido algo importante no se dejaba ahuyentar fácilmente.

En sueños pongo niños en el mundo, pero no sólo niños humanos, entre ellos también hay gatos, perros, terneros, osos y unas extrañas criaturas cubiertas de piel. Todos salen de mí y nada en ellos me asusta o repele. Sólo resulta extraño aquí, escrito con letras y palabras humanas. Quizá debería dibujar estos sueños con piedrecitas sobre musgo verde o grabarlos con un palito en la nieve. Pero no sé hacerlo. Probablemente no viviré lo suficiente como para transformarme hasta ese punto.

El tiempo es inmóvil y yo me muevo en él, unas veces despacio, otras a velocidad vertiginosa. […]
Tendré que acostumbrarme a él, a su indiferencia y su omnipresencia, que se extiende como una telaraña gigantesca hasta el infinito. Entre sus hilos están atrapados millones de diminutas crisálidas, una lagartija que dormita al sol, una casa en llamas, un soldado moribundo, todo lo que muere y todo lo que vive. El tiempo es grande y en él siempre caben nuevas crisálidas. Es una red gris e implacable en la que está atrapado cada instante de mi vida. Quizá me parece tan terrible porque guarda todo y no permite que nada termine realmente.
Pero si el tiempo sólo existe en mi mente y yo soy el último ser humano, el tiempo finalizará con mi muerte. Me reconforta la idea. A lo mejor está en mi mano asesinar el tiempo. La gran se romperá y caerá en el olvido con su triste cargamento. Habría que agradecérmelo, pero después de mi muerte nadie sabrá que he asesinado el tiempo. Todas estas elucubraciones carecen de interés, realmente. Las cosas suceden sin más y yo, como tantos millones de seres humanos antes que yo, les busco un sentido porque mi vanidad me impide reconocer que el único sentido de un acontecimiento reside en él mismo exclusivamente. Ningún escarabajo que yo aplaste inadvertidamente verá en este, para él, triste suceso, una misteriosa conexión con significado universal. Simplemente estaba debajo de mi pie cuando yo di un paso: felicidad bajo el sol, un breve y estridente dolor y nada. Nosotros, en cambio, estamos condenados a correr en pos de un significado improbable. No sé si algún día me resignaré a esta evidencia. Es difícil desprenderse de esta vieja e incorregible megalomanía. Compadezco a los animales y compadezco a los hombres porque los lanzan a este mundo sin que nadie les pida su parecer. Quizá los hombres son más dignos de compasión porque poseen la inteligencia suficiente para oponerse al curso natural de las cosas. Y eso les ha hecho malvados y desesperados y poco dignos de ser amados. Habría sido posible vivir de otra manera. No hay sentimiento más razonable que el amor, que hace llevadera la vida tanto al que ama como al que es amado. Claro que habría que haber reconocido a tiempo que ésa era nuestra única oportunidad, nuestra única esperanza de un mundo mejor. Para un infinito ejército de muertos esa única oportunidad se ha perdido para siempre. No puedo olvidarlo. No comprendo por qué escogimos el camino equivocado. Sólo sé que es demasiado tarde.



Marlen Haushofer, El muro (trad. Genoveva Dietrich)
 
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