jueves, 16 de septiembre de 2010

Búfalos pastando: texto de Òscar Solsona y entrevista a Chantal Maillard



Una vez escribí esto en la bitácora de un querido amigo:

"maillard mueve palabras de manera magistral. maillard conmueve palabras, las organiza añadiendo un detonador silencioso que te abre algo –¿dentro?– en el instante que las lees-comprendes. maillard pone en su sitio palabras, arrastrándolas como movemos un mueble por el piso, te raya el suelo para provocar finalmente una mayor comodidad basada en desnudar de piezas superfluas nuestra habitación interior-de-lector/a. leer a maillard te cambia. leer a maillard puede cambiarte si eres capaz de detonar-te como persona que lee y comprende. que tus pedacitos al caer se recompongan de otra forma, propone un nuevo orden que en última instancia deberá ser el/la lector/a quien determine su uso. hilos-de-maillard –voy por la página 43–, no voy a olvidarlo. ya soy otro. gracias. no necesariamente duele".

Te voy a decir cómo se abre la caja fuerte de Chantal Maillard: No hay caja. Es lo bueno del asunto. Hace ya muchos libros y artículos que la poeta ha enviado el asunto de lo que hay adentro, a la tripa exterior del mundo: una categoría más profunda y útil. Voló la barrera entre pensamiento y lenguaje.

Adentro está decir. Afuera lo que se dice adentro. Esa honestidad. Ese coraje. Afuera nos dicta adentro. Observar eso. Barajar el lenguaje como naipes, cortar.

Cortar, cortar: Acortar la distancia. Sin acotar. Leer el resultado. Destapar el juego.

Decir (hacer volar) eso. Llegar al otro, a lo otro, sin extrañamientos.

[Carcajada]. Pasar cualquier página escrita por Chantal Maillard es un acto delictivo. Hacia la siguiente. Hacia el siguiente acto. Página siguiente.

No entender sus lecturas. Atenderlas. Atender(se).

¿Qué nos dice? Esta es una pregunta fatal, errónea. Sin embargo, Maillard escribe montañas. En las montañas se viene a estar. Ella con-forma paisajes (montañas, desiertos…) y nuestra función es habitarlos como haría un animal. Sencillamente así. Cada letra, cada palabra, cada frase de Maillard es montaña (hecha y deshecha una y otra vez, por fuerzas tectónicas, placas, tiempo, acumulación, economía, residuos, lavas…). Sé animal, no persona. Lee animalmente. No comprendas cabeza arriba. Siente los pies en contacto con todo. Abre los brazos. Abraza nada, todo te pertenece, nada.

Estás en las lecturas de Chantal: un instante para comprender el eterno efímero. Desatiende tu célula, acaríciala como si de un lomo vivo se tratase. No arrastres los pies en la lectura, parecerías cansado y es todo lo contrario.

Es traductora. Una palabra parecida a tractor. Labra la página con las manos de su tractor. Inmecánicamente.

Leer vegetariano, como se purgan los carnívoros de otras lecturas. Hincarle el diente.

Una vez, paseando entre un campo de cerezos, escuché una grabación al pie de un espantapájaros horrible que reproducía sonidos de pájaros-hombre depredadores de otros pájaros: los que picoteaban las pequeñas frutas rojas. Maillard hace como los pájaros que picotean cerezas. No son textos para el mercado. Son cerezas picoteadas las que propone. ¿Nos damos cuenta de que nos está señalando las mejores, las más ricas, laboriosamente escogidas, palabras… y que denuncia socarronamente que hay que abolir espantapájaros y grabaciones?.

Burra, vacaburra, camella, búfala, rana, gata, insecta, ratona, caracol… es que la quiero mucho, aunque no la conozca (¡ja!), y estos desinsultos son para desagraviarla por el posible peso humano que tenga mi escrito, que más que un escrito, es como cuando vuelca un camión de lechugas y aparece gente a robar la mercancía. Eso no es robar.

¿Tú tienes caja fuerte?

Òscar Solsona. "Decir el hambre", pliego con poemas de Chantal Maillard y nota de Òscar Solsona. Manual de instrucciones para abrir una caja fuerte. Fundación Inquietudes.




El vértigo ocurre justo en el límite, siempre en el límite, ahí donde nuestros sensores se revelan incapaces, ahí donde empieza la ceguera. Si el poeta es tradicionalmente ciego es porque encara los abismos con su carencia misma, su carencia es la faz que presenta a lo incógnito incognoscible, y su carencia, por eso, es su don, y de ella habla; su don es hablar de su carencia desde su misma carencia.

Ch. Maillard, del prólogo a H. Michaux, Escritos sobre pintura.

No es posible pensar cor-recta-mente: con la mente en línea recta. Pensar siempre es una indisciplina. Cuando se piensa de verdad, se abre una brecha en el discurso que ya había. Se piensa con un quiebro. Y en ese quiebro, quien piensa padece el quiebro al mismo tiempo. Es él quien se quiebra, y el sentir le aporta los instrumentos para el cambio. Su mesa de operaciones está dispuesta: vivir no es suficiente.

Filosofía en los días críticos

¿Qué le saca a usted -inevitablemente- de quicio, y qué le pone -inmediatamente- de buen humor?

Las matanzas de animales, la falta de lógica de los razonamientos, los discursos mal construidos. ¿De buen humor? Un frase inteligente, o un animal en libertad.

¿Tiene esperanza?

No. Creo que hay que erradicarla, la esperanza es parte del deseo.

Entrevista en El País, Babelia, 16 junio 2007




Toda tu escritura aparece marcada por la sombra de la pérdida e incluso por un cierto trabajo de duelo. Ahora bien ¿qué trazas de sentido se inauguran en esos lugares, en su trayectoria hacia un otro espectral? ¿Y qué enseña esa herida, si nos es dado aprender algo de ella? Más aún: una vez que el dolor no tiene autor, ¿qué escribe el poema? ¿Y por qué ese querer-dar refugio a los desamparados a través de la escritura?

Sí. La pérdida. La historia de un ser humano es la historia de sus pérdidas. –Esto es una generalización, no vale sacar frases universales de acontecimientos singulares.– Así que: Mi historia es la historia de mis pérdidas. Eso está mejor. ¿Por qué? Tal vez por la costumbre del desarraigo. Nunca tuve tiempo de acostumbrarme a un lugar, a un contexto social, familiar u otro. Siempre había que cambiar, sustituir. Un entrenamiento para la muerte, en cierto modo. La muerte nunca me pareció algo natural. Al menos para la conciencia, esa enfermedad que nos hace humanos. La conciencia es la portadora de la herida: la capacidad de contemplarse a sí misma sabiendo que ha de morir.

No creo que el dolor tenga sentido, tampoco que lo procure, salvo por darnos a ver que todos compartimos la misma condición doliente. El com-padecimiento es, hoy en día, lo único que puede conducirnos hacia la comprensión de la inutilidad de los conflictos, de su insensatez. ¿Por qué añadir sufrimiento al que la existencia conlleva de por sí? Dolor, pérdida, muerte son nombres para la fragilidad que nos es consustancial, que se nos manifiesta de infinitas maneras a lo largo de nuestra vida y que nos asemeja a todos. Tal vez haga falta que los sosegados lo recuerden para que los que sufren se sientan amparados.

En En la traza. Pequeña zoología poemática sugerís que lo poemático se debe diferenciar de lo poético e incluso, a la luz de otros escritos tuyos, podríamos arriesgar que lo poemático para ti nace de distintas canteras. Trazada esta línea, ¿qué relación traza tu escritura con respecto a la poesía?

Hay en el poema algo, digamos, insuflado y algo construido. Cuando el hacer “poiético” (la poíesis es construcción, elaboración) obtura y oscurece el soplo, el poema desaparece, se queda en poesía: juego o florilegio. Toda sociedad decadente tiene sus florilegios, juegos en los que se premia el virtuosismo, es decir, la perfección del aprendizaje o, lo que es lo mismo, de lo convenido. El virtuoso es un artista cuyo arte consiste en engordar al en detrimento del nos que el buen poeta ha de cultivar dentro de sí. Sus composiciones son deposiciones del yo.

El poema es otra cosa. Es un oído atento. A lo otro que hay en lo que se percibe. Lo percibido anterior a su formulación. Para formularlo de nuevo, qué duda cabe, pero con sólo el in-dicio, lo in-decible por decir apenas sugerido. Pasar entre las formas como un animal entre la hierba, quedando tan sólo la fragancia en su pelaje. Una fragancia es un ritmo, un color, una vibración en curso.

Por lo que a mí respecta, aspiro a ser el humilde aprendiz de ese animal. Llegar al poema como quien vuelve de caminar por el monte con la chaqueta mojada, y la pone ante el fuego y humea, y aspira ese humo. ¿Qué palabras serían ésas?



En tu escritura, el entrecruzamiento de géneros es notorio. En Husos, por ejemplo, articulas prosa poética, reflexión filosófica e incluso un registro epistolar y autobiográfico. ¿A qué obedece esa apuesta estética? Más en general, ¿cómo se ligan en tu proyecto lo filosófico, lo poético y lo político?

No se trata solamente de una apuesta estética. La estética, si no está al servicio de algo más importante, es inútil. Mi apuesta tiene que ver con la conciencia de que las proposiciones científicas que se aplican al mundo de la experiencia no son sino una universalización de la opinión, y no tienen mayor valor que aquella. Dicho de otra manera, la certeza (episteme) que pretendía Platón no deja de ser opinión (doxa). Por muchos cisnes blancos que se puedan contar, nadie puede decir que no haya en alguna parte algún cisne negro, el cual invalidaría la proposición “todos los cisnes son blancos”. (La historia de los cisnes es de Popper, quien quiso definir las proposiciones científicas como aquellas, precisamente, que pudiesen “falsarse”: demostrarse que son falsas. De lo contrario, serían metafísicas). Por lo que a mí respecta, pronto me sentí a disgusto con mi formación filosófica cuando, en la prosa ensayística, me veía articulando proposiciones copulativas del tipo “Esto es tal y lo otro cual” sin que nunca apareciese el sujeto que dice ni el lugar desde donde se dice. Lo propio de la universalidad es obviar las circunstancias del decir. Apunté pues al acontecimiento. Toda escritura (y todo decir) es acontecimiento, y quien escribe también acontece al tiempo. ¿Por qué no decir ese acontecimiento? ¿Por qué no integrar eso que queda, que quedó siempre en los márgenes del ensayo? (De ahí el título: Husos. Notas al margen; aunque también estaba ya presente en Filosofía en los días críticos). Al convertir la reflexión en “diario”, me sentía más a gusto, la devolvía al lugar precario en el que acontece, le procuraba un espacio y un tiempo “real”. Pues nada que se escriba o se diga lo hace sin tiempo ni lugar, sin con-texto.

Poner esto de manifiesto era pues, para mí, una cuestión ética. Lo poético, en la prosa, es para mí una cuestión de ritmo. La escritura acontece con un ritmo, una respiración. Ella es la que marca las pautas.

En cuanto a lo político, el lugar de ciudadanía que tiene la escritura, supongo que tienen que decidirlo los demás en función del servicio que pueda prestarles. Las masas nunca hacen política, la deshacen en todo caso; son los individuos los que la hacen. En la medida en que vayamos trabajándonos cada cual, será más útil a otros lo que hagamos.

Si la mejor poesía deviene interrogación radical ante el mundo (desde la propia existencia hasta el contexto histórico injusto en el que nos movemos), ¿qué caminos sintáctico-estilísticos y opciones estéticas bloquean ese devenir?

Subyace en su pregunta la respuesta: todo aquello, evidentemente, que se opusiera a esa interrogación. La poesía sentenciosa, la vieja retórica, las metáforas trilladas, todo aquello que dé algo por sentado, cerrado, construido, enseñado y entendido de una vez por todas. La repetición es el enemigo del descubrimiento, salvo cuando se repite tanto que se da por olvidado.
Y, cómo no, los elogios y aplausos que se le dedica a tales obras huecas, por intereses de todo tipo.

Benjamin señalaba que sólo por los desesperados nos es dada la esperanza. En tu escritura misma hay un des-esperar… Como complemento: ¿qué lugar hay –si lo hay- para algún huso de la esperanza? ¿Y cómo se entreteje con esa otra sospecha de que los seres humanos sólo escribimos porque sabemos que vamos a morir?

Habrá lugar, sin duda. Los husos no pre-existen a las emociones; se abren en el momento en que éstas afloran -o se construyen. Si alguien se sitúa en la esperanza, ahí estará el huso. Pero, desde mi punto de vista, se trata de una emoción negativa. Quien espera, desea; desespera aquél cuyo deseo quedó insatisfecho. La esperanza es deseo proyectado hacia delante. Se lamenta lo que hubo y su pérdida del mismo modo en que se espera lo que no hay. La paz no adviene mientras se está deseando.

En cuanto a lo segundo, no estoy de acuerdo con que sólo se escriba porque sabemos que vamos a morir. La escritura es ante todo signo, o sea, instrumento de comunicación. Escribimos de muchas maneras y por muchos motivos. Por placer, también, y por descubrimiento.




Te has mantenido al margen de los clanes poéticos dominantes e incluso de grupos poéticos específicos. ¿A qué obedece esa decisión? ¿Cómo reconstruyes el campo poético español? En particular, ¿qué propuestas estéticas alternativas a la producción poética hegemónica reconoces en nuestro campo? Y ¿qué ocurre en otras regiones del mundo, incluyendo el resto de Europa y Asia?

No fue una decisión. En realidad no me he mantenido al margen; más bien puede decirse que vivo en los márgenes. Tampoco ha sido ésta ninguna decisión. Entiendo que la clave está en que no pertenezco al campo de la literatura. Mi errancia en ese territorio ha de verse más bien como una intrusión, por lo que procuro hacer a mi paso el menor ruido posible. Mi ignorancia de los asuntos que suelen tratarse en él me es de gran ayuda, por lo que la cuido como si fuese una virtud. Los grupos poéticos nacen de los intereses de los que se integran en ellos voluntariamente, y crecen al amparo de los profesionales de la literatura. Pienso que ni una cosa ni otra han de interesar a quien escribe.

En las regiones del mundo en las que los individuos sienten que hay mucho por lo que luchar, no parece que importe tanto eso de reunirse en clanes para tener mayor opción a beneficios públicos como lo de procurar que una voz se oiga, una voz, la propia, sensible e implicada. Si nos diésemos cuenta de hasta qué punto nuestro bienestar se sostiene sobre arenas movedizas, si dejásemos de revolcarnos en la charca decimonónica e ideal del “progreso” y mirásemos sobre qué se construye lo que así hemos llamado, y considerásemos lo endeble de sus cimientos, su precariedad, si finalmente nos diésemos cuenta de la urgencia del cambio, también nosotros sentiríamos que hay algo por lo que luchar y dejaríamos de lado los formalismos y otras naderías.

En la dinámica voraz que gobierna la producción poética presente pareciera que no publicar un libro por un año o no ser anto(jo)logado cada tanto (bajo etiquetas como “poesía generacional”, “poesía femenina” o algún otro equivalente rentable) se convierte en una carta de defunción, al menos para el público, los críticos, los editores… ¿cómo evalúas estas prácticas poéticas hegemónicas y qué relación se plantea entre éxito editorial, mercadotecnia y poesía?

Nada de lo que hagamos, digamos o pensemos hoy en día queda fuera del sistema de consumo, es un hecho. Si alguien quiere divulgar lo que hace tiene que pasar por él de alguna manera. Y la sociedad de mercado, lo sabemos todos, trabaja con valores cuantitativos, no cualitativos, esto también es obvio. En esta dinámica, al escritor que no publica un libro por año le pasa lo mismo que al director de cine que no exhibe una película por año: en seguida son otros los que llaman la atención y ocupan los escaparates. Las editoriales, por ello, buscan autores fértiles que les aseguren una continuidad. Para ayudar al sector, las instituciones públicas reservan ayudas y dotan premios que no pueden quedar desiertos y serán publicados en las editoriales que, como cualquier otra empresa, no pueden parar la rueda de producción. Como consecuencia, sale un montón de basura que entorpece la mente y el criterio aún sin formar de muchos jóvenes lectores. Los poemas comparten, en esta feria, la suerte de cualquier otro producto, corren el riesgo de convertirse en un producto kitsch, aquel cuyo valor se cifra en la apariencia, es decir, en su parecido con un supuesto producto original.

En relación a lo precedente, ¿cómo sustraer el propio ritmo de creación de esas exigencias externas, fijadas por los mercados editoriales actuales? ¿Qué auto-limitaciones éticas cabe ponerse aquí y, puesto que en términos poéticos siempre fracasamos, cómo sobrellevar el fracaso mejor?

Las limitaciones se imponen por sí solas para quien no hace profesión de su escritura. Supongo que quien quiere vivir de ella lo tendrá más difícil.

¿Qué universo de lecturas –filosóficas, poéticas o de otra índole- te han marcado especialmente en tus diálogos internos y en tus búsquedas literarias?

Después de las lecturas, digamos, de iniciación, que me hicieron introducirme a la escritura novelística, a los catorce años descubrí la filosofía de la mano de Platón, Aristóteles y Pascal, sobre todo y, casi al mismo tiempo, la literatura y la poesía francesa. Villon, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Apollinaire, etc. Lectura y escritura siempre fueron paralelas, en mi caso. La lectura es un detonante; no hubo libro que no fuese pronto abandonado y reemplazado por el cuaderno o la hoja de papel, y más prontamente cuanto más interesante fuese la lectura.

Debo decir que la filosofía siempre continuó siendo mi principal centro de interés. Después de la occidental, la oriental. Y como no hallaba aquí respuesta a mis preguntas por las fuentes del pensamiento, después de doctorarme, fui a buscarla a la India. Al cabo de muchos años de idas y venidas allí, mis “diálogos internos” terminaron con lo que puede apreciarse en los Diarios indios: una verdadera catástrofe para aquel que habla, que escribe y que dice “yo”.

No ha habido, en mi caso, ninguna “búsqueda literaria”, al menos de la que sea consciente. Mi búsqueda fue de otro tipo; no sé si puede considerarse filosófica, tal vez sí. Conducida siempre, en todo momento y adondequiera que fuese, por un intenso deseo de conocimiento. Preguntas informuladas. Metafísicas. Nunca me abandonaron… hasta hace muy poco. El descubrimiento del sujeto metafísico en mí ha sido algo así como una revolución, o una involución, si se quiere, puesto que desemboca en el cuestionamiento del lenguaje. Entonces me dediqué a llevarme la contraria. Es sano. Me ocultaba detrás de la puerta para verme llegar. Ahora sé quién viene, y también quién se oculta, aunque no siempre sea evidente. Me es difícil componer una frase, tardo mucho porque las tacho una tras otra y lo que queda, es por cansancio.

La búsqueda literaria, de haberla, es búsqueda del detonante. Me resulta cada vez más difícil encontrarlo en los textos. Es algo así como una secuencia rítmica, no poiética.

La labor poética es ante todo un trabajo interior. Cuando éste se realiza –y por lo general dura toda la vida–, la poíesis (la construcción formal) es algo que viene por sí solo, por añadidura.




El observador necesita tomar distancia, y tú misma te posicionas ahí. ¿Qué lugar hay para ese otro-mí, para un sujeto capaz de cierto goce, como partícipe de la escena que también nos es dado observar?

Ésta es la trampa, precisamente: al observarse a sí mismo, el observador topa con un límite; si lo franquea, verá repetido su gesto –el de observar– en una cadena de espejos infinitos. Cuando el observador observa, se crea una distancia entre él y su objeto de observación. Esto funciona igual cuando el objeto de observación es él mismo –en tanto que sujeto observador, me refiero. Porque en realidad hay muchos sujetos, tantos como acciones hay a las que le adherimos la conciencia del yo. Así que se crea una distancia en uno mismo –¿uno mismo?– (esto es lo que me ocurre, me es difícil quedarme en la frase, siempre hay algún concepto que entorpece y no me deja seguir. Entonces hay que recoger el aliento, como un hilo de saliva, y conducirlo por otro lado) Así que se crea una distancia: el observador observa el mí. Es la distancia del verbo, si se fija. Pero ¿acaso no forma parte del mí, ese observador que observa? Si ha formado pliegue, sí. En cuanto forma pliegue, es decir, repite, se acostumbra a un cierto gesto, entonces ya tenemos el mí. Así que el observador es ya parte del mí. Por tanto, es susceptible de ser observado. ¿Quién o qué observa el mí (el mí-observador) observándose? Ya hemos iniciado la sesión infinita.

Para participar de la escena, para jugar su papel sin conciencia de que lo juega, debe volver a la “normalidad”, que es la identificación con el gesto, mental y físico. La identificación va acompañada de todo tipo de modificaciones emocionales, todas salvo el goce, en realidad. El goce es otra cosa, tiene que ver con la paz. En la identificación no hay paz. Para hallarla, es preciso volver a la condición primera, la inocencia. Un estado en el que no hay distancia, pero tampoco hay identificación. Hay que saltar del lado opuesto, digamos.

En varios pasajes, destacas la mirada neutra de los búfalos (que pudiste ver en India). Podríamos sospechar que bien podría llegarse a esa mirada a través de (o en) la poesía… Ahora bien, ¿cómo se liga esa mirada con una exigencia ética y política de solidarizarnos ante el dolor del Otro, que demanda una toma de partido más o menos explícita?

La toma de partido no es, aquí, una medida de fuerza. – Cuando digo “aquí”, me estoy refiriendo a la andadura “espiritual” o como quiera llamarse lo que algunos pudiesen entrever en los escritos aludidos – Al menos, no de fuerza armada contra (unos u/y otros), sino, más bien al contrario, una medida de fuerza interior. Es una ganancia no exenta de derivaciones en la praxis. Si nos referimos a la experiencia del poema, recordaremos aquellas palabras que Anna Ajmátova refería al inicio de su Réquiem:

“Diecisiete meses pasé haciendo cola a la puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los labios morados de frío– que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurro): –¿Y usted puede dar cuenta de esto? Yo le dije: –Puedo. Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro”.

La existencia es sufrimiento, como enseñaba el Buddha, lo cual por otra parte es de una gran obviedad. A algunos nos es dado tomar conciencia de ello y com-padecernos. La com-pasión (cum-pathos) es distinta de la “solidaridad”. Se trata de padecer con el otro, no de hacerse un bloque defensivo u ofensivo (sólido). Por supuesto que hay acciones políticas que puedan y deban realizarse a partir de allí. Yo me contentaría con que todos pudiésemos lograr un grado de compasión suficiente como para que estas acciones no fuesen necesarias.

En cuanto a los animales, sean búfalos indios, vacas pirenaicas u otros, su mirada más que cualquier Tratado me enseña lo que somos y la humildad con que recibirlo o combatirlo.

En el prólogo de Diarios Indios apuntas: “(…) en Bangalore me inicié en la dureza de la compasión y comprendí que ese sentimiento nace más de la fiereza que del dulce y decadente apiadarse de la burguesía cristiana...”. ¿Podrías hablar de ese hontanar de fiereza, de esa roca dura o roca madre de la que surge la compasión tal como la entiendes?

Hay una gran diferencia entre la piedad, tal como suele enseñarse en las escuelas católicas para hijos de gente “bien” (bien… situada, se entiende), y la compasión. Cuando alguien “se apiada” de otro, queda situado en su propio lugar, no se desplaza, mientras que el que padece con otro ha debido desplazarse, dar el salto, ése que le permite ubicarse en el otro y sentir con él, en la medida en que esto sea posible. Porque, ciertamente, hay impedimentos: nadie se duele por otro en su propio cuerpo. Sólo es posible la recuperación del recuerdo del dolor, por lo que éste aparecerá en la mente, no en el cuerpo, salvo por lo que las células son capaces, igualmente de recordar. La compasión, pues, es inevitablemente un movimiento de retrotracción y de proyección. No obstante, en cualquier caso, está muy lejos de parecerse a la estimulación de aquel sentimiento kitsch que se traduce en frases como: “¡Ay, pobrecito, qué lástima me da!”.

Hay quienes prefieren no ir a India porque no pueden ver, dicen, la miseria que hay allí. Es respetable. Pero “la miseria”, la concebimos desde nuestros parámetros, y mucho podría hablarse al respecto.

La compasión es un sentimiento fuerte porque supone situarse donde está el otro y con-vivir con él, desde él. Situarse en la herida ajena puede hacernos descubrir que la miseria no está donde la poníamos, lo cual es bastante incómodo. Porque hay sonrisas que florecen en el dolor y que nosotros ya no conseguimos que germinen en nuestras tierras saturadas.





El verso que da fin al intenso poema “Escribir” de Matar a Platón dice “...escribo para que el agua envenenada pueda beberse”. ¿Qué tipo de alquimia operaría la escritura para convertir ese agua en potable y cuál es, en suma, ese agua que todos hemos de apurar?

En este punto, a la universalidad del poema a la que hemos de aludir, su capacidad para apuntar a lo universal a partir de lo singular. Hay en el ser humano una capacidad, digamos, de intercordialidad. Podemos vibrar, como les pasa a las guitarras, cuyas cuerdas vibran, sin ser tocadas, en el mismo tono que el de la cuerda que ha sido tañida en otra. Tal duelo, entonces, se abrirá en nosotros con algo más, una sensación bienhechora que proviene de la conciencia de un “nosotros”, saber que la condición de fragilidad nos pertenece a todos y que el cuidado mutuo es lo único que puede hacernos sobrellevarla entre todos. El poema, al ser entonado, tiene la capacidad de despertarnos a ello.

En Diarios Indios, en el capítulo de Benarés hay varios ghats que dejas en blanco como MUNSHI GHAT ó SANKATHA GHAT entre otros. Suponiendo que esos vacíos son deliberados, ¿qué significados adquieren para ti?

Cuando me planteé aquel periplo por los ghats, la idea era escribir lo que viese en cada uno de ellos. Es una pequeña historia de la mirada, la mía en otros y la de otros en mí, sobre mí, la sensación que me producía. Un paseo por los ghats de Benarés es algo extremadamente visual. Así que permanecía un tiempo en cada uno de ellos, y si alguna cosa me llamaba la atención, la reflejaba en el cuaderno. En esos ghats que indicas, puede que nada me llamase la atención en ese instante, o también puede que estuviese demasiado cansada para referir sus llamadas, o que quedase la conciencia en su desnudez, ahuecada bajo el sol. No lo recuerdo. Fuese lo que fuese, no podía dejar de mencionarlos puesto que me había situado en ellos. Había que dejar constancia al menos de la estancia. Y estancias eran, como las de un vía crucis, mis detenciones en cada ghat. Así que antes de pasar al siguiente, escribí su nombre.

Para terminar un itinerario interminable: ¿qué representa India en tu escritura? ¿Qué desplazamientos semánticos ha producido con respecto al modo de concebir el “yo” y los “otros”, en suma, con respecto a la posibilidad misma de convivencia?

Para contestar a esta pregunta, quisiera tomarme una licencia: la de cerrar la entrevista con unos fragmentos de Adiós a la India, el diario de mi último viaje allá:

“Volví sobre mis pasos, esta vez, para enfrentarme con algunas de mis antiguas formas de mirar: la mirada aventurera, la investigadora, la mirada ingenua, buscadora de tesoros interiores, la estremecida, apasionada, conmovida, la esquiva o avergonzada, la compasiva, la serena y contemplativa. Volví para ponerlas en jaque y averiguar su resistencia. Bien sé que no existe el ojo inocente; aún así, la neutralidad fue la actitud con la que deseé realizar el viaje en esta ocasión. No sé si lo logré o si no pude evitar el sesgo que me indujo a comprobar el deterioro de la cultura india y a valorar la rapidez con que, al contacto con los valores de Occidente, está perdiendo su homogeneidad.

[…]

Sin duda, todo cambia, y no quisiera pecar de ingenua pretendiendo que una parte del mundo se preserve bajo una urna de cristal a la que unos cuantos nostálgicos pudiésemos acudir cuando nos asaltase la añoranza de algo “puro”, “original” o “genuino”. No. Esto iría en contra de la propia voz de la India, de su antigua cosmología que tan espléndidamente ha sabido enseñarnos la evolución de los ciclos. Sin embargo, me resisto a pensar que no hay parcelas que debieran respetarse por el bien de todos, en concreto la de ciertas formas antiguas de hacer –eso a lo que nosotros llamamos “artes”– que nos ayudan a sobrevivir en un medio inhóspito en el que tan difícilmente nos adaptamos y del cual, a diferencia de otros seres, no parece que nunca hayamos formado parte.

La voz de este diario responde a una mirada desencantada. A una escucha, también, y una sensibilidad temerosa ante la perspectiva de que pueda perderse algo que transformó la vida de muchos de los que viajamos allí. Si me preguntan qué es ese algo, yo diría que un ritmo, el del remo hendiendo las aguas, el arrastre de las chanclas, el paso de los búfalos dirigiéndose al río, la recitación de los versos sánscritos, por ejemplo. Un ritmo es suficiente para in-formar el alma aun cuando la palabra alma ha perdido el sentido. Si la vibración producida por el paso rítmico de un ejército puede hacer saltar un puente, también puede crearlos. Un ritmo, estoy segura, es suficiente para salvar el mundo. Ese ritmo merece recordarse. Creo que ese fue mi empeño, y creo que por eso vuelvo a India una y otra vez”.

Por eso y, debo añadir, porque de lo poco que he aprendido en esta vida, lo mejor y más importante, me lo enseñó la India.

"El no saber cargado de compasión". Conversación con Chantal Maillard, entrevista de Laura Giordani, Arturo Borra y Víktor Gómez, Manual de instrucciones para abrir una caja fuerte, Fundación Inquietudes.

Imágenes: cuadros de Zao Wu-ki





Bola extra:

Entrevista a Chantal Maillard en Conocer al autor

Chantal Maillard en los Martes literarios de la Universidad Menédez Pelayo, 7 de septiembre de 2010.

Juegos de magia

martes, 14 de septiembre de 2010

La espera






Attendez que ma joie revienne, letra y música, piano, arreglos, voz, gesto, huella, ceniza, el Cielo dentro: Monique Andrea Serf aka Barbara

viernes, 10 de septiembre de 2010

Cuerpo cae mujer. Amor Omnia


Cuando Oharu piensa o medita, se apoya contra una superficie: pared o columna que sostiene su balbuceo, su hambre. Cuando llora, cuando se desespera, se tira al suelo. Cae al suelo para llorar: busca el regazo y la horizontalidad, cae toda entera y se entrega al llanto.

Pocas veces he visto caer así a un ser en el cine. Esa caída despierta un movimiento compasivo inmediato. Se cae con Oharu, se llora con ella. Carne adentro. Intemperie adentro, aunque las lágrimas, a veces, quieran brotar. Mizoguchi filma con cierta distancia y una gran delicadeza, sin abrumarnos con las convenciones del melodrama occidental, pero aun así la cercanía y la intensidad insinúan un temblor dentro de uno. Puedes tocar la caída de Oharu, sentirla como una crecida de densidad del propio vértigo que se te ahonda en entraña.

Esta fenomenología de las posturas, o más bien, fenomenología del gesto, emparenta a Oharu con un dilatado linaje de mujeres en el cine japonés, desde La mujer de la arena (Teshigahara) a La mujer insecto (Imamura), pasando por El ángel rojo (Masumura) o las heroínas que declinan infinitamente sus cuerpos, cuyo cuerpo es infinitamente cercado, fragmentado, engullido, transitado, expoliado, en el cine de Yoshida Kiju (desde La mujer del lago a Eros plus Massacre). También mujeres occidentales: es imposible no recordar cómo el dispositivo cinematográfico visibiliza, articula y descompone-recompone el cuerpo y el gesto de las inolvidables protagonistas de la “trilogía del silencio” de Antonioni o de la madre Juana de los Ángeles en la película homónima de Jerzy Kawalerowicz, por citar sólo dos ejemplos.

El cuerpo de Oharu se inclina, cae, se arruina, y apenas vuelve a alzarse, cae de nuevo, en una dialéctica de demolición progresiva perfectamente coreografiada.

Tras atravesar todas las posiciones que la jerarquizada sociedad del Japón Tokugawa permite a la mujer (cortesana imperial, concubina de un daimyô o señor feudal, geisha de Shimabara, humilde esposa de un artesano), Oharu intenta retirarse del mundo ordenándose monja en un monasterio budista. La “madre superiora” le advierte: “El mundo cambia sin piedad. Lo que nace bello a la mañana se marchita a la noche”.

Pero el destino se volverá contra ella una vez más y es expulsada del monasterio. Una vez en la calle, su cuerpo frágil, titubeante, vehículo de una estructura emocional arrasada, alma-raíz que pende de un tallo a punto de quebrarse, se confunde con los cascotes, detritus y fragmentos de cornisas y muros derruidos que rodean las inmediaciones del templo. La demolición interior se exterioriza, dolorosamente, en el entorno, y ambas ruinas –la ruina urbana, y el cuerpo-alma en ruinas de una Oharu envejecida- se refuerzan y se alimentan, sosteniendo su mutua caída.

En un pequeño templete, una de las efigies de Buddha le recuerda el rostro de su primer amor, el hombre por quien perdió su posición en la corte y que fue él mismo ejecutado (este amor incondicional marcará el principio de las desgracias de Oharu). Es allí donde la pequeña mujer invoca la piedad de Kannon, “diosa” de la misericordia en el budismo mahayana y contrapartida femenina de Avalokitesvara, el bodhisattva de la compasión.

Tampoco esto bastará. A Oharu le aguardan la prostitución y la mendicidad: condición última que aquel mundo masculino, jerarquizado y ritualizado en sus mínimos pliegues, será capaz de ofrecer al único personaje que irradia una belleza, una bondad y una dignidad inquebrantables a lo largo de todo el relato.

Oharu se confunde con las ruinas. Transita. Desaparece.
Su rastro reverbera en nosotros un instante, y nos templa, nos hace templo en la espera, nos des-templa y desteje el tiempo-templo que hemos compartido con ella, acompañando su periplo y via crucis.

El único personaje digno, interiormente bello, en un infierno de mezquindad y opresión. Una mujer menuda que sabe mirar y cuyo amor no puede tasarse según los principios de la sociedad falocrática, marginadora de toda pureza.

Mucho más tarde, la Gertrud de Dreyer diría: “Amor Omnia”

Oharu lo dijo antes, con pudor, infinito pudor y silencio.

La mujer que se atrevió a amar donde el amor no existía.



miércoles, 8 de septiembre de 2010

 
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