miércoles, 17 de marzo de 2010

Cine-raíz



En Caracol (Katatsumori, 1994), Naomi Kawase se acerca a una ventana y observa a tu tía abuela, que la crió desde pequeña, mientras ésta trabaja en el jardín. Acerca la mano al cristal (con la otra sostiene la cámara de filmación casera) y acaricia la figura difuminada de la anciana, sus contornos, su sombra... Un par de secuencias más adelante sale de casa, se aproxima a ese cuerpo menudo, encorvado, y toca su rostro. Una cámara, una mirada, una visión para tocar, para palpar lo real: no otra cosa es ese vuelco en lo inmediato que a veces, en el cine de Kawase, se cifra en un inventario gozoso de los objetos que encuentra a su paso: Me fijo en aquello que me interesa, La concreción de las cosas con las que trato de relacionarme de múltiples maneras (1988) darán cuenta de una ética de la mirada, de una ontología de la imagen que se quiere material, que atiende a las asperezas, las fracturas, las apelaciones del tacto. Un cine para acercarse, para abolir la separación de los cuerpos. Tanto en las películas caseras, que dan forma a un diario íntimo que se enriquece con sucesivas entregas a lo largo de más de dos décadas, como en los films de ficción, Naomi buscará acercarse, negar la escisión, palpar los seres en lo más hondo que tienen: su superficie. Su mirada no ejercerá violencia sobre la materia, sino caricia. Caricia que acerca. Shigeki se abraza al árbol muerto, se echa a dormir en un agujero excavado en la tierra. Shigeki y Machiko se acompañan, en un doble movimiento compasivo, hasta cruzar el umbral que agota el tiempo del luto, amparados por un bosque vibrante que observa y acoge su trayecto (ese mismo bosque que ha aparecido aquí varias veces).

En otra latitud vital y cinematográfica, el Alain Leroy de El fuego fatuo (Louis Malle, 1963), se desesperará porque es incapaz de acercarse. "Si sólo pudiera tocar..."

Si el cine de Bresson es un cine para oír, el de Naomi Kawase es un cine para tocar, para conmover las estructuras íntimas, heredadas, aprendidas, inoculadas, que nos fuerzan a la distancia con los otros. Para desestructurarlas con la mirada frágil que se posa en un mínimo gusano, una flor o una tela de araña, en una celebración gozosa de la presencia que irrumpe en el campo de visión-tacto. En La danza de los recuerdos (Tsuioku no dansu, 2002) filma a un amigo fotógrafo, enfermo de cáncer terminal. Lo hace con la delicadeza de quien acompaña, en el gesto, en el tiempo, a quien se va. Sin dramatizaciones. Sin subrayados: un ahora que se infiltra lentamente en el receptáculo inviolable: alma-raíz desanudada.

Cine, también, para derribar la mirada asimétrica, colonizadora, reduccionista: para vencer a la mirada expoliadora que sustrae e imponer (no imponer: sugerir) la mirada acariciadora que da.

En sus películas, por eso, hay tantas imágenes que son como madrigueras que conectan espacios imposibles. Imágenes fundacionales, imágenes-cobijo para quien pueda hacerse lento con ellas, acompañándolas.

Caracol. Tender los ojos que tocan hacia lo real y, hallado el regazo, yacer en él.
 
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