
Es un día de otoño, en el patio de recreo de un colegio.
En una esquina del patio, un niño. Es un niño de doce años, moreno, pequeño y delgado, de mirada asustadiza.
Tres chicos mayores lo tienen acorralado y él se aferra, desesperado, a su cuaderno de dibujo.
Los otros ya le han arrebatado el pan y una manzana, lo único que lleva para el desayuno.
-¿No llevas una salchicha? –grita uno de los tres, alzando un puño amenazador. -¿O es que tu familia es tan miserable que sólo te da pan y manzana? ¡Qué asco!
El niño acorralado alza una mirada diminuta, implorante.
-No tengo nada más.
-Pues entonces tienes que pagar prenda. Te vamos a bajar los pantalones y hacerte un bonito dibujo con la navaja. Venga, vamos a agarrarlo entre los tres.
Los chicos se acercan y el niño retrocede hasta que la fría pared de ladrillo le muestra un límite absoluto más allá del que la evasión no es posible.
No hay nada que hacer.
En ese momento una voz clara y alta surge a espaldas del grupo:
-¡Quietos! ¡Se acabó!
Los tres matoncitos se giran y descubren a un niño de unos doce años, alto, también moreno y de mirada desafiante.
-¿Y tú por qué te metes? La cosa no va contigo –dice el cabecilla.
-Me meto porque no me gusta la humillación y la servidumbre. Es un espectáculo lamentable que no pienso tolerar.
Los tres chicos se miran, confundidos. No han entendido cuatro de las palabras pronunciadas por aquel chico, pero el tono de voz les resulta tenuemente intimidatorio, como si hablara una autoridad o un profesor.
Pero el cabecilla no se arredra.
-¡Te voy a partir los dientes! –grita, adelantándose un paso.
No tiene tiempo de hacer nada más. El chico alto lo aferra del brazo y, con una torsión rápida y eficaz, lo hace caer al suelo.
Los otros dos huyen al instante: sólo entienden el lenguaje de la fuerza, y el chico alto y moreno es más fuerte.
El cabecilla se levanta llorando y se aleja cabizbajo.
El chico alto se acerca al agredido y lo mira con cierta ternura soñolienta.
-Se acabó, al menos por ahora.
El pequeño se relaja.
-Gracias –se alisa el flequillo despeinado y dice-.: Antes has usado palabras muy difíciles. No se te entendía nada.
-Es que me gusta leer –responde el chico alto-. Por eso conozco palabras tan raras. No creas, no tiene mucho mérito conocer palabras. El mérito está en saber por qué mienten. Con el tiempo te das cuenta que las palabras no dicen lo que uno siente o piensa. Las palabras engañan y nos impiden pensar.
El pequeño frunce el ceño en un esfuerzo por entender lo que el otro le ha dicho.
-Eso que dices no lo entiendo bien. Yo no entiendo bien las palabras. A mí lo que me gusta es dibujar. Te voy a hacer un dibujo.
El pequeño se sienta, cruzado de piernas, saca un lápiz del bolsillo y con trazos limpios, certeros, esboza unas líneas en el papel de un blanco radiante.
El chico alto observa en silencio, sonriendo, y espera.
Cuando acaba el dibujo, el pequeño arranca la hoja y se la ofrece.
El rostro de chico más alto se ilumina:
-Es precioso. ¡Gracias! ¡Tienes una gran imaginación!
-Puede ser. En mi casa no les gusta que imagine tanto. Algún día me gustaría hacer algo con mi imaginación, algo grande e importante.
-Está bien, tú lo harás con tu imaginación y yo con las palabras y mi desconfianza.
El pequeño le tiende la mano.
-Gracias por todo, me gustaría que fueras mi amigo.
Se estrechan las manos. Es una pequeña ceremonia de intimidad y ambos lo saben.
-Claro, nos vemos en el recreo –dice el chico alto.
De pronto suena la campana llamando a los niños a clase.
El rostro del pequeño adquiere un leve tono de urgencia.
-Tengo que presentar unos deberes de matemáticas o me regañarán. Gracias otra vez.
-Gracias a ti por el dibujo. Yo tengo libre esta hora, me quedaré por el patio. Por cierto, no nos hemos presentado. Yo soy Ludwig.
-Y yo Adolf –responde el pequeño.
Vuelven a estrecharse las manos y el más pequeño se marcha, aferrando el cuaderno contra su pecho.
Ludwig lo mira un instante y luego observa el dibujo que su nuevo amigo le ha regalado.
En él hay un personaje que parece un caballero andante (una línea le brota del pecho y llega hasta una palabra que dice: “tú”) montado en un caballo cuyo cuerpo es una enmarañada constelación de letras. Es un caballo tejido de letras finamente entrelazadas.
El personaje-caballero sostiene una lanza y mira al frente.
A lo lejos se alza un muro.
El caballero en su caballo de letras parece dispuesto a abalanzarse contra el muro con intención de derribarlo.
Ludwig sonríe, dobla con cuidado el dibujo, lo guarda en un bolsillo y camina junto a los árboles del patio.
Empieza a silbar una melodía clásica.
Silba admirablemente.
