
Hoy hace dos años que Lost in Marienbad empezó su andadura. Han pasado muchas cosas: muchas escrituras se han asomado aquí y han volcado su traza, su trayectoria de lava, su paso leve o denso. El propio blog ha ido evolucionando en una lenta metamorfosis: empezó siendo un mero lugar de encuentro para compartir aficiones, ahora creo que el encuentro mismo es su razón de ser, que algo se ha tejido, se teje, entre todos (también con el silencio de las voces que leen y no se visibilizan pero que yo percibo siempre).
Éste es un espacio que vive y respira para los demás, algo que se hace entre todos, en una vibración cordial: estanque, quietud, remanso al que todos afluimos. Un lugar en el que el lenguaje es el de la grieta, lo pequeño, lo lento, lo contradictorio, lo inútil.
Una lengua tejida de márgenes, intemperie, periferia, ramas rotas: visión que pretende subvertir el orden del canon y de la percepción unívoca, consensuada, sancionada por las metafísicas de la presencia y los dispositivos disciplinarios que las vertebran desde un supuesto centro de sentido inexpugnable.
Lo callado.
Hablar bajito.
Alojarse en el intersticio: en el lapso: en la cosquilla.
Practicar la difuminación y el borrado de las huellas. Internarse en el bosque procurando que los pájaros se coman las migas que dejamos a nuestro paso.
La razón de ser: vibrar al unísono, en esa extraña ternura.
Por todo esto hoy quería, no celebrar el blog, sino celebraros a vosotros, por vuestra presencia generosa (o vuestra ausencia, también generosa), por acudir al encuentro y compartir tantas cosas en este viaje en el que todos, creo, nos hemos emocionado más de una vez.
Hoy es vuestro cumpleaños, el de todos los que estáis, los que os mostráis y los que no, y por eso os traigo un regalo: el cuenco de la fotografía.
Un cuenco con manos dentro, inscrustado de manos, desfondado de manos: manos ofrecidas, manos de barro inscritas en un círculo, manos de siembra, surco y canto.
Con esas manos de barro he intentado fundar esta morada. Como un niño campesino. Para el descanso.
Manos dispuestas a acoger, hoy y en los días siguientes, vuestras hojas caídas. Es un cuenco que recibe palabras, gestos, oblicuidades, transferencias, pálpitos, el lastre del día, lo solo y lo salvo, toda la ingravidez de lo que nos vamos siendo, el latido común que es orfandad y narración del abismo, la demolición de los cercos y la celebración del ahí, del intensamente ahí, bosque adentro.
Desnudez, entraña, cobijo.
Aniquilación del límite y construcción de un umbral que no es necesario cruzar porque nos va naciendo con la incertidumbre de nuestros pasos.
Ignoro quién hizo el cuenco y la fotografía, pero al encontrarlo he sentido que define perfectamente lo que he intentado hacer aquí. Es una imagen-síntesis: un eje del mundo, un árbol o centro que da cuenta de la alegría, la tristeza, la intensidad y la delicadeza con que me asomo a esta ventana de Marienbad que es más vuestra que mía.
Ahora mismo, si escucho atentamente, puedo oíros crecer.
Crecéis como un campo sembrado.
Crecéis dentro.
Por eso me gustaría que estos días dejárais una palabra, un olvido, una hoja caída, en el cuenco. Porque será para todos y se sumará a ese flujo imparable que mana desde todos, irrumpe y se interrumpe en la escritura y nos esboza el interrogante, la posibilidad de salvación y la cercanía.
Eso es todo.
Y algo más:
gracias
gracias
gracias