martes, 3 de agosto de 2010

Arrancarse a la luz: Jaisalmer, Bangalore



El abismo son las profundidades infernales, los ínferos, los mundos inferiores, el abismo es el jaos, aquella boca siempre abierta de la que los seres emergen tan sólo si la luz roza la materia primordial. Vibrando. La materia informe haciéndose luz al vibrar. Y en la luz, diferenciándose. Ser es salir a la luz, nacer es arrancarse a la oscuridad. Así pensaban los antiguos griegos: los seres emergen a la existencia al conformarse en la luz. Ser es existir.

De lo que hablo es de un regreso a la oscuridad. De lo que hablo es de desnacer. El mundo de la existencia se asemeja a una gran llanura en la que la luz juega. Su juego: los colores; las mil maneras en que la luz se esboza a sí misma; sus ritmos: las infinitas combinaciones con las que se ofrenda a sí misma. La luz se esmera en la llanura, y llamamos amor a ese modo que a veces tiene de permanecer admirándose a sí misma, detenida en alguna tonalidad, en alguna frecuencia inusitada. Amar es detenerse por un instante con gran intensidad en algún punto. Desear, es querer que en ese punto crezca una montaña, un árbol, un ser de carne o cualquier cosa que pueda nombrarse, y en el nombre la voluntad queda encadenada. La voluntad es la que nombra, la voluntad que es afán de permanencia, y al nombrar queda atrapada en lo que nombra, embelesada, ensimismada, pues en lo que nombra siempre se está nombrando a sí misma. El afán de posesión o de dominio no es sino el deseo de nombrarse a sí mismo perpetuamente.


Arrancarse a la luz, huir de la llanura y de las formas amables, es desnacer. Invertir el impulso de existencia, cerrar los ojos del cuerpo, desatender las múltiples llamadas que enamoran. Para ello pueden elegirse dos caminos. El primero, reducir todas las llamadas a una sola: el grito de un grajo, el hocico húmedo de un ternero, la línea oblicua que la sombra del sol traza bajo el gnomon de un astrolabio, el pliegue sedoso de un sari, el pecho de una mujer de trenza oscura, el barro cálido en el umbral de una choza o la curva de la cúpula de un palacio otomano. Una sola de esas formas puede invadirnos de tal modo que cuando nos deshabite perdamos con ella nuestro nombre y todas las maneras posibles de nombrarnos. Es el camino del eros: perderse por amor y hallar el vacío. Este camino supone a menudo el paso por la desesperación cuando se descompone la forma que nos ha ocupado. Lo difícil, aquí, es no ser presa del error demasiado frecuente de convertir el amor en deseo porque, en tal caso, al ser deshabitados, con el propio nombre perderíamos también el derecho al vacío y la posibilidad de franquear la frontera del mundo no visible.

El otro camino es el del thanatos. En algunos casos se parece al odio porque reviste el carácter de la negatividad pero se distingue de ello fácilmente: el odio es como la perla que la ostra construye con su saliva alrededor del grano de arena. Quien odia se defiende de una ofensa o de una molestia como el molusco de la piedra, convirtiendo en orgullo -en acto egoico- la sensación primera. El odio es una fuerza que nace de un dolor o de una frustración, efecto del deseo por tanto; proviene del hecho de que algo no se ha dejado poseer, y que para poderlo nombrar – para nombrarse en él- la voluntad ha tenido que rechazar. Las formas deseables se nombran de dos maneras: amándolas u odiándolas. El camino del thanatos no es el del odio, aunque tenga en común con ello algo de aparente rechazo. Este es el camino que he seguido para llegar a Jaisalmer.



El camino del thanatos es el más directo. El vacío se extiende sin mediación. Cualquier sentimiento es un peligro. Y aquí, no sé qué hacer aún con el sentimiento de compasión, el único que permanentemente me recorre.
He comprendido la atracción de las formas: la intranquilidad de los deseos pasajeros, su carga obsesiva cuando no son satisfechos, la hartura del corazón cuando, en cambio, se satisfacen sin medida. El deseo y el miedo, el repliegue y el despliegue, formas, todas, ambivalentes de atracción y rechazo: la gravedad de los seres, la misma ley que rige los átomos y los planetas. He comprendido que para el ser humano el logos responde al fuego que le consume: nombrar es arder en el deseo infinito de ser propiamente.
Pero la compasión aún me impide la objetividad.



Jaisalmer es la última ciudad al oeste de la India, en el Radjastán. Situada en el desierto del Thar, a pocos kilómetros de la frontera con Pakistán, tiene el aspecto de una fortificación abandonada desde la época de los mercaderes mogoles. Sus descendientes se han convertido en marchantes de tapices y proveedores de safaris en camello para turistas con afán de aventura a bajo precio y bajo riesgo. El turista es olfateado por los nativos como la carroña por los cuervos: son el alimento más preciado, sobre todo en ciertas épocas, en las que habrán de aprovisionarse para paliar el rigor de la sequía. La salazón del turista es, pues, el arte que dominan mejor, por cuestión de supervivencia.
Jaisalmer es, así, como cualquier ciudad india, una contradicción: a la vez un amplio mercado, una atracción para la vista, y un fuerte austero labrado en pleno desierto. El reto consiste en establecer la dialéctica. La síntesis ha de ser uno mismo. La lucha, la que habrá de establecerse entre los propios opuestos: el desierto interior y el mundo (de lo) acostumbrado, la nada y la llanura de colores, la noche oscura y el juego de la luz. El desafío: caminar entre tapices de sedas y brocados con libertad conquistada, viendo reflejarse en los espejuelos tanto el cielo monocromo y sin brillo como las fétidas alcantarillas que, abiertas, recorren la ciudad, calle abajo.



Los lugares nos quitan y nos dan su fuerza, pero cuando un hombre logra vislumbrar su propio centro, ese hombre se convierte en lugar para sí mismo y para otros seres a quienes presta su fuerza o se la resta.
Quise volver a divisar mis propias murallas, mi ciudad interior, y derrumbar de nuevo sus almenas demasiado fortificadas. Quise sondear sus pozos de agua clara demasiado resguardados, abrir brechas en las torres demasiado erguidas, quebrantar sus bastiones, embestir sus puertas, violentar y escandalizar a sus habitantes. Todo estaba tan tranquilo, tan protegido, que empezaba a dar asco.
Las ciudades interiores se edifican alrededor del centro llegando a menudo a ocultarlo por completo. Nos asentamos en ellas, y nos dormimos. Las ciudades interiores son ciudades-dormitorio, ciudades-balneario, ciudades-fábrica, ciudades-estante u otras, ciudades que nos mecen, nos apremian, nos consuelan, ciudades que siempre, de mil maneras, nos confirman. Su material de construcción es el hábito; reconocer es la consigna.
Por eso, para que tiemble el habitante de la ciudad interior, es menester destrozar el paisaje y quebrantar las costumbres, confundirle hasta que el cansancio le derrumbe, hasta que se quiebren sus planteamientos más sólidos, sus más estoicas propuestas, se disuelvan sus expectativas más remotas y su paciencia, y el ánimo más severo se contraiga ante la perspectiva de un nuevo combate.




El desierto no tiene sombras, por lo cual no puede medirse el tiempo ni la distancia de las estrellas a no ser que el propio cuerpo haga oficio de gnomon. Uno es su propio tiempo. Alrededor el tiempo no existe.
El tiempo de las cosas se mide por su sombra, y sólo el que no tiene sombra es eterno. El desierto, por eso, es eterno. Con el sol en el cenit un hombre pierde su sombra. Puede decirse que entonces se le otorga la posibilidad de estar en su propio centro, de no distinguirse de sí mismo. Por un instante, es un iluminado. Pero a la luz le gusta jugar en la llanura. Basta que aquel hombre levante un brazo: hallará su sombra debajo. Cualquier movimiento lo habrá de delatar. Basta con que quiera verse a sí mismo y comprobar la ausencia de su sombra: aparecerá la huella de su rostro a sus pies. Nadie puede estar iluminado y verse a sí mismo. El ser y el conocer no pueden ser simultáneos si existe una llanura o una línea de horizonte. Ser y conocer simultáneamente sólo es posible en el vacío porque en el vacío no hay nadie.



El horizonte en la llanura. El horizonte tras la llanura. La llanura, y luego el horizonte. Siempre venimos de donde estamos. Nunca llegamos a donde estamos. Los camellos se alejaron con paso silencioso, sus grandes pezuñas bífidas esbozando con extrema levedad el signo de lo grávido. El peso de un camello: la articulada densidad del mundo configurándose en la presión exacta.
Aprendo mis límites cuando con paciencia mido el peso de mi cuerpo, el ángulo que traza su sombra en las paredes y esas líneas que procuro borrar a fin de no perturbar el orden de lo visible. Aprendo mis límites proporcionalmente al deseo que tengo de convertirme en mirada y descansar en ella.



La India: una tierra que corta la mirada y exige luego el pago de la herida. Lamiéndome en las manos la sangre de mis ojos, me reconforto al pensar que algo he ganado después de todo: saber que el mundo, esa gran llanura de colores, irrumpe en el alma que va buscando su origen con la fijeza de una falsa llama que la entretiene y desazona. Saber que es preciso dejar de indagar -pues es recuerdo y anhelo toda búsqueda- y hallar el modo, simplemente, de invertir la mirada.

Templo del Toro (Bangalore)

Puede que yo no haya sido nunca aquella niña oscura a quien enseñaron a sentarse a la puerta del templo del Toro, ceñida la garganta por dos anillos de cobra suave y reluciente. Cuidadosa, prudente cobra deslizándose sobre huesos tan frágiles, apenas un pequeño tórax, casi una planta de coral que mirase hacia dentro, en la cueva donde nacieron los mitos.
No creo que haya sido ni seré nunca aquella niña. Un error de cálculo en la estrategia de los dioses me invitará a adoptar las maneras del animal que ciñe su garganta.

********

Violaron a una niña inglesa, anoche, en Bangalore. A él, le mataron. Dicen que fue casualidad, que no estaban juntos, que sus almas se habían separado mucho antes. Pero no lo creo. Yo los vi, a ambos, cruzando la tarde, ayer, ella sosteniendo una pereza azul en su vientre; él, unos anteojos dorados. Tan sólo los separaba la tela de algodón transparente que cubría sin ocultarla la estela de su cuerpo.

No fue casualidad, fue aquella blancura del tejido. Hay veces que la vida no soporta tanta blancura.

Textos: "Diarios indios", Chantal Maillard (Cuadernos "Jaisalmer" y "Bangalore").

22 comentarios:

Say dijo...

Stalker,
la luz, la luz, la luz...física...

¿Cómo se desatienden "las múltiples llamadas que enamoran"...

"Pueden elegirse dos caminos..."

"el grito de un grajo, el hocico húmedo de un ternero, la línea oblicua que la sombra del sol traza bajo el gnomon de un astrolabio, el pliegue sedoso de un sari, el pecho de una mujer de trenza oscura, el barro cálido en el umbral de una choza o la curva de la cúpula de un palacio otomano. Una sola de esas formas puede invadirnos de tal modo que cuando nos deshabite perdamos con ella nuestro nombre y todas las maneras posibles de nombrarnos. Es el camino del eros: perderse por amor y hallar el vacío"

El otro es el camino del thanatos en el que se encuentra la compasión que permanentemente corre entre las venas y salva del vacío...

"He comprendido la atracción de las formas: la intranquilidad de los deseos pasajeros", "el deseo y el miedo"...

"Los lugares nos quitan y nos dan su fuerza"...

Como Maillard siento que la ciudad interior es la que prevalece. La recorres y sientes ls fuerza extrema de lo que has vislumbrado. Y empiezas a romper diques, muros. Y golpeas fortificaciones para que el agua estancada salga, circule, vaya, arrase, reconozca la fuente, el origen...Y nazca un nuevo combate de vida...simple...
diáfano, extemporáneo...primario.

Asqueada por los fenómenos intransigentes.

El desierto no tiene sombras. El ser sólamente puede ser. Sin más.

La levedad del camello...

Invertir la mirada...

Convertirse en animal...

La blancura de la vida...tanta blancura...

Stalker, un abrazo. Maillard... qué bien reconoce, qué bien define lo que hay allí...allí...tan dentro...

Stalker dijo...

Say:

cómo te agradezco que te demores en estos textos para mí tan queridos y entrañados, que los vivas con intensa delicadeza y los ilumines desde dentro, acallándote y haciéndote, también tú, un pequeño animalito que se acerca a las fronteras del cuerpo-texto eternamente movedizo, intransigente en su fiera luminosidad y su ira dulce.

Benarés quedará para una estancia futura, y ahí el viaje se hará espinoso hasta dolernos los ojos, hasta violentar y destruir las estructuras de lo que la normalización sentimental nos dicta que es bello o conmovedor.

Definir lo que late allí, dentro, y que a menudo no queremos ver. Y hacerlo con una delicada y finísima penetración psicológica...

abrazos

Madison dijo...

Siempre me dejas impresionada con tus textos.
Los leo y vuelvo a leerlos despacio.
Me tomo un ratito de reflexión y luego (casi siempre) voy a buscar el o los libros que nombras.
Un abrazo Stalker

Eastriver dijo...

Intensa y radiantemente bonito (iba a decir bello pero me corto a tiempo... justo a tiempo). Me atrapan las palabras, hoy, aquí en tu blog, y te doy las gracias porque ello sucede cada vez menos a menudo. Me atrapan, me absorben, me sosiegan. Porque a veces, es cierto, es necesario salir, dar un portazo y salir de la ciudad interior, porque las aguas calmas acaban por dar asco, y porque es necesario buscar nuevas miradas que puede aportar el paisaje (entre otras cosas... porque el paisaje también derriba murallas cuando te observas en él). Me hipnotiza tu blog algunas veces, Stalker.

Stalker dijo...

Madison:

comparto tu impresión y estupefacción.

Hay quien nos enseña a "transitar por las cuerdas vibrantes de la nada", o a "cabalgar por las venas del dragón"...

Estos "Diarios indios" son, en todo caso, mucho más de lo que muestran unos breves fragmentos,

abrazos

Stalker dijo...

Ramón:

es tal como dices, así mismo...

Palabras que hipnotizan, me apresuro a decir (por si acaso no se ha visto la referencia) que no son mías, que pertenecen a un libro citado al final de la entrada.

Esta escritura nos irradia de intensidad y lucidez, es cierto. Acaricia y da estocadas, remueve, desasosiega y calma en un mismo movimiento des-centrador, lo cual provoca, quizá, extrañeza o distancia: el principio no visible de la salvación, acaso...

Dejémonos hipnotizar, Ramón, seamos piel y temblor en este cuerpo extraño (¡qué remedio!)

salud

Stalker dijo...

Olvidé señalar que las fotografías pertenecen a las ciudades de Jaisalmer y Bangalore, aunque imagino que esta precisión constituye una flagrante obviedad...

Unknown dijo...

Cada que publicas-escribes se me despierta la letra. Hay distancias que gozan el lenguaje, de tal manera, que acercan cada vocal al alma y hay un disfrute y un despegue a otros lados.

Gracias.

Stalker dijo...

D.:

es hermoso el despertar de la letra y que el lenguaje incline el discurso y esa raíz movediza que somos hacia el otro,

en la intensidad y el ahora,

abrazos

Lola Torres Bañuls dijo...

Stalker. No puedo decir nada. Leo y no no puedo decir nada. Vuelvo a leer y sigo sin poder... tiemblo y no quiero que nadie interumpa la lectura. El silencio en la lectura tal vez allí está el centro.

No sé, no sé que decir.

Gracias Stalker.

Stalker dijo...

Lola:

lectura y temblor.

Ni imaginas lo hermoso que es tu mensaje.

Un abrazo fuerte

Eastriver dijo...

Sí, sí... sé de quien son las palabras, procuro leer tu blog con la dedicación y el cariño que merece. Pero en ocasiones sabes encontrar la respuesta en los poemas que frecuentas, la respuesta que acaso necesita quien se asoma. Te llamaré Lost in Delfos si sigues así.

Stalker dijo...

Ramón:

Lost in Delfos es un gran nombre paara un futuro avatar de Marienbad...

Se agradece el cariño, la atención, la presencia.

Saravá...!

Belnu dijo...

Lost in Delfos!

Stalker dijo...

Belnu:

Lost in Delfos... ¡todo se andará!

abrazos

raúl quinto dijo...

Propongo hacer una recolecta para mandar a Stalker a la India

Stalker dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Stalker dijo...

Simpático, Raúl...

(De los textos, ni una palabra, claro)

Lola Torres Bañuls dijo...

Y cuando Stalker vuelva de la India escucharemos pacientes "Los relatos del pequeño Stalker en el país de las vacas sagradas".JAJAJA.

- Erase una vez un Stalker que se leyó tan intensamentes los Diarios Indios de Chantal Maillard que logró entrar en el libro. Allí observó como las letras eran vacas sagradas de todos los colores. Asustado un ave zancuda intantaba comerselo pero el pequeño Stalker conseguía esquivarla y asomaba la cabezita enter las enormes patas de las vacas...

Disculpa Stalker debe de ser la calor...

Stalker dijo...

Lola:

¡Es delicioso tu cuento, una mezcla de viaje chamánico-lisérgico a las profundidades de mi inconsciente!

En efecto, he vivido dentro de ese libro, que está en mí, arraigado, y continúa dando frutos, a veces por rincones que no sospecho...

Abrazos y gracias por alegrarme el día...

Portinari dijo...

Maravillosa la sonrisa de Chantal, y el último fragmento demoledor de toda estructura.

Arrancarse a la luz, es, desnacer. Invertirnos, estar adentro. Ser la ciudad y el desierto.
Quemarse de tantas posibilidades.

Stalker dijo...

Portinari:

sé que tu comprendes todo esto a la perfección: la ciudad interior y sus bastiones, la llamada, el desierto, el doble movimiento de arraigo-desarraigo, y luego otra vez arraigo...

un abrazo

 
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