sábado, 24 de abril de 2010

Pequeño mito de creación



Aparna-Loki, hastiado de la embriaguez de los dioses, se reservó un lugar tranquilo. Se armó de paciencia y cagó una enorme mierda minuciosa. Le rezó durante nueve lunas, en la lengua prohibida de la herrumbre. Al cabo, de la mierda empezó a brotar una cabeza, cuello, manos, tronco y surgió un niño todo entero.

Aparna-Loki lo instruyó en las secretas artes de la defecación y el niño cagó otra mierda enorme y minuciosa. Juntos le rezaron durante nueve lunas, en la olvidada lengua de la corrosión. Al cabo surgieron unos cuernos, morro, tronco, ubres, patas, una vaca toda entera.

Vaca y niño se reconocieron y Aparna-Loki los envió a destruir el corrompido mundo de los hombres para reconstruirlo luego, engendrando la realidad en un ritual emanantista y sucesivo.

Los hombres descubrieron, con pavor, que los libros proféticos habían mentido: ni ángeles, ni plagas ni trompetas. El fin del mundo era un niño y una vaca. Una sonrisa demolía un edificio y un movimiento de pezuña bastaba para aniquilar un ejército. Borrados los hombres de la faz de la tierra, vaca y niño cagaron un mundo nuevo, un mundo de búfalos, escarabajos, linces y culebras. Se extinguió toda huella de la ferocidad de los primates bípedos dotados de conciencia hipertrofiadamente depredadora.

Y Aparna-Loki, el enemigo de los hombres, aquel que en sus tradiciones es representado como demonio o espíritu maligno, se eclipsó en un lecho de estiércol

y menguó en niño de sal prohibida

y en latido se entrañó al fin.

viernes, 9 de abril de 2010

La memoria en lento alud. Simetrías, destellos, resonancias.





Una secuencia de la película Doro no Kawa (1981), “Río turbio”, de Kohei Oguri. El pequeño Nobuo descubre una barca atracada a la orilla del río o canal junto al que vive. Conoce a un niño y una niña, hermanos. No van a la escuela. Viven en la barca. Juegan. Se ocupan de las tareas domésticas. La barca consta de dos habitáculos: en uno viven los niños y en otro su misteriosa madre, de la que sólo conocemos la voz (sólo llegaremos a verla muy avanzada la película; el padre, no hace falta decirlo, está ausente y prácticamente nunca se habla de él). La voz-madre, emergida de un cuerpo invisible, imparte órdenes que son obedecidas con una sumisión automática y una precisión extraordinaria. Nobuo se hace amigo de los niños, viven diversas aventuras –triviales a ojos de los adultos, infinitamente significativas y emocionantes para ellos-; la madre seguirá siendo una figura misteriosa para Nobuo: lejana, inescrutable, intocable. Nunca la veremos tocar a los niños ni ejercer sobre ellos otra cosa que no sea una lánguida cortesía distante. Nunca saldrá de la barca ni sabremos a qué se dedica (algunos indicios sugieren la prostitución).

A lo largo de la película, algo, un leve estremecimiento, se insinúa en mi conciencia de espectador. De pronto descubro que la película presenta una situación estructuralmente idéntica a un episodio de mi propia infancia que hacía muchos años que no recordaba.

Pasé parte de mi niñez en Ohanes, un apartado pueblo de montaña en las Alpujarras almerienses. Vivía en un caserón lóbrego, enorme, en una calle empinada (como todas las del pueblo, que parecía siempre a punto de escurrirse por la ladera de la montaña). Unos veinte metros calle abajo había una casita destartalada, casi en ruinas. Ahí, a los ocho años, un día descubrí que vivía una niña cuyo nombre no consigo recordar. Tenía el cabello oscuro, liso y largo, la piel aceitunada, y los ojos eran de un verde intenso que te atravesaba. Aquella niña, al contrario que yo, no iba a la escuela. Aquella niña vivía sola en aquella casa, sola con su abuelo. Y aquí es donde la analogía trabaja de forma más impactante para mí: su abuelo, como la madre de los niños en la película, era una presencia invisible. Era sólo una voz que surgía, a veces áspera y remota, de la parte alta de una escalera interior. Era una voz neutra que sólo impartía órdenes a la nieta: órdenes que eran recados sucesivos que la niña tenía que cumplir con precisión de metrónomo.

Aquella niña y yo nos hicimos amigos y jugábamos en los intervalos de los recados del abuelo. Recuerdo que me acercaba a la puerta de su casa (una puerta que estaba siempre abierta, de día y de noche) y la llamaba. Nunca me atreví a entrar en la casa, ni se me invitó a hacerlo. Si ella no estaba, me respondía la voz indefinida del abuelo, desde lo alto de una escalera estrecha cuyo final resultaba invisible desde mi posición en el umbral.

Jugábamos a muchas cosas, pero se me ha borrado casi todo. Sí conservo, intacto, el recuerdo de cómo leíamos el cómic de un pato verde con una gabardina, previsiblemente un detective privado, y proyectamos hacer una pequeña obra de teatro basándonos en él. La obra nunca se llegó a realizar, pero pensamos en todo –vestuario, escenario, en definitiva todas las cuestiones relativas a la puesta en escena, término que, evidentemente, desconocíamos- e incluso nos llegamos a aprender los diálogos, que ensayábamos con fervorosa diligencia todas las tardes…

Es curioso que, por más que me esfuerce, no recuerdo el nombre de mi amiga, pero sí su voz. La voz: lo más íntimo que tenemos, lo más interior-exterior, la verdadera piel del alma. Tocar la voz del otro y acariciar su textura como si se deslizaran los dedos por telas exóticas, reconociendo la trama, la pulsión, el estar del otro. Aquietarse ahí, en ese dentro súbitamente exteriorizado de la voz con el que siempre, con la atención dispuesta, podemos armonizarnos.

Poco después, la niña y el abuelo desaparecieron misteriosamente, sin dejar rastro. Como los niños y la madre de la barca al final de la película Doro no Kawa. No volví a saber nada de ella, ningún vecino supo los motivos de la partida, ni adónde se dirigieron. Llevo dos días preguntándome qué habrá sido de aquella niña, si estará bien y si en algún momento de su vida habrá recordado nuestros juegos y los entrañables diálogos del cómic del pato detective…

La memoria quizá funciona así: opera por analogía, si se le presenta una construcción que vibra en armonía con esas imágenes borrosas o enterradas, de pronto éstas despiertan, nos reclaman. La memoria: palimpsesto, pero también caja de resonancia siempre dispuesta a que se activen las huellas, las señales de combustión, los significados calcinados del pasado. Esas esquirlas de la memoria, invisibilizadas por la opacidad de las infinitas capas de recuerdos que va acumulando el proceso de decantación de lo cotidiano, emergen, se recomponen y revelan su secreta urdimbre. Se nos muestra, entonces, un relato coherente que pide que nos reconozcamos en él. Basta una imagen fundacional, un sonido, un mínimo destello, para que se active el efecto resonancia y el géiser, el hambre, la falla tectónica, quieran despertar.

Nada que no se haya pensado ya con gran sutileza y penetración, pero… qué nuevo, qué sorprendente, qué infinito cuando lo vivimos carne adentro, y descubrimos que no es sólo un hábil recurso literario.

He elegido estos dos fotogramas de la película porque son la mejor manera que tengo de acercar las sensaciones que me invadían al aproximarme a aquella casa. Esa curiosidad, esa perplejidad, ese tiempo que se empoza en el mirar. Los ojos de ese niño también fueron mis ojos, quizá nunca dejaron de serlo…

lunes, 5 de abril de 2010

Anise Koltz. Pequeña palabra de caracol



Salimos del mar
hace miles de millones de años

Nos prometieron la tierra
por la boca nos saldrá

***

Me duermo en mi cama
y me despierto
en un terreno baldío

Al rato un ángel
me trae mi nombre
y mi vejez

***

Mi madre cabalga por los bosques
imita el reclamo del búho
se viste con hojas
y plumas

Cuando pasa
ante mi ventana
el paisaje zozobra

***

Al atardecer
el hombre vuelve
con su manada de búfalos

Golpea el suelo
con los pies desnudos
y detiene el sol

***

Mis poemas me resultan extraños
como pinturas rupestres

Ignoro su origen y su edad
a veces reconozco un detalle
un animal familiar

***

En este planeta doliente
ya no hay Dios

Todos sus panes
se han convertido
en piedras

***

Dios
te imploro
como si existieras

Baja de tu cruz
nos hace falta leña
para calentarnos

***

Cada ser
se lleva su misterio
a la muerte

Pero en el fondo de los cementerios
los dioses se pelean por sus sesos
que comen
en cuencos de plata

***

Cuando las palabras
ya no habiten
mi boca

la colmaré
de piedras

***

Si yo fuera rica
compraría a Dios

Reivindicaría la felicidad
para cada ser humano

Haría de él un herético

***

La muerte se apoya sobre mi bastón

Mientras con lentitud
me acerco a mi tumba

Dejo tras de mí
una baba plateada

(Trads: José M. G. Holguera y Evelio Miñano)

miércoles, 17 de marzo de 2010

Cine-raíz



En Caracol (Katatsumori, 1994), Naomi Kawase se acerca a una ventana y observa a tu tía abuela, que la crió desde pequeña, mientras ésta trabaja en el jardín. Acerca la mano al cristal (con la otra sostiene la cámara de filmación casera) y acaricia la figura difuminada de la anciana, sus contornos, su sombra... Un par de secuencias más adelante sale de casa, se aproxima a ese cuerpo menudo, encorvado, y toca su rostro. Una cámara, una mirada, una visión para tocar, para palpar lo real: no otra cosa es ese vuelco en lo inmediato que a veces, en el cine de Kawase, se cifra en un inventario gozoso de los objetos que encuentra a su paso: Me fijo en aquello que me interesa, La concreción de las cosas con las que trato de relacionarme de múltiples maneras (1988) darán cuenta de una ética de la mirada, de una ontología de la imagen que se quiere material, que atiende a las asperezas, las fracturas, las apelaciones del tacto. Un cine para acercarse, para abolir la separación de los cuerpos. Tanto en las películas caseras, que dan forma a un diario íntimo que se enriquece con sucesivas entregas a lo largo de más de dos décadas, como en los films de ficción, Naomi buscará acercarse, negar la escisión, palpar los seres en lo más hondo que tienen: su superficie. Su mirada no ejercerá violencia sobre la materia, sino caricia. Caricia que acerca. Shigeki se abraza al árbol muerto, se echa a dormir en un agujero excavado en la tierra. Shigeki y Machiko se acompañan, en un doble movimiento compasivo, hasta cruzar el umbral que agota el tiempo del luto, amparados por un bosque vibrante que observa y acoge su trayecto (ese mismo bosque que ha aparecido aquí varias veces).

En otra latitud vital y cinematográfica, el Alain Leroy de El fuego fatuo (Louis Malle, 1963), se desesperará porque es incapaz de acercarse. "Si sólo pudiera tocar..."

Si el cine de Bresson es un cine para oír, el de Naomi Kawase es un cine para tocar, para conmover las estructuras íntimas, heredadas, aprendidas, inoculadas, que nos fuerzan a la distancia con los otros. Para desestructurarlas con la mirada frágil que se posa en un mínimo gusano, una flor o una tela de araña, en una celebración gozosa de la presencia que irrumpe en el campo de visión-tacto. En La danza de los recuerdos (Tsuioku no dansu, 2002) filma a un amigo fotógrafo, enfermo de cáncer terminal. Lo hace con la delicadeza de quien acompaña, en el gesto, en el tiempo, a quien se va. Sin dramatizaciones. Sin subrayados: un ahora que se infiltra lentamente en el receptáculo inviolable: alma-raíz desanudada.

Cine, también, para derribar la mirada asimétrica, colonizadora, reduccionista: para vencer a la mirada expoliadora que sustrae e imponer (no imponer: sugerir) la mirada acariciadora que da.

En sus películas, por eso, hay tantas imágenes que son como madrigueras que conectan espacios imposibles. Imágenes fundacionales, imágenes-cobijo para quien pueda hacerse lento con ellas, acompañándolas.

Caracol. Tender los ojos que tocan hacia lo real y, hallado el regazo, yacer en él.

sábado, 27 de febrero de 2010

Chantal Maillard en Pròleg







El 15 de enero Chantal Maillard dio una lectura en la librería Pròleg de Barcelona. Hace unos días, en el Blog de les llobes, encuentro estos vídeos que nos regalan fragmentos de la misma (¡muchas gracias!). Aunque el sonido no sea muy nítido (en concreto, con una gran distorsión en los registros o notas altas), es de agradecer disponer de un documento así. Por otra parte, en su blog Una habitación propia, Aïda nos ofrece esta crónica, que me pareció muy delicada y penetrante, además de muy afín a lo que yo mismo sentí. Reproduzco el texto con su permiso y le doy las gracias por ese estar-ahí, por ese demorarse y adelgazar la atención hasta captar lo que acontece en todas sus fisuras... También me ha parecido extraordinario cómo en su texto introduce frases de la lectura de Maillard, en cursiva, para dar cuenta de los propios estados anímicos de su conciencia espectadora. La estricta re-flexión: la atención a lo otro abre un cauce en lo propio y nos ahuecamos en sus palabras para vibrar al unísono. De nuevo, agradecimiento y dejo espacio a las palabras de Aïda:


"Confieso que es la primera vez que no traigo los deberes hechos" se disculpa Chantal Maillard, con voz entre serena y tímida, mientras busca entre sus libros el poema como respuesta, un único verso preciso que dé comienzo al recital. La sala está abarrotada y yo, sentada en el suelo, intento abrir paso con la mirada entre la gente que esta tarde ha acudido a la Llibreria Pròleg para pasar un rato en compañía de la filósofa y poeta. No consigo vislumbrar más que una parte de su brazo y me resigno, recordando aquella clase de Bases psicopedagógicas en que el profesor aseguraba que las personas afectadas de la vista desarrollan mejor el resto de los sentidos. "Será interesante", pienso, "escuchar, más allá de oír" (¿la diferencia? la intención, la consciencia de estar atenta, la percepción de los matices de una poesía sin rostro, de el primer grito del mundo, oculto tras la sonrisa).

Antes de que dé comienzo la tertulia/recital, que introduce magistralmente Concha García, me hago con uno de los libros que han sido dispuestos en una mesa de la entrada, con intención de ser vendidos. Me dejo llevar por la intuición y por un elemento tan absurdo y a la vez tan importante en la elección de una lectura como lo es el título de ésta: Matar a Platón. Me gusta.

Tras una breve introducción no demasiado definida en que realmente sí se echa en falta una línea que vertebre la lógica de la sesión, Chantal nos habla de los hilos y los husos, de la conciencia y del gozo, de la inocencia y del , y nos va envolviendo a todos en una atmósfera creada por una lectura de increíble profundidad (alguien me dijo una vez que para ser buen escritor no sólo hay que escribir bien, sino que hay que saber leer; en este caso, la voz, el tono y el ritmo están perfectamente estudiados), de forma que, al rato, a uno ya no le importa que el recital no siga un orden preestablecido, porque está inmersa en ese mundo en el que el desplazamiento se efectúa (se quiera o no) saltando de un huso a otro. Allí, absorta en un ambiente cálido, de una intimidad extrema, algo de mí está triste, yo no lo estoy. Es imposible estarlo cuando una tiene la certeza de hallarse ante una persona cuyas palabras revolucionan (palpan, sacuden y dejan temblando) un mundo interior intencionadamente anestesiado.

Porque la poesía de Chantal es profunda e inteligente, elaborada como pocas. Ella misma reconoce que no hay palabra gratuita y que la reflexión sobre el contenido ha sido concienzuda y trabajosa. Todos los sentidos deben estar puestos en cada idea, consistente, con razón y peso propios. Densa, renovadora, dura, maneja el vocabulario a su antojo, haciendo un uso particular del lenguaje que le da un tono personal. El sello de la poetisa está impreso en cada estrofa.

Hora y media después de comenzar su charla, Chantal cae en la cuenta de que aún no ha mencionado, siquiera, el título del libro que venía a presentar. Nadie se ha percatado hasta ahora, pero si la intención del evento era "vender" a la escritora lo han conseguido con creces. Da igual si el motivo que nos ha reunido allí ha sido el parto de Hainuwele y otros poemas, nadie quiere abandonar Pròleg sin un ejemplar - el que sea - de esta admirable mujer a la que algunos acabamos de descubrir y otros seguían desde hace tiempo.

Particularmente, y, ahora sí, basándome en algo más que en el título, me decido por el libro de poemas Hilos y por el diario, Husos. Notas al margen, a partir del cual fue concebido el otro y que nos ayuda a comprender algo mejor (nunca del todo - ésa es la gracia - ) el origen y el desarrollo de las ideas de Maillard.

No se me ocurre una tarde mejor aprovechada que ésta. Vuelvo a casa con una sensación de gratitud inexplicable. Se dispersó momentáneamente mi incapacidad para el ahora. Hoy soy un poco más yo. O un poco más . Me sobrevuelo.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Robert Bresson: Traducir el viento invisible por el agua que esculpe a su paso



¿Quién es tu maestro? Robert Bresson.

Patti Smith


-Realizador o director. No se trata de dirigir a alguien, sino de dirigirse a uno mismo.

-Nada de actores.
(Nada de dirección de actores).
Nada de personajes.
(Nada de estudio de personajes).
Nada de puesta en escena.
Sino el empleo de modelos, tomados de la vida.
Ser (modelos) en lugar de parecer (actores).

-Modelos:
Movimiento del exterior hacia el interior. (Actores: movimiento del interior hacia el exterior).
Lo importante no es lo que muestran sino lo que esconden, y sobre todo lo que no sospechan que está en ellos.
Entre ellos y yo: intercambios telepáticos, adivinación.

-Aplanar mis imágenes (como con una plancha) sin atenuarlas.

-Oponer al relieve del teatro lo liso del cinematógrafo.

-Nada de música de acompañamiento, de sostén o de refuerzo. Nada de música en absoluto.
Es preciso que los ruidos se conviertan en música.

-Asegúrate de haber agotado todo lo que se comunica por la inmovilidad y el silencio.

-No corras tras la poesía. Ella penetra por sí sola a través de las junturas (elipsis).

-Quien puede con lo menos puede con lo más. Quien puede con lo más no necesariamente puede con lo menos.

-El cine sonoro ha inventado el silencio.

-Cuando un sonido puede reemplazar una imagen, suprimir esa imagen o neutralizarla. El oído va más hacia el interior, el ojo hacia el exterior.

-A tácticas de velocidad, de ruido, oponer tácticas de lentitud, de silencio.

-Actores. Cuanto más se acercan (en la pantalla) con su expresividad, más se alejan. Las casas, los árboles se acercan; los actores se alejan.

-Traducir el viento invisible por el agua que esculpe a su paso.

-Fracaso del cine. Desproporción entre unas posibilidades inmensas y el resultado: star-system.

-No se crea agregando, sino suprimiendo. Otra cosa es desarrollar. (No desplegar).

-Sacar las cosas de la costumbre, descloroformizarlas.

-¡Cuántas películas remendadas por la música! Se inunda de música una película. Se impide ver que en esas imágenes no hay nada.

-Todo movimiento nos descubre (Montaigne). Pero sólo nos descubre si es automático (no gobernado, no deliberado).

-Recuerdo una vieja película: Treinta segundos sobre Tokio. La vida quedaba en suspenso durante treinta segundos admirables durante los que no pasaba nada. En realidad, pasaba de todo. Cinematógrafo, arte, con imágenes, de no representar nada.

-Un gran pianista no virtuoso, tipo Lipatti, toca notas rigurosamente iguales: blancas, idéntica duración, idéntica intensidad; negras, corcheas, semicorcheas, etc., ídem. No aplica la emoción sobre las teclas. La espera. Ésta llega e invade sus dedos, el piano, él mismo, la sala.

-Sé tan ignorante de lo que vas a atrapar como lo es un pescador empuñando su caña (El pez que surge de la nada).

-Lo real llegado a la conciencia ya no es real. Nuestro ojo demasiado pensante, demasiado inteligente.
Dos tipos de real: 1º Lo real bruto, registrado tal cual por la cámara; 2º lo que llamamos real y que vemos deformado por nuestra memoria y por falsos cálculos.
Problema. Hacer ver lo que ves por mediación de una máquina que no lo ve como tú lo ves.

Notas sobre el cinematógrafo, Robert Bresson (trad. Daniel Aragó Strasser)

martes, 2 de febrero de 2010

Razón de estado. Un poema de Antonio Méndez Rubio



Lo que no hay que decir:
para qué. Rézale únicamente
a quien entonces dio la explicación.
Un temblor de animal recorre el fondo.
Tantos rostros miraron desde arriba
que el final no se vio. La tortura se concibe anónima
desnudez: pero en la desnudez
se amanece también
sin la luz
a no ser
que se agradezca el crepitar del miedo.
Para qué. No hablar desde la voz.
¿Decir? No es tampoco una ayuda.
Elegir responder.
Y cavar, y cavar. Y más cal viva.
 
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