
1 ASSI GHAT
El olor a zotal contra la neblina que oculta las orillas del Ganges. Campanas, gorriones, voces, sonido de chanclas que se arrastran. La mañana es turbia, y más suave, más llevadero el desarraigo entre tantos seres que adivino agitándose en lo concreto, afanándose en lo que son. Ésa es la diferencia entre este bullicio y el de nuestras ciudades occidentales donde cada uno tiende a lo que no es, cumpliendo ritos que le separan de los otros. Ritos que separan -los ritos mentales- frente a los ritos que congregan. La soledad no es tanta aquí donde los ojos apuntan hacia fuera, directamente. En Occidente ya no sabemos mirar afuera sin dar el rodeo por ese falso adentro que es la mente. Por eso el afuera nunca ocurre dentro tal como se presenta, y es necesario recurrir a la filosofía de la representación. Todo idealismo es consecuencia de una pérdida de inmediatez, es la sistematización del desdoblamiento especular, un diagnóstico de la enfermedad o la pérdida.
Sería recomendable el desmayo. Desmayarse un poco hacia dentro para dar paso, para abrir el cauce, para estrangular el innecesario meandro formado por la acumulación de sedimentos en la cuenca este del cerebro.

24 CHAUKI GHAT
Niños jugando en el polvo de las losas.
Niños de polvo.
Polvo jugando a ser niños sobre las losas.
Brahma jugando a ser polvo.
Yo: la losa.

40 MEER GHAT
El asedio. La canción que los niños aprendieron. La canción del asedio. Responda. Decimos lo que hemos de decir. Responda. Decimos las palabras mágicas. Debe responder. Hello Madam, hello what's your name. Hello no contesta. El juego no funciona. No hay respuesta. Algo no funciona. No te sientas, te asediamos. Si contestas estás muerta. Pillada, apresada en nuestra red. Pequeñas manos me palpan los bolsillos, la piel, buscan lo que aprendieron a buscar y a recibir. El juego se ha frustrado. Esta presa no responde. El animal ajeno, el extraño, el extranjero.

La perra negra es especialista en fetos. Tiene tiña como casi todos los perros de Benarés, pero sabe como ninguno rastrear los fetos hinchados que las aguas devuelven a la orilla. Aquí está. Empieza por el cerebro. Una joven japonesa se acerca a la escena, se pone la cámara en la cara. Duda. No se atreve a disparar. Los intestinos ya se escapan por el cuello derramándose entre las guirnaldas amarillas y las bolsas de plástico que se estancan en el ghat y un olor nauseabundo corre como una brisa rozando el papel en el que escribo. El suelo de piedra ya cobra el tono rosa de la sangre aguada. La perra se relame. Da unos pasos a lo largo del ghat y vuelve al festín que ya es un tronco abierto por la espalda. Tres niños juegan a sumergir guirnaldas a su lado. La perra cumple con el cielo, restituye la carne a otra carne, lo impuro a lo impuro, devuelve a la totalidad la parte que le corresponde. Ya no puede reconocerse a qué ha pertenecido el trozo de carne que bambolea entre la pata derecha del animal y su hocico. El sol se está poniendo despacio en los escalones. Los niños juegan.

¿Que qué he venido a hacer aquí? ¡La gran pregunta! Ahora yo preguntaría ¿qué estuve haciendo allá? Un año, dos años de quejido, replegada sobre mí como una puerta mal cerrada, viéndome en mi propio quicio, encarando mi reflejo sin cesar, sin tregua. Sin tregua viéndome frente a mí misma en aquel espacio hueco, aquel espacio del yo que siempre, siempre es una ausencia. El yo es una ausencia. Cuanto más cerca estamos del yo más se ensancha la ausencia.
Vienen aquí muchos, como vinimos nosotros, cargados con ese yo, con toda su ausencia a cuestas. Se confunden con ella, con la ausencia. Son huecos andantes, huecos hambrientos, y todo lo que engullen, lo que se llevan, lo que coleccionan, todo se anonada en el hueco, ensanchándolo.
¿Qué vine a hacer aquí? Vine a no saberme, vine a estar. Hago: leo, estudio, escribo, miro, estoy. Estoy en lo que hago, soy lo que hago. Estoy en lo que miro. Soy lo que miro. No estoy. Dejo de estar frente a mí misma.
Sólo el recuerdo de la pregunta; ¿qué vine a hacer aquí? me despierta el otro recuerdo: el de quién preguntaba, al inicio del viaje, por la razón del mismo. Y el espacio que se ha abierto entre quien preguntaba y quien ahora escribe es tanto que me cuesta reconocer la identidad del "mí misma".
Quiero estar aquí. Por eso vine. Simplemente vine para querer estar donde estoy. Sorprendente respuesta, por inesperada. Lo que pensé que sería un adiós definitivo a este lugar resulta ser un encuentro. Un encuentro más allá de lo esperado, más allá de cualquier idea de encuentro o desencuentro.
Vine sin expectativas. Necesaria eliminación del lenguaje que fuerza a las sensaciones. Necesaria limpieza. Necesaria, imprescindible negación. Necesaria, imprescindible des-ilusión. Sólo es posible el encuentro para quien anda desprovisto de esperanza.
El "es" está fuera, no dentro. Dentro es falso. Quien mira adentro con el fin de encontrarse hallará el hueco. Engaños de los falsos místicos, los repetidores de fórmulas. Estamos donde nos proyectamos. Fuera. El error fue establecerse dentro.
O tal vez no fuese un error. Vine aquí con mi hueco. Vine montada en mi ausencia. De repente, el vehículo desapareció. Me encuentro andando con las patas de los búfalos, con la única pierna del tullido, con las tres patas del perro y con su sarna y algo realiza por mí las funciones del cuerpo, sin mí.

El templo de las sesenta y cuatro yogini, oculto en la red de callejuelas del centro de Benarés. Imágenes cargadas de energía. La diosa está en la piedra y en el metal, en la imagen misma, allí donde se la reverencia. La imagen no representa a la diosa, la imagen es la diosa. ¿Cómo no ha de serlo? La invocación de miles de fieles la carga a diario: la imagen es una pila, un almacén activo. Basta con situarse a la distancia correcta. Basta conectar para recibir.
Ella/s son fuerte/s. Durga y Kali frente a frente. Sus espacios convergen. Establecen líneas de energía. Líneas terribles, a la vez beneficiosas y maléficas. Durga, la bella y Kali, la terrible mirándose perpetuamente; madre e hija, ambas vestidas/tapadas con telas rojas. Oculta, su desnudez, con el color de la sangre y la vergüenza de estos tiempos. Yo conozco su desnudez. Por primera vez, me sitúo entre ambas. Yo, con los pies encorvados tratando de evitar el contacto con la piedra helada del templo, me apoyo en la montura de la diosa y las contemplo una a una, una tras una.
Son la misma. La serena, hermosa figura de Durga y la depredadora, la de la lengua roja, son la misma, los dos aspectos de la misma fuerza.
Dentro de mí, le añado serenidad al combate. Le añado construir a la destrucción. Le añado círculos a las cenizas. Le añado juego, juego cósmico a la nada.
Ya nada puede vencerme.
Yo soy la que juega y el juego mismo.

¡Muéstrame tu dios y te diré cuál es el color de tu miedo!

El lugar sagrado: un abrevadero. Centro que re-une por la naturaleza de su energía, aquella en la que todos los miembros de una comunidad se abrevan. Lugar que devuelve lo común, que vuelve a hacer comunitaria la energía disgregada. Un/a dios/a es un lugar sagrado o su núcleo.
Convertirse en dios: neutralizar lo personal, erradicarlo, limpiar la energía de aquello que la diferencia, convertirse en lugar común, lugar para la comunión. Ser un abrevadero.
"Yo soy Eso"", "Yo soy Dios": quien puede proferir estas palabras ha desparecido, anulado el yo que se pierde en el Eso, donde todo converge, lugar que remite a lo común de todos.
Pero Occidente ha invertido el camino. Ha perdido a sus dioses. Los dioses de Occidente se descargan, sus lugares se ahuecan.

Los niños se proyectan en sus muñecos. Los niños comparten sus muñecos. Su juego: sistema de interrelación. Exteriorizan su pre-mundo interior y, al hacerlo, construyen un mundo común, un mundo que habrá de pertenecer al grupo: aquellos que participan en el juego. El juego excluye a los que no juegan. El juego juega. Los otros se exteriorizan en otros sitios, de otros modos.
Los muñecos de los niños: los dioses de los hombres. Destruir los dioses ajenos es destruir al otro, al que no es igual, al enemigo, el que juega de otro modo. Destruir lo externo para destruir lo interior. Romper la proyección para desequilibrar, para aniquilar al otro quebrando su unidad, el lugar común, el núcleo que le hace fuerte.
Ahí donde no hay muñeco hay un niño "introvertido": un niño vertido en sí mismo. Ahí donde no hay dioses empieza la soledad compartida, la in-comunicación.
La diferencia entre el niño y el adulto: éste, al juego le añade la creencia, y la defensa de su creencia es su autodefensa. El muñeco puede ser reemplazado; el niño no cree: representa. El dios, una vez revestido de creencia, es el endurecimiento de la proyección. El yo ya no puede reabsorberse, la proyección es más fuerte, más sólida que lo proyectado.
El blanco
Me apuntaron a mí,
pero ahí donde llegó el dardo
no había nadie. -¿O sí lo había?
Yo acechaba detrás de un árbol.
Vi algo caer.

El problema de fondo de la moral, de toda moral: el deseo de permanencia del individuo. Por eso la moral echa mano de un modelo metafísico. Frente al modelo de la copia (Platón), el modelo del simulacro (Deleuze) que, eliminando el orden jerárquico (la Idea o el Padre), asume la universal orfandad y propone la imagen de un universo transformativo en el que las individualidades son puntos que se modifican mutuamente. Una red de relaciones. Puntos sin duración. Sin duración no hay identidad. No es necesaria. La identidad se disuelve en la red y la red es torbellino. No es una red de pescador, no apresa identidades. La red es torbellino. Los puntos son núcleos de fuerza. A veces estallan, otras veces se disuelven. Son intensidades.
Hace tiempo que el concepto "ser" no sirve a los propósitos de un sistema comprensivo del universo. Tal vez fueran, ahora, más efectivos los conceptos-símbolos, las imágenes simulacros. Durga y Kali, por ejemplo, símbolos activos.

Los búfalos miran desde su centro. La calma del núcleo se instala, al tiempo que la neutralidad moral, cuando miro el búfalo mirarme.
No proyectemos nuestra moral en los animales, no les "domestiquemos", no marquemos en su piel nuestras dicotomías. La moral es el convenio que regula las relaciones periféricas: las del mí. Las relaciones nucleares son del
ethos. La ética es el habitar en lo propio allí donde la fuerza se iguala, condensada en la no-diferencia.

Proporciones: medidas (de las) fuerzas, medidas-fuerza que corresponden a/conforman una entidad.
Cualquier cosa, cualquier "algo" es la suma de sus proporciones.
Dimensiones: longitud de fuerza: modo vibratorio.
Medidas: configuración: espacio + movimiento (tiempo).
Mi percepción forma parte del mundo. Medida y medición a un tiempo.
Percibir el no-mundo: una contradicción. No percibirlo: el conocimiento no ha lugar. ¿La conciencia del núcleo? Tal vez. Pero el lenguaje no es adaptable a lo percibido y sus contrarios. Los contrarios tampoco sirven.
La imagen, tal vez la imagen.
La imagen-símbolo: imagen-fuerza.
La conciencia, esa conciencia, es creadora. Forma. Conforma. (Mide). Y de nuevo el espacio. Y el habla hace el tiempo. Y de nuevo un mundo. Conciencia extra-vertida. Núcleo expandido. La rueda en movimiento.
Digo rueda y utilizo una imagen. Digo rueda y el pensar procesa. Digo rueda y ya gira la rueda, ya está girando. Los símbolos también danzan. Dioses-símbolos, símbolos que son dioses que levantan el polvo al danzar, miríadas de puntos que inician su trayecto, que inundan el espacio con sus coordenadas. Polvo dorado que se da a ver en la luz, luz-símbolo, luz danzante, luz-reflejo de sí misma, luz que es una con el ver aunque distinta porque está allí, en el allí expandido ante el ver, el envés del ver que es su "ante", un ante que sólo puede decirse del que ve, el que asume el ver como suyo, el que asiste a la luz, el que la asiste.

Dice el
Brihadaranyaka Upanisad (1.4.10): "Cada ser vivo es útil a los dioses como los animales son útiles a los hombres. Si una sola bestia es sustraída, es desagradable. Es por eso que no les gusta a los dioses que los hombres alcancen el conocimiento".
Y dice el
Génesis (3. 22-24): “Y dijo Yahveh Dios: "¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre."”

Jehová: uno de los dioses que ocupan la parte superior izquierda del mandala tántrico. El error: confundir uno de los devas (dioses) con el Absoluto. El dios de los judíos: un deva vengativo en guerra contra los asuras (demonios). Un dios que necesita la ayuda de los hombres: ellos son su alimento. Al rezarle le dan su fuerza, le entregan su energía. Los dioses se alimentan de las preces de sus "fieles". Cuanto mayor sea su número: su "rebaño", más fuertes se hacen ellos, más poderosos.

La relación de los hombres con los dioses es una relación inferior. Queda inscrita dentro del gran círculo, entre las garras del dios Yama. Hombres y dioses siguen sometidos al tiempo (la eternidad es tiempo también, aunque incalculable en nuestro cómputo), presos en la rueda de la existencia, aquella en la que los hombres, según sean sus actos, pueden subir a la morada de los dioses, pero en la que los dioses, al final del cómputo, habrán de bajar inevitablemente a ocupar el lugar de los hombres. De esa rueda es de la que el Buddha enseñó a los hombres a liberarse. Los dioses, al no padecer sufrimiento alguno (por exceso de felicidad, decía el sabio Bharata) no pueden desear liberarse. Sólo el estado humano propicia la voluntad del salto.

Liberarse de la rueda del tiempo y de la muerte (cambio, desintegración de la entidad, sea ésta humana o divina), salirse del círculo requiere el salto más allá de toda dualidad, empezando por la mayor de todas: la moral. La moral que mantiene las coaliciones, los grupos, los clanes. Toda moral es un anclaje en la rueda. El bien hace subir, el mal hace bajar. Pero la carga del bien tanto como la del mal se agota, convirtiéndose, como toda fuerza, en su contraria.

El error del hebraísmo: hacer de uno (de los dioses) el Uno. El error de Cristo: asumir el hebraísmo. El error de muchos cristianos: confundir a Jehová con el Dios de Cristo o, incluso, con la síntesis última del racionalismo.

Jehová habita dentro de la rueda. Fuera de la rueda: el brahman : energía que se expande, boca del universo, universo-rueda que sale de la boca-energía como una pompa de jabón del aro sobre el que sopla un niño, boca-abismo, boca inexistente, abismo más allá del sí y del no, del ser y del no-ser porque más allá del decir: puro supuesto, idea: idea necesaria para quienes no pueden pensar si no es mediante opuestos. La negación de los opuestos: idea, idea siempre, idea irremediablemente.
Hablemos del dentro. Hablemos de
prákriti. Hablemos del mundo. Porque de "lo otro", no hay caso. Toda energía está dentro. Manifestada y en germen, en acto y en potencia vibrátil.

De lo que hablamos es del dentro. Siempre que hablamos, hablamos del dentro. Seamos "realistas": hablemos del dentro. De lo que hablo es del mundo. Y en el mundo, las tres conciencias. Y en el mundo, los varios mundos (no sólo el de los seres humanos). Y en el mundo, en uno de los mundos, Jehová, el que tal vez ha muerto, por exceso de venganza, rodando rueda abajo hacia el mundo de la ira que se sufre. Muerto por exceso de ambición, muerto en el reino de los cielos; decaído entre los inmortales. Muerto, también, extinto en su inmortalidad, por el descreimiento de sus adoradores, por la escasez del rebaño. Otro es, ahora, aquel al que están alimentando los locos. Pues es locura sucumbir a la necesidad de creer.

Por haber sufrido, tal vez, o inmerecidamente me concedieron un ángel (es una manera de decir -todo es una manera de decir).
Cuando un ángel cae, al principio sufre porque no sabe nada salvo la tarea encomendada. Después, poco a poco, va recuperando la visión y el poder. Cuando lo recupera del todo, entonces se va. Dicen que ha muerto pero no: es que le han vuelto a crecer las alas.
No estoy lista aún para que recuperes del todo la visión. ¿No ves cuánta confusión anida todavía en mi pecho, que me hace confundir, como por necesidad, el objeto al que la llama se dirige con el propio fuego? Ellos son excusas para arder, son el reto de las brasas, la madera para la pira. Ellos -esos otros, esos seres a los que amamos con ese amor que es deseo- son el señuelo. El fuego que no puede arder consume su propio lecho. No confundamos el fuego con el combustible.

¡Es tanta, la guerra de las partes! ¡Tanto trabajo cuesta reconocerse! ¡Tan torpe el intento, el acercamiento!
Lástima sería tener que volver a empezar, cegarse de nuevo, empezar sin ver. Es preciso morir viendo. Asistir. Ver cómo se despliega y se repliega la red que los seres trazan en sus idas y venidas.
Lo que hacemos aquí se hace en otro plano, lo que deshacemos se deshace allí, también. Esa frágil membrana que separa los planos -frágil no es la palabra, es sólida, pero tenue- puede desvanecerse un día. Lo espero, lo ansío, lo estoy esperando.
La ofrenda
Poner un marco a la ofensa.
Bajo la herida, un cuenco.
Recoger
la sangre y bebérsela frente al cuadro.
Como ofrenda.
Por los actos el yo
busca afianzarse.
Por los actos el yo es ofendido.
Por los actos el daño. Por los actos
el conocimiento.
Nada de lo que se hace a ciegas es
inútil para ver.

Mi escritura se inició allí como el ritual con el que pretendía preservarme de las miradas ajenas. Escribir es, a menudo, una gran estrategia defensiva: convertido en objeto de escritura, el mundo está en las manos del que escribe y él es su centro. La libreta hacía oficio de santuario; en ella, me sentía a salvo. No contaba con la enorme curiosidad que despiertan, en el indio, los rituales ajenos. La mirada del otro reforzaba a diario mi condición de objeto; yo era lo que representaba, lo quisiera o no. Lo era para otros, pero fui siéndolo más y más para mí misma igualmente. El objeto, ahora, era el mí, ese personaje interno que emite juicios al tiempo que experimenta agrado o desagrado, que piensa, cree, se emociona, se turba, se atemoriza, se defiende, se admira o se confunde y, en todos los casos, se identifica con sus estados. Identificarse con los propios estados mentales es la condición natural del ser humano; observarlos no es propio de esa condición, es el resultado de un entrenamiento, algo así como un ejercicio de esquizofrenia controlada mediante el cual se trata de establecer una distancia entre el mí (los estados senti-mentales que aparecen en continua sucesión) y la conciencia que observa. El último cuaderno, Diario de Benarés, es el diario del observador, el relato del periplo de una conciencia que, empeñada en alisar los pliegues que conforman el mí, termina disolviéndose en su propia mirada.

A finales de los ochenta, Benarés no era ni mucho menos el destino turístico que es ahora. Aún era un lugar donde alguien podía desprenderse de sí mismo, donde, en razón de lo ajeno que resultaba el entorno, podía fácilmente poner en duda la vigencia de sus códigos y someter a prueba la conciencia de su identidad. Mi estancia en la sagrada ciudad de Shiva se prolongó hasta bien entrada la estación seca. Tiempo suficiente como para que las brumas del amanecer se me calaran en los huesos y que la mirada de los búfalos llegara a convertirse en un estado interior. Vestí el sari y me respetaron por llevarlo atendiendo a la exactitud ritual de los pliegues. Aprendí a cocinar con queroseno en utensilios sin asas de acero inoxidable, a darle a la vaca pedigüeña las cáscaras de plátano entre los barrotes de mi ventana, a no frenar con la bicicleta en los cruces, a adormecerme con el sonido de las voces de los niños recitando los textos sánscritos en la escuela vecina, a maldecir los altavoces de los eremitas a las cuatro de la madrugada y, también, a acompasar mi gesto con el de la anciana que quería morir a la orilla del río y amasaba las boñigas para el fuego sobre los peldaños de mi puerta. Todas aquellas cosas fueron poco a poco modificando mi manera de estar en el mundo. Me procuraron otro tiempo, más dilatado y lleno. La nostalgia de ese tiempo, fue lo que me instó a volver una y otra vez.

Textos: Chantal Maillard,
Diarios indiosJ'ai d'abord voyagé le plus loin possible, dans une des civilisations le plus éloignées de la mienne: l'Inde. Là, j'ai trouvé mes yeux: ils m'ont été donnés par les yeux des "autres" [...] Je compris qu'il fallait abandonner tout ce que, par-dessus le noyau, le centre de mon être, j'avais accumulé comme les plis d'un habit, et que j'avais replié, au fil des jours, une fois et encore, toujours dans les même plis. Les répétitions, ce que nous appelons la "personnalité", se confondent vite avec le "moi". Souvent, nous arrivons à croire que nous ne sommes pas autre chose que nos gestes et nos actions reitérés. Je sus qu'il fallait que j'abandonne mes plis pour pouvoir recommencer à voir les choses comme la prèmiere fois.Chantal Maillard, "Les murs qui nous séparent"
Piano music - Tindersticks