
El otro día tuve un sueño: me descubro observando a una cochinilla, un bicho-bola que se debate, presa de un sufrimiento o corrosión que al principio no acierto a adivinar. Me acerco y compruebo que en el abdomen del insecto hay otro insecto, más pequeño, redondo, moteado (parecido a una mariquita pero sé que no es una mariquita, es algo más oblicuo, más rotundo, más deliberado en su hacer, más meticuloso y voraz) que devora con fruición a la cochinilla. La duda me paraliza: ¿qué hacer? ¿Salvar a la cochinilla apartando al otro insecto? ¿Y acaso el insecto más pequeño no tiene hambre y necesita saciarla? ¿Qué derecho tengo a intervenir? ¿Pero cómo asistir, sin intervenir, al desenlace de este acontecimiento que mi educación, mis prejuicios heredados, mis pliegues más sólidos, me hacen concebir como indescriptiblemente atroz? ¿Cómo dejar que lo que entiendo cruel siga su curso, ahonde el surco del ahora, se derrame incontenible sobre este ahora hecho de tiempo quebradizo, este ahora que configura el sueño a partir de fluctuaciones imperceptibles, que me configura a mí en la fluctuacion, en el márgen, en la duda? Cosificado en mi perplejidad, me debato yo también y ausculto, palpo el mármol que me conforma para hallar una raíz que descienda a mi conciencia alerta: conciencia-raíz también ella, sepultada bajo las capas, bajo la desazón de mi conciencia de espectador: abajo, más adentro de la honda leña muerta que traduce mi horror, el incontenible horror que me quiebra, me hace abanicos y me desborda. Horado e irrumpe al fin, liberadora, la decisión, el impulso: decido salvar a la cochinilla. Con gesto decidido aparto al insecto más pequeño, que desaparece entre la hierba, y la cochinilla se incorpora sobre sí misma, me lanza una especie de tentáculos que me palpan, me acarician: imagino que se trata, quizá, de una inesperada generosidad. Me pregunto por qué los insectos habrían de ser generosos o si pueden serlo. Me aparto del lugar y sigo buscando. Estaba buscando piedras, jeroglíficos, antes de enfrentarme a esa extraña situación. Necesito reunir piedras para construir una llave que abra la puerta a la séptima dimensión, para que ella irrumpa en nuestro mundo y pueda comprender, al fin, la estructura íntima de nuestra psique (ahora no se puede, me digo en el sueño, porque me falta esa dimensión para articular la verdadera perspectiva desde la que, "sobrevolando" -es un decir-, descubrir el secreto entramado que nos conforma: nuestra multiplicidad, nuestra ceguera, el horror y la desaforada pasión que configura la endeble estructura psíquica, ese "haz de husos tensos", que define lo humano). Necesitaba la llave para construir ese punto de vista epistemológico, metafísico, existencial, donde estar lo suficiente para comprender: un punto en el que estar y desde el que traducirme el mundo a un lenguaje que yo entienda y pueda entrañar. Pero ahora esta búsqueda no es importante. Ya no lo es. Regreso donde la cochinilla y ya no está. Pero más allá veo que se ha transformado en un extraño ser homínido. Luego me cuentan que es un homínido-insecto, y esto tampoco importa.
Lo que cuenta es que le "extirpé" al insecto devorador y no sé si hice bien. Me siento bien al haberlo hecho, pero no sé si hice bien.
Despierto y recuerdo una cosa que escribí cuando tenía 19 o 20 años:
"En la arena de una playa, dos escarabajos ejecutan sus escarceos amorosos. Sonrío. La realidad supura vida por todas sus heridas abiertas, inconclusas. Percibo, no obstante, algo extraño en esa cópula. Me acerco, observo, impregno mi observación de prejuicios antropocéntricos. Uno de los escarabajos está aplastado, moribundo; el otro, incorporado sobre el primero, se lo está comiendo –meticulosamente. Lo que imaginaba un precario rito nupcial, la consumación de un himeneo liliputiense, resulta ser un acto de canibalismo. Ceden los diques que contienen mi necedad, exclamo: “¡qué brutalidad, se come vivo a su hermano!”.
Pienso en cuantos Gilgamesh, cuántas epopeyas y tragedias no habrá en el mundo de los insectos, que carecen de las imposturas e hipocresías del nuestro. Pienso en un insecto erudito que historiara las calamidades, el vértigo de esa “civilización” que ignoramos. Pienso en las matanzas, las alianzas, los símbolos, las herejías, en los mitos de ese mundo imperceptible, de tan vasto; invisible, y sin embargo, tan desaforadamente aquí.
Proyecto nuestros errores sobre todo cuanto veo, soy necio, hombre al fin".
Y ahora, en la vigilia, renuncio a las interpretaciones psicoanalíticas, a la exploración de los posibles símbolos, a exhumarme a mí mismo de mi palimpsesto y tratar de acercar el sueño a la estructura de coherencia de este mundo: renuncio al relato que descubra los motivos del sueño en estructuras cognoscitivas que tengan que ver con el trauma, la frustración, la búsqueda: esas etiquetas con las que los expertos de la mente construyen sus castillos ilusorios y nos explican, para darnos seguridad o anclarnos en un relato controlado, "narrable", para desactivar el peligro de la incertidumbre, la incomodidad del miedo que no sabe decirse.
Me quedo con esa duda del sueño, que es una duda de la vigilia: ante una naturaleza que se basa en el eterno ciclo de seres que se devoran unos a otros, ¿aceptar, dejar hacer, dejar estar, porque eso es lo natural, ya que así es como opera la ley inexorable de la naturaleza, basada en la depredación, en la entropía, en el sucederse de innumerables generaciones que perpetuarán el código, el hambre, la intemperie? ¿O negarse, no acatar el ciclo que, pese a que uno lo intente, no puede dejar de sentir como crueldad universal, aterradora, omnipresente?
En esa tensión dialéctica oscilo. Soy incapaz de conciliar ambas tendencias. No encuentro una síntesis. Respetar la rueda inapelable, sí, pero luego, en el ejemplo concreto, sin duda trataré de salvar al corzo o al insecto devorado por las hormigas, siendo injusto con el lobo o con las hormigas que sólo quieren saciar su hambre. Pero la sensación de horror se me subleva en las entrañas y me fuerza a intervenir: a no comer carne, a apartar a las babosas y caracoles de las carreteras, gestos que remiten a lo mismo.
Ni siquiera haberme criado en un pueblo ha logrado vencer ese impulso. Mi abuela mataba sus animales con sus propias manos, y yo nunca comía. Ahogaba los perros recién nacidos en un balde de agua, y yo intentaba salvarlos (sólo para llevarme un coscorrón y que los perritos volvieran al balde; en realidad lo único que yo lograba era prolongar su agonía). Mi abuela no era cruel: cuidaba a los animales, los amaba. Y los mataba para alimentarnos, sabía matar de un solo golpe infalible, reduciendo el dolor, o el vértigo de la extinción, al umbral mínimo. En la matanza del cerdo, recuerdo que corría a esconderme entre los olivos con las orejas tapadas para no escuchar el invencible alarido de dolor de los animales que, a pesar de todo, me taladraba los tímpanos. A los 7, a los 8 años sucumbía a ese horror y no entendía. Y ese mi no entender sigue aquí, 25 años después. Y es algo que duele. Me duele
Quiero decir: fui criado en eso, nadie me "enseñó" que aquello era cruel. No, aquello era lo natural, lo correcto. Sin embargo, me rebelaba contra ello, ya desde que tuve uso de razón. No logro explicarme por qué, pero es así.
Y sigo, sigo sin saber cómo operar la síntesis: cómo redimir esa tensión que me producen los contrarios irreconciliables. Cómo hallar, en definitiva, la paz en mi relación con todo esto.
Abrazos a todos.