martes, 1 de marzo de 2011

El muro



El bosque asimila fácilmente mis intervenciones. Crece otro corzo, otro animal corre hacia su perdición. Yo no perturbo seriamente el orden establecido. Las ortigas junto al establo crecerán aunque yo las arranque cien veces y me sobrevivirán. Tienen mucho más tiempo por delante que yo. Un día no estaré aquí y nadie cortará la hierba del prado y la maleza lo invadirá, más tarde el bosque avanzará hasta el muro y recuperará la tierra que le arrebató el hombre. Hasta mis pensamientos se enmarañan como si el bosque echara raíces en mí y pensara con mi mente sus pensamientos ancestrales y eternos. El bosque no desea que vuelva el hombre.
Entonces, en aquel segundo verano, no pensaba aún así. Los límites estaban estrictamente definidos. Al escribir ahora me cuesta mantener separados mi antiguo yo y mi yo actual, que a lo mejor está siendo absorbido por un “nosotros” más amplio. Y la culpa la tuvo el verano pasado en la montaña. En el silencio tenso de la pradera bajo el inmenso cielo era casi imposible seguir siendo un yo individualizado, una pequeña, ciega y obstinada existencia que se oponía a integrarse en la gran comunidad. En un momento mi orgullo había sido precisamente esa existencia individualizada, que en la montaña me pareció de pronto miserable y ridícula, una nada pretenciosa.


Si hoy pienso en mis hijas se me aparecen como niños de cinco años y tengo la sensación de que salieron ya entonces de mi vida. Probablemente todos los hijos empiezan a salir de las vidas de sus padres a esa edad, poco a poco se convierten en huéspedes extraños. Pero el proceso es tan inapreciable que casi no se nota. Hubo desde luego momentos en los que ese alejamiento se hizo evidente, pero como cualquiera madre lo reprimí rápidamente. Había que vivir, y ¿qué madre podría vivir consciente de esa transformación?
Al despertar el 10 de mayo pensé en mis hijas como en dos niñas pequeñas que corren cogidas de la mano por el parque. Las dos adolescentes desagradables, despegadas y agresivas que había dejado en la ciudad se habían vuelto de pronto muy irreales. Por ellas no lloré nunca, pero sí por las niñas que habían sido hacía muchos años. Quizá parezca muy cruel, pero no sé a quién tendría que engañar hoy. Puedo permitirme escribir la verdad. Todos por los que he mentido durante mi vida están muertos.



Sigo sin abandonar ciertas costumbres. Me lavo todos los días, me limpio los dientes, hago la colada y mantengo ordenada la casa.
No sé por qué lo hago, es como un imperativo interior que me empuja a ello. A lo mejor temo que si actúo de otra manera dejaré de ser poco a poco una persona y acabaré arrastrándome por ahí sucia y maloliente, articulando sonidos incomprensibles. No es que me asuste convertirme en un animal, eso no sería grave, pero el ser humano nunca será un animal, y se despeñará al abismo si lo intenta. Yo no quiero que eso me suceda. En el último tiempo esa posibilidad me aterra y ese terror me induce a escribir este relato. Cuando lo termine lo esconderé bien y lo olvidaré. No me gustaría que el ser extraño en el que puedo convertirme lo encuentre un día. Haré todo lo posible para evitar esa transformación, pero no soy tan pretenciosa como para creer que no puede ocurrirme lo que les ha ocurrido a tantos seres humanos anteriores a mí.

Así como estoy ahora no soy más que una piel fina sobre una montaña de recuerdos. No quiero más recuerdos. ¿Qué será de mí cuando esta piel se rompa?

La gata me escucha atentamente mientras yo no exprese ninguna emoción.

Veo mi cara, pequeña y deformada, en el espejo de sus ojos grandes. Ha cogido la costumbre de contestarme cuando le hablo. No te vayas esta noche, le digo, en el bosque acechan el búho y el zorro, conmigo estarás segura y calentita. Grrau, miau, miau, responde ella, lo que más o menos significa, ya veremos, querida ama, aún no quiero comprometerme. Pero pronto llega el momento en que arquea el lomo, se estira dos veces, salta en la mesa, se escabulle hacia el fondo y desaparece sin hacer ruido en la penumbra. Y un poco más tarde yo dormiré mi sueño ligero en el que murmuran los abetos y chapotea la fuente.

Nuestra libertad es bien problemática. Probablemente nunca ha existido, excepto sobre el papel. La libertad externa siempre ha sido una utopía, y no conozco a nadie que fuera libre interiormente. Jamás lo he considerado algo vergonzoso. No veo por qué ha de ser deshonroso llevar, como todos los animales, la carga asignada a cada uno y al final morir como cualquier animal. No sé lo que es el honor. Nacer y morir no es honorable, le sucede a cada criatura y no significa nada más allá del hecho mismo.

También perdí la conciencia de ser mujer. Mi cuerpo, más inteligente que yo, se había adaptado y había reducido a un mínimo las molestias femeninas. Podía olvidarme tranquilamente de que era mujer. Unas veces era una niña que busca fresas, otras un muchacho que sierra madera, y sentada en el banco […] era un ser muy viejo y asexuado. Hoy he perdido por completo aquel encanto que irradiaba entonces. Sigo estando delgada, pero musculada, y mi rostro está surcado de finísimas arrugas. No soy fea, pero tampoco atractiva, me parezco más a un árbol que a un ser humano, a un tronco duro y marrón que necesita toda su fuerza para sobrevivir.
Cuando pienso en la mujer que era, la de la pequeña papada que se esfuerza en parecer más joven de lo que es, siento poca simpatía por ella. Pero no la juzgo con dureza. Al fin y al cabo nunca tuvo la oportunidad de dar forma a su vida conscientemente. De joven cargó, en su ignorancia, con una pesada responsabilidad y fundó una familia, y desde aquel momento estuvo siempre atosigada por un sinfín de deberes y preocupaciones. Sólo una giganta hubiera logrado liberarse y ella no era en ningún sentido sobrehumana, era simplemente una mujer angustiada y desbordada, de inteligencia media, en un mundo hostil a las mujeres, extraño y siniestro. Sabía un poco de muchas cosas y nada de otras; en total reinaba un desorden considerable en su cabeza. Sus conocimientos bastaban para la sociedad en que vivía, tan ignorante e impaciente como ella. Yo diría en su descargo que siempre sintió una oscura inquietud.



Al principio leía de vez en cuando viejos periódicos y revistas mientras anochecía. Ahora he perdido toda relación con ellos. Me aburren. Lo único que me ha aburrido aquí en el bosque son estos viejos periódicos. Probablemente me aburrieron siempre y yo no me daba cuenta de que el ligero desasosiego permanente era aburrimiento. Mis pobres hijas también se aburrían y no podían estar solas ni diez minutos. Todos estábamos aturdidos de puro aburrimiento. No había manera de escapar a su constante martilleo y vibración. […]
El muro ha matado entre otras cosas también el aburrimiento. Las praderas, los árboles y los ríos al otro lado de él ya no se aburren. El tambor atronador se paró allí de golpe. No se oye más que la lluvia, el viento y el crujido de las casas vacías. La odiosa voz de mando enmudeció. Pero no hay nadie para disfrutar del gran silencio.

Desde su muerte sueño mucho con animales. Me hablan como seres humanos y en el sueño me parece de lo más natural. Los personajes que poblaban mis sueños en el primer invierno han desaparecido. Ya no los veo. En sueños los seres humanos no eran nunca amables conmigo, en el mejor de los casos eran indiferentes. En cambio los animales del sueño son siempre amables y están llenos de vida. No creo que esto sea especialmente interesante, sólo ilumina mis expectativas con respecto a las personas y a los animales.

Hay momentos en los que espero con alegría un tiempo en el que no exista nada que ate mi corazón. Estoy cansada de que se me arrebate siempre lo que amo. No hay solución, porque, mientras exista en el bosque una criatura a la que yo pueda amar, yo la amaré y cuando no exista ninguna yo dejaré de vivir. […] Amar y cuidar a otro ser es muy fatigoso, y más pesado que matar y destruir. Sacar adelante a un niño cuesta veinte años, matarlo sólo diez segundos. […] No puedo evitar ver un gran desorden y un terrible derroche en esta vida.

Desde mi infancia había dejado de mirar las cosas con mis propios ojos y había olvidado que el mundo había sido una vez joven, virgen, muy hermoso y muy terrible. Me era imposible volver atrás, porque ya no era una niña, no era capaz de vivir y sentir como tal; la soledad, sin embargo, me ayudó a ver durante breves instantes, sin memoria ni conciencia, el esplendor de la vida. Quizá los animales viven hasta su muerte en un mundo de espanto y exaltación. No pueden huir y tienen que soportar su realidad hasta el final. Incluso su muerte es, sin consuelo ni esperanza, una verdadera muerte.

Cada piedra en el camino, cada pequeño arbusto era familiar, bello, sí, pero un poco vulgar comparado con la nieve rutilante de los riscos. Para vivir y seguir siendo un ser humano era mejor esa vulgaridad.

Las hormigas eran tremendamente conscientes de su objetivo y no se dejaban distraer de su trabajo. Acarreaban agujas de pino, pequeños escarabajos y trocitos de tierra, se esforzaban muchísimo. Me daban siempre un poco de pena. Nunca fui capaz de destruir un hormiguero. Me actitud hacia estos pequeños robots alternaba entre la admiración, el horror y la compasión. Naturalmente porque las contemplaba desde una perspectiva humana. A una superhormiga gigante mis actividades también le habrían parecido muy enigmáticas y siniestras.



Nunca me gustó el Día de las Ánimas, con las viejas murmurando sobre la enfermedad y la disolución, y en el trasfondo el miedo cerval a los muertos y la ausencia de amor. Por mucho que se pretendiera dar un sentido hermoso a la fiesta, el miedo ancestral de los vivos a los muertos era indestructible. Se adornaban las tumbas de los muertos para olvidarlos mejor. Ya de niña me dolía que se les tratara tan mal. Cada ser humano sabía que pronto le taparían la boca muerta con flores de papel, velas y oraciones temerosas.
Ahora los muertos descansaban por fin en paz, sin que los molestara la actividad estúpida de los que pecaban contra ellos, cubiertos de ortigas y hierba, empapados de humedad en el eterno murmullo del viento. Si algún día volvía a la vida, surgiría de sus cuerpos descompuestos y no de esos objetos petrificados condenados para siempre a la inanimación. Sentía compasión por todos ellos, por los muertos y por los petrificados. La compasión era la única forma de amor que quedaba hacia los hombres.

Delante del espejo me lo corté justo por debajo de las orejas y contemplé mi rostro bronceado bajo la capa de pelo dorado al sol. Me resultaba totalmente extraño con sus mejillas hundidas y los labios finos; aquel rostro desconocido estaba marcado por una secreta carencia. Como ya no vivía ningún ser humano que lo amara, me parecía superfluo. Era algo desnudo y triste que me avergonzaba y con lo que no me identificaba. Mis animales me conocían y querían sobre todo por mi olor, mi voz y por determinados gestos. Podía pues olvidar tranquilamente mi rostro, no lo necesitaba nadie. La idea me produjo una sensación de vacío que deseché inmediatamente. Me enfrasqué en un trabajo cualquiera y me dije que en mi situación era ridículo sufrir por un rostro, sin embargo la sensación angustiosa de haber perdido algo importante no se dejaba ahuyentar fácilmente.

En sueños pongo niños en el mundo, pero no sólo niños humanos, entre ellos también hay gatos, perros, terneros, osos y unas extrañas criaturas cubiertas de piel. Todos salen de mí y nada en ellos me asusta o repele. Sólo resulta extraño aquí, escrito con letras y palabras humanas. Quizá debería dibujar estos sueños con piedrecitas sobre musgo verde o grabarlos con un palito en la nieve. Pero no sé hacerlo. Probablemente no viviré lo suficiente como para transformarme hasta ese punto.

El tiempo es inmóvil y yo me muevo en él, unas veces despacio, otras a velocidad vertiginosa. […]
Tendré que acostumbrarme a él, a su indiferencia y su omnipresencia, que se extiende como una telaraña gigantesca hasta el infinito. Entre sus hilos están atrapados millones de diminutas crisálidas, una lagartija que dormita al sol, una casa en llamas, un soldado moribundo, todo lo que muere y todo lo que vive. El tiempo es grande y en él siempre caben nuevas crisálidas. Es una red gris e implacable en la que está atrapado cada instante de mi vida. Quizá me parece tan terrible porque guarda todo y no permite que nada termine realmente.
Pero si el tiempo sólo existe en mi mente y yo soy el último ser humano, el tiempo finalizará con mi muerte. Me reconforta la idea. A lo mejor está en mi mano asesinar el tiempo. La gran se romperá y caerá en el olvido con su triste cargamento. Habría que agradecérmelo, pero después de mi muerte nadie sabrá que he asesinado el tiempo. Todas estas elucubraciones carecen de interés, realmente. Las cosas suceden sin más y yo, como tantos millones de seres humanos antes que yo, les busco un sentido porque mi vanidad me impide reconocer que el único sentido de un acontecimiento reside en él mismo exclusivamente. Ningún escarabajo que yo aplaste inadvertidamente verá en este, para él, triste suceso, una misteriosa conexión con significado universal. Simplemente estaba debajo de mi pie cuando yo di un paso: felicidad bajo el sol, un breve y estridente dolor y nada. Nosotros, en cambio, estamos condenados a correr en pos de un significado improbable. No sé si algún día me resignaré a esta evidencia. Es difícil desprenderse de esta vieja e incorregible megalomanía. Compadezco a los animales y compadezco a los hombres porque los lanzan a este mundo sin que nadie les pida su parecer. Quizá los hombres son más dignos de compasión porque poseen la inteligencia suficiente para oponerse al curso natural de las cosas. Y eso les ha hecho malvados y desesperados y poco dignos de ser amados. Habría sido posible vivir de otra manera. No hay sentimiento más razonable que el amor, que hace llevadera la vida tanto al que ama como al que es amado. Claro que habría que haber reconocido a tiempo que ésa era nuestra única oportunidad, nuestra única esperanza de un mundo mejor. Para un infinito ejército de muertos esa única oportunidad se ha perdido para siempre. No puedo olvidarlo. No comprendo por qué escogimos el camino equivocado. Sólo sé que es demasiado tarde.



Marlen Haushofer, El muro (trad. Genoveva Dietrich)

34 comentarios:

Ahab dijo...

"Nunca pises un hormiguero" me dijo mi padre una vez, siendo muy pequeño.
Quizá fue la primera vez que pensé en los otros animales como seres vivos y sensibles.

Qué novela más hermosa, Stalker, la recuerdo muchas veces y la he recomendado a muchas personas.

Gracias por taer un trozo de ese muro. Esos sabores animalescos y compasivos. La herida.

abrazo

Stalker dijo...

Ahab:

en la infancia observaba los hormigueros y a los insectos constantemente. Un día, ya en el instituto, otro niño se me acercó y, después de preguntarme qué hacía, hizo un gesto de burla y pisoteó el hormiguero.

Le di un golpe en el cuello con el filo de la mano, como me enseñó mi tío, y cayó al suelo. No le pasó nada, pero el dolor de cabeza le duró todo el día.

Hoy en día siento que muchas hormigas son aplastadas impunemente, en todas partes. No hay suficientes manos, no hay bastantes filos. No basta la ira ante esa soberbia que destruye.

Este libro ha sido de los más importantes para mí. Ha sido tan definitivo, tan devastador de eso que llamamos intimidad, que ni siquiera lo recomiendo ni hablo de él. Quien esté destinado a leerlo lo encontrará. Quien no lo encuentre, peor para él. Se perderá una belleza que excede toda posibilidad de designación y marca el signo trágico de nuestro paso en la tierra, con una fiereza y una contundencia pocas veces vista en el dispositivo "literatura".

Entre otras cosas, porque esta escritura se inclina fuera de la literatura, cuida el margen y se hace vida, cobijo, regazo, dársena donde arriban lo que por definición ya no esperábamos: promesa, lengua, pacto entre la piel y el mundo. Celebración gozosa de todo lo que vive. Renuncia.

A través de un libro así, de una respiración así, uno ama lo que más le importa, sin nombrarlo,

salve

inés dijo...

Para mí es un regalo este post. Un pequeño grillo me recomendó ese libro que llevo semanas buscando...hasta ahora sin suerte...ni en librerías ni en bibliotecas universitarias...
Muchas gracias por acercármelo un poco más.
Un abrazo, Stalker.

Laura Giordani dijo...

Querido stalker:

Otro hallazgo hermoso en Marienbad... he leído lentamente el texto y como ese bosque que avanza imparable restaurando el desorden inicial, imparable sobre ese orden precario, frágil y un poco ridículo que nos construímos para avanzar con cierto decoro hacia la muerte, conjurar el terror de nuestra pequeñez. Por favor, dime cómo conseguir este libro, tengo muchas ganas de leerlo y sé que me apropiaré de él también. Las hormigas están también en mi bosque interior, no parar de cruzar cada poema que escribo, laboriosas y afiebradas.
No me extraña tu intimidad con este texto, realmente se trata de escritura alejada de cualquier pretensión de posteridad, surtida del margen y sabedora de la caducidad que el tiempo nos impone como a toda la naturaleza. Morir como un animal.

Un abrazo muy fuerte y espero algún dato sobre cómo conseguir el libro... creo que si lo he encontrado en Marienbad lo he merecido de alguna manera ¿no?

Laura.

Belnu dijo...

El bosque, el bosque, las raíces, la espesura e incluso los hormigueros que bullen de vida... Y yo un poco más desatada, ya sin costuras, misteriosamente fortalecida, aunque a la espera, agradezco ese pasaje, aun con su sombra, necesito volver al bosque de sequoias!

Isabel Mercadé dijo...

Uau!!! No la había leído. Todo un descubrimiento. Mil gracias, Stalker.

Siriana dijo...

¿Cree que es demasiado tarde? Pues esta mujer me hace sentir un bebé de pecho...
8o(
En fin. A veces, la literatura se justifica a si misma sólo si es capaz de construir negaciones. Sino parece que no lo fuera. Es lo que me estoy planteando ultimamente: ¿será que la condición sine quanon para la existencia de una literatura valiosa es que esté construída a base de nihilismos y negaciones?
...
¿Desesperanza o desesperación?
En cualquier cosa, grande. Aunque hoy por hoy preferiría no leerla: me atengo a otros lenguajes, de momento, ya volveré a la palabra.

Saludos, Stalk

Darío dijo...

Lentamente, como al muro, me va entrando la desolación de la hierba, del bosque, de la maleza. Lentamente, a medida que transcurre el texto.
También pensé que somos como el muro, y que nuestros hijos se van convirtiendo en otros muros, lejos de nosotros. Pero al fin , el bosque vence.
Un abrazo.

Stalker dijo...

Inés:

por desgracia creo que está descatalogo, pero en algunos lugares insospechados (en algunos FNAC, por ejemplo) aún les quedan existencias.

El libro te gustará, los grillitos pequeños saben mucho y cantan calentitos y escondidos,

un abrazo

Stalker dijo...

Querida Laura:

es una sorpresa y un regalo recibirte en este blog crepuscular que ha entrado en su última fase. Tu participación me trae recuerdos de otros tiempos, cuando por aquí estábais muchos que ya no estáis; uno aprende a añorar eso, y a valorarlo en todo su calor...

El libro aparece como descatalogado en todas partes, pero me consta que en algunos lugares, por ejemplo el FNAC, hasta hace poco les quedaba algún ejemplar (ignoro si lo siguen sirviendo). Luego queda probar en las bibliotecas.

Si no lo encontraras, te lo prestaré cuando nos veamos, porque es un libro que quiero que leas, que te está destinado por afinidad, piel y tacto y en el que vas a encontrar eso que maravillosamente transmite el poema de Blanca Varela que has subido a tu blog: dar la vuelta y morir, simplemente, como hicieron los animales. Eso y una forma de vivir otra, una intensidad que es materia y ahora, infinito ahora que ninguna inquietud desplaza.

Un abrazo fuerte

Stalker dijo...

Belnu:

y las sequoias necesitan volver a ti, hundir sus raíces en esa necesidad de vida y crecer, crecer desde lo que fue desamparo y ahora es fuerza ascendente...

un abrazo

Stalker dijo...

Bel M:

me alegra ese "¡Uau!". Y que algún descubrimiento se pueda hallar aquí, aún.

Vivo presa de descubrimientos perpetuos, especialmente en lo que ya conozco. En lo que conozco bien y tengo que adentrarme con cuidado, para no despertar a los animales dormidos o hacer estallar las minas,

abrazos

Stalker dijo...

Siriana:

es una pregunta que también me he formulado en varias ocasiones. En este caso no creo que se trate de literatura desesperanzada o nihilista. Quizá los fragmentos, descontextualizados, puedan proyectar una imagen distorsionada. El libro es una afirmación de la vida. No exenta de renuncia; a veces dolorosa, pero afirmación rotunda, raíz de vida.

Tampoco definiría esta escritura como "grande". La grandeza está para otras cosas: para enterrar a los escritores varones en panteones llenos de condecoraciones. El peso de lo "grande", ese peso que le debe tanto a un lenguaje falocratizado, institucional, incluso trascendente, no está en Haushofer, que busca el tacto en los espacios intermedios, en el claroscuro, en lo pequeño que vive. Pocas escrituras tan alejadas de la (para mí execrable) "grandeza" como el hilo de voz de esta conciencia adelgazada, de este ojo que se abre a las mínimas fisuras de lo vivo, lo solo, y explora en ellas la posibilidad de la salvación, el reconocimiento o la reconciliación con la vida que hay debajo de las cosas.

Un abrazo fuerte, me alegra verte por aquí

Stalker dijo...

Curiyú:

el bosque vence, se impone. Deja que el verde se introduzca en tus grietas y grite dentro de ti. Que haga estallar todas las costuras, todos los miedos,

otra vida aguarda después de esa invasión,

abrazo

Lola Torres Bañuls dijo...

Mi padre levantaba el pie si veía un insecto para no pisarlo. Yo hago lo mismo y mi hijo ahora ya tiene esa costumbre.

En cuánto a la infancia, a nuestros hijos. Yo tengo uno, y se me va de las manos la infancia. Sé que será uno de los mejores momentos de mi vida y se va. Pero así es la vida, el movimiento, la transformación.

Gracias Stalker por el fragmento es precioso.

Laura Giordani dijo...

No querido stalker, de crepuscular nada... no quiero oirte decir eso de esta tierra que tanto alojo nos ha dado, de la que tanto aprendo.
Yo estoy aquí, silenciosa unas veces, desaparecida de los comentarios otras por el vértigo maldito de la cotidianeidad, pero necesito venir a recalar a Marienbad y recordar que es posible respirar de otra manera.
Gracias por los datos del libro, lo buscaré con afán y si no lo encuentro, acepto tu préstamo con mucha ilusión.

Cuidate mucho amigo. Ah y cuéntame para cuándo en Valencia.

Más abrazos,

Laura.

òscar dijo...

ya leo muy poquitos libros. nada heroico ni a la contra. uno muy de año en año. nunca fui un gran lector. sin embargo, la existencia del libro que referencias, querido hermano búfalo, aunque no lo vaya a leer, forma parte ya de mi no-biblioteca.

podría decir que ya no me considero amigo de los libros, ni de los buenos libros siquiera. conocido, todo lo más.

quisiera creer que he cambiado un hábito en el que siempre fui torpe -leer- por otro que me gusta más. el verbo no sería "leer" pero procuro que mis pies hagan algo muy parecido. me doy cuenta que son más mis zapatos que mis pies. menos mal que estoy adentro de mis zapatos y algo me pueden transmitir.

he vuelto a pisar charcos. o, mejor dicho, entro en los charcos como nunca había entrado antes.

un pequeño charco de los que hablo contiene no solo todas las letras y palabras del mundo sino que en sí mismo es una vida. a veces hay una ranita y otras no, pero si me fijo con atención, puedo ver formas de vida mucho más sensatas que la mía.

entonces, entro y me quedo ahí un rato, con el agua cubriendo mi calzado.

de igual modo entro a marienbad. para dar las gracias.

para dejar besos,

ò.

J. Lázaro dijo...

"Nuestra libertad es bien problemática. Probablemente nunca ha existido, excepto sobre el papel."


Qué razón
Este texto es maravilloso, no lo había leído anteriormente. Gracias por compartirlo.

Un saludo.

rosso dijo...

Valioso camino, el de este texto,
hacia la "pequeñez" (liberadora) como
signo de comunión y engranaje con
-el todo- que nos conforma y rodea en la vida y con nuestro destino
sustrato.
Me reconforta pensar que estemos focalizando y sintonizando conceptos tan próximos.
Un gran abrazo Stalker

Raticulina dijo...

Lo leí el año pasado, me fascinó, hubiera querido otras 200 páginas. Leí dos más suyos, no fue lo mismo, hay libros que te prenden y se te instalan dentro, y éste fue uno de ellos.

Say dijo...

Este relato no es de negación ni nihilista .Este relato habla y desmonta tanta parafernalia en la que se vive o se ha vivido. Cuando se reacciona y se reflexiona sobre ello se dicen cosas valientes y revolucionarias (el segundo fragmento, por ejemplo, bueno y todo el resto). Marlen Haushofer desenmascara la vida que conocemos, y se interna en otro “bosque”…y desde ese lugar comienza a decir.

Yo creo que esta escritura, lo que hace es reforzar un vínculo con lo que nos rodea, y que no es todo esto que existe por los lares cotidianos, sino esa vida donde nos crecen animales dentro.

Stalker dijo...

Querida ave zancuda:

vida, transformación, siempre,

un abrazo

Stalker dijo...

Querida Laura:

todo lo que nace debe morir, es una ley inexorable tanto en la vida como en el espacio virtual. Aun quiero hacer algunas cosas, pero siento que el fin se aproxima. Esta casa se ha nutrido mucho de tu calor y tu vida, Laura, no olvido eso.

Y creo que nos veremos antes en Barcelona...

un abrazo fuerte

Stalker dijo...

Querido hermano búfalo:

Dentro de 100 o 200 años (porque a este paso vivirás todo ese tiempo) me gustaría estar ahí para escribir tu epitafio. Algo así como: “He aquí un ser que fue un charco con ranita dentro. Todos fuimos niños al pisarlo, y todos salimos de él con sonrisa en las botas y barro en la cara”.

Éste es el epitafio del hermano búfalo y así está escrito en el futuro remoto, donde no habrá libros y unas ganas intensas de bailar en los charcos.

Me hace feliz que deslibres tu biblioteca: que queden huellas apenas, amigos tan solo,

Un abrazo fuerte

Stalker dijo...

J. Lázaro:

es una maravilla, sí, seguro que es un libro que tiene muchas cosas que contarte,

un abrazo

Stalker dijo...

Rosso:

las afinidades, las sintonías,

nos convocan

vivimos en ellas, nacemos desde ellas,

abrazos desde la intensa pequeñez

Stalker dijo...

Raticulina:

libros que prenden y cuya llama nunca se apaga,

me alegra que para ti éste sea uno de ellos,

abrazos

Stalker dijo...

Say:

"esta vida donde nos crecen animales dentro"

Una revolución interna en un libro que conmueve como pocos, y cuya verdadera dimensión no puede entregarse en unos pocos párrafos que, además, no dan idea de la trama,

Marlen plantea otra forma de vivir: una vida de verdad, más allá del delirante simulacro, más allá de la mentira consensuada a la que todos añadimos, aun a nuestro pesar, un nuevo ladrillo,

un abrazo fuerte

dulcinea.ramirez dijo...

Sentí tanto con esta entrada, un encanto de muros que atravesamos, con los que soñamos y finalmente con los que nos sabemos.

Me sentí en el borde de ese bosque que veo cada que maullan los gatos, cada que la meroria (roja como las hormigas con las que de niña soñé ser) me recupera los recuerdos.

Gracias, infinitas gracias.

Stalker dijo...

Querida D:

si le acercas al bosque tu animal interior, el fuego de la piedra madre, encontrarás canciones en cada hueso de pájaro hallado en el sueño, en cada huella no humana descubierta en la vigilia,

y la letra te seguirá en enjambre

es precioso que soñaras ser hormiga(s)

abrazos

Creck-creck dijo...

"El muro", una novela hermosísima que leí cuando era joven y que me dejó conmocionado.

Belnu dijo...

Ah, sí, sí, esos animales dormidos, esas minas que no deberían estallar, esos hallazgos en lo ya conocido, y esa escritura al dorso, que yo tampoco conocía y que restaura como la rosa mosqueta en la cicatriz. A veces se puede entrar y encontrar refugio

Stalker dijo...

Ramón:

conmociona y restaura...

un abrazo

Stalker dijo...

Belnu:

el refugio te aguarda, en esta escritura y en la vida, estoy seguro de ello,

abrazos

 
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