.
Mujer, casa y gato.
Una piedra en la cabeza de la mujer; y en la cabeza
de la casa, una luz violenta.
Anda un pez extenso por la cabeza el gato.
La mujer se sienta en el tiempo y mi melancolía
la piensa, mientras que
el gato imagina la elevada casa.
Eternamente la mujer de la mano pasa la mano
por el gato abstracto,
y la casa y el hombre que voy siendo
son minuto a minuto más concretos.
La piedra cae en la cabeza del gato y el pez
gira y para en la sonrisa
de la mujer de la luz. Dentro de la casa,
el movimiento oscuro de estas cosas que no encuentran
palabras.
Yo mismo caigo en la mujer, el gato
dormita en la palabra, y la mujer toma
la palabra del gato en el regazo.
Miro, y la mujer es la palabra.
Palabra abstracta que se enfrió en el gato
y ahora se calienta en la carne
concreta de la mujer.
La luz ilumina la piedra que está
en la cabeza de la casa, y el pez corre lleno
de originalidad por la palabra adentro.
Si toco la mujer toco el gato, y es apasionante.
Si toco (y es apasionante)
la mujer, toco la piedra. Toco el gato y la piedra.
Toco la luz, o la casa, o el pez, o la palabra.
Toco la palabra apasionante, si toco la mujer
con su gato, piedra, pez, luz y casa.
la mujer de la palabra. La Palabra.
Me echo y amo a la mujer. Y amo
el amor en la mujer. Y en la palabra, el amor.
Amo, con el amor en el amor,
no sólo la palabra sino
cada cosa que invade cada cosa
que invade la palabra.
Y pienso que estoy completo en el minuto
en que la mujer eternamente
pasa la mano de la mujer por el gato
dentro de la casa.
En el mundo tan concreto.
Herberto Helder, La cuchara en la boca (trad. José Luis Puerto).
.
miércoles, 28 de septiembre de 2011
martes, 27 de septiembre de 2011
Exilios
.
Septiembre acaba con un maravilloso regalo: un cofre que contiene la que quizá es mi película favorita de los últimos diez años: Là-bas (Allá) de Chantal Akerman.
Una autora con un lenguaje cinematográfico afilado, a contracorriente, sin concesiones. Hermana de esos lúcidos cineastas que han insuflado nueva savia al cine mundial en los últimos años: Tsai Ming-liang, Naomi Kawase, Pedro Costa, Apichatpong Weerasethakul, Béla Tarr, Lisandro Alonso, Jia Zhang-ke, Joao César Monteiro, Paz Encina, Gus Van Sant, Nobuhiro Suwa...
La crítica de cine es fuertemente androcéntrica (cuando no veladamente misógina), y le cuesta reconocer los logros de algunas cineastas excepcionales como la propia Akerman, Naomi Kawase, Paz Encina o Claire Denis, que han firmado algunas de las obras más interesantes, arriesgadas, demoledoras de los últimos años.
En una votación que pretendía destacar lo mejor de la primera década del siglo XXI, ni uno de los 28 críticos de la revista Cahiers du Cinéma España votó por Là-bas (eran votaciones en las que cada cual elegía 10 películas). Ni uno solo. Un hecho que sólo puede definirse como escandaloso si tenemos en cuenta que en esa revista están los críticos más abiertos a las cinematografías de la "diferencia" (los demás no han de tenerse en cuenta: ni siquiera considerarían que Chantal Akerman hace cine).
Casualmente, esa otra maravilla de los últimos años, "La hamaca paraguaya" de Paz Encina (donde el cine se hace poema y silencio con vertiginosa lentitud), tampoco obtuvo ningún voto.
No hay que olvidar el país donde vivimos. La vulgaridad reinante en las escleróticas estructuras culturales, la mediocridad de los medios y la crítica. No hay que olvidarlo.
Por eso tiene aún más mérito que al fin se editen estas obras.
Esto no es una entrada. Es sólo el deseo que tengo de mostrar "mis" tesoros, los que he encontrado en la playa y he desenterrado con todo el asombro y toda la carencia, toda la mirada de niño que aún me pronuncia, más allá de mí
.
Septiembre acaba con un maravilloso regalo: un cofre que contiene la que quizá es mi película favorita de los últimos diez años: Là-bas (Allá) de Chantal Akerman.
Una autora con un lenguaje cinematográfico afilado, a contracorriente, sin concesiones. Hermana de esos lúcidos cineastas que han insuflado nueva savia al cine mundial en los últimos años: Tsai Ming-liang, Naomi Kawase, Pedro Costa, Apichatpong Weerasethakul, Béla Tarr, Lisandro Alonso, Jia Zhang-ke, Joao César Monteiro, Paz Encina, Gus Van Sant, Nobuhiro Suwa...
La crítica de cine es fuertemente androcéntrica (cuando no veladamente misógina), y le cuesta reconocer los logros de algunas cineastas excepcionales como la propia Akerman, Naomi Kawase, Paz Encina o Claire Denis, que han firmado algunas de las obras más interesantes, arriesgadas, demoledoras de los últimos años.
En una votación que pretendía destacar lo mejor de la primera década del siglo XXI, ni uno de los 28 críticos de la revista Cahiers du Cinéma España votó por Là-bas (eran votaciones en las que cada cual elegía 10 películas). Ni uno solo. Un hecho que sólo puede definirse como escandaloso si tenemos en cuenta que en esa revista están los críticos más abiertos a las cinematografías de la "diferencia" (los demás no han de tenerse en cuenta: ni siquiera considerarían que Chantal Akerman hace cine).
Casualmente, esa otra maravilla de los últimos años, "La hamaca paraguaya" de Paz Encina (donde el cine se hace poema y silencio con vertiginosa lentitud), tampoco obtuvo ningún voto.
No hay que olvidar el país donde vivimos. La vulgaridad reinante en las escleróticas estructuras culturales, la mediocridad de los medios y la crítica. No hay que olvidarlo.
Por eso tiene aún más mérito que al fin se editen estas obras.
Esto no es una entrada. Es sólo el deseo que tengo de mostrar "mis" tesoros, los que he encontrado en la playa y he desenterrado con todo el asombro y toda la carencia, toda la mirada de niño que aún me pronuncia, más allá de mí
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sábado, 24 de septiembre de 2011
martes, 20 de septiembre de 2011
El tigre que ama
.
Para Dulce Ramírez, que con ternura traspasa especies
El ecologismo, a pesar de sus buenas intenciones, no es el mejor camino. Se puede hacer, con respecto a él, la misma reflexión crítica que el filósofo japonés Kitarô Nishida hacía con respecto a la ética de los derechos humanos: tal tipo de ética, decía, es incapaz de resolver definitivamente los problemas del mundo porque pertenece a una forma dicotómica de entendimiento y los problemas entre los seres humanos han de resolverse a partir de la vacuidad, que permite comprender al otro desde lo mismo.
Proteger a la naturaleza, a los niños, a los animales, es la expresión del paternalismo propio de una tradición de control y dominio del medio que se ha desarrollado a partir de la idea bíblica de que la tierra está al servicio del hombre, ese ser que se autoproclama superior a todo lo que él mismo define como inferior. Del Génesis a la Tecnología hay una línea directa. […]
Hace falta una ecosofía en vez de una ecología. En vez de dominar y proteger, volver a sentir, a oír, a oler incluso, a comprender oliendo, a saber sintiendo. En vez de la pancarta "no tocar" en los "espacios protegidos", la invitación a la hierba, la educación del sentir, la religiosa invitación a saberse hierba y a pisarla como se pisa un templo en Oriente: con los pies descalzos. "No tocar" es la señal de alarma que aparta a los niños de su origen en vez de recordárselo, que nos hace peregrinar por nuestro mundo en un vehículo diáfano como aquellos autobuses en los que los turistas cruzan, como peces en un acuario, los parajes volcánicos de algunas islas. Turistas del mundo de fuera y del interior, nos vamos convirtiendo en depredadores que han olvidado la máxima de sus antepasados los viajeros: ir de lo propio a lo otro para ser lo que eres.
Lo propio: lo más común, el oikos . Oiko-sophía: saber de lo más propio, del hábitat, lo que nos pertenece no como posesión sino como propiedad, es decir, aquello a lo que ontológicamente pertenecemos. Sophia en vez de logos: saber en vez de conocimiento, integración en vez de discurso. Saber de la intimidad que lleva incluido el amor, pues, como escribe R. Panikkar, "conocer sin amor no es el verdadero conocimiento". Amor que es compasión (karuna para el budista, piedad para el cristiano), un término que, como el de caridad, entendido por vía paternalista ha ido engrosando el diccionario terminológico del poder. Amor o com-pasión que es íntima comprensión del sentir del otro, de lo otro comprendido a partir de lo mismo. Conocimiento sintiente, no entendimiento, desde las húmedas entrañas, no desde la aridez de la mente. Desde las aguas, no desde el fuego. Porque en las aguas, siempre maternas, tiene el fuego (Agni) su morada, como dice el Veda, y las entrañas, el lugar de la compasión, es también el centro de unión en el que los dos polos se reconcilian.[…]
Las guerras, las técnicas de espiritualidad, las teologías se nos revelan, pues, como sendas estrategias para la consecución del descanso por medio de la unificación. Todas ellas procuran eliminar la tensión a su modo, las guerras llevándola a su máximo, las místicas reduciendo al mínimo las vibraciones perturbadoras, y las teologías procediendo por abstracción y realizando síntesis progresivas hasta lograr situarse mentalmente en el Uno Lógico.
Hay otro modo, sin embargo, de conseguir el descanso que el estado de unidad parece procurar, un modo al alcance de todos, utilizado también por los místicos aunque no necesitado del concurso de ningún tipo de corpus teórico, metafísico o imaginal y cuyo gozo no resulta del esfuerzo por lograr lo otro prescindiendo de lo propio (místicas), ni del uso del procedimiento de la abstracción (religiones, metafísicas), ni de la violencia como provocación (contiendas), sino de un íntimo conocimiento que es resultado de la contemplación.
La con-templación es una "pasiva actividad" que hace del lugar común templo, lugar en el que el ánimo se templa con el del otro como si de instrumentos se tratara. Templar las cuerdas del ánimo: armonizarlas al tiempo que se homogeneiza la temperatura -la fuerza y el ímpetu. Templarse: alcanzar desde los extremos el "medio", esa ecuanimidad que el espíritu chino entendía como la capacidad de saborear la "insipidez", aquel sabor que no siendo ninguno en particular es la posibilidad de serlos todos. […]
En el plano estético, es decir, aquel en el que se sitúa el individuo que adopta la actitud del espectador, esta ecuanimidad es denominada, en la terminología propia de los filósofos de Cachemira, santarasa, el estado emocional que corresponde, en la contemplación estética, al estado de calma o serenidad. También santarasa es el lugar emocional en el que todas las emociones están contenidas en potencia, del que todas surgen y al que todas vuelven. En esa calma, desde esa calma, la com-pasión es posible porque quien contempla está vacío de sí mismo y ese vacío lleno de posibilidades es el suelo común, propiamente común, de lo humano.
Pero trascendiendo el nivel psicológico de las categorías en las que la Estética se mueve, la contemplación abarca todo lo existente. No se trata, entonces, de la inmersión en este o en otro estado de ánimo, ni siquiera con el fondo común de todos los estados posibles, sino del encuentro con algo mucho más complejo que integra todo el organismo en la misma comprensión. Contemplar un lirio o un amanecer, respirar el olor húmedo del humus en un bosque o sentir la brisa del mar acariciándonos la piel o el tacto del pelo duro o suave de un animal y, bajo los dedos, la leve reacción de aquellas extremidades de ser estremecidas, su límite inverosímil, ese no-límite de repente evidente, con una evidencia que no nos llega por vía racional sino que es producto de esa inteligencia del cuerpo más ancestral, más inmediata, más olvidada también, todo ello es templarse-con, armonizarse, sentir conjuntamente y saberse en otro, en lo mismo, en uno. Porque no existe "el Uno" sino uno-mismo cuando las barreras de las diferencias se han anulado en esa evidencia "natural". Para estar-con, para salir del "sí mismo", del otro que somos individualmente, sólo hace falta salvar la distancia que se abre con el juicio, aquella que nos convierte en sujeto-que-observa-un-objeto. Juzgar es establecer la distancia.
Pero el animal no juzga, la planta no juzga, la montaña y la roca no juzgan, el mar no juzga. ¿De allí nuestra superioridad sobre ellos? No, de allí nuestra soledad, nuestra condena. Si fuésemos capaces de contemplar sabríamos, como aquel pintor chino -a Shih t'ao me refiero-, que las montañas son el mar y el mar las montañas y que el mar y las montañas saben que lo sabemos.
Si fuésemos capaces de mirarnos como mira un animal tal vez fuésemos capaces de com-pasión, ésa que acompaña al amor. Porque el juicio es incapaz de dar cuenta del amor. Y ¿qué es eso? "Amor" es la palabra que empleamos para decir la ininterrupción de la corriente de energía que hace ser. Amor es la palabra que convierte un continuo en concepto para la mente, de la misma manera en que la teoría musical india entiende que la nota es el signo mental del intervalo que es el sonido mismo. Un signo es un repliegue, una re-flexión de la conciencia; el concepto da cuenta de lo que ocurre y lo establece, previniendo. El concepto previene las modificaciones. Por lo mismo, el concepto se convierte, apenas formulado, en obstáculo para la vida en el mundo primero -el de los sucesos- del que pretende dar cuenta. Es fácil, entonces, que optemos por mudarnos al mundo segundo, donde la comodidad de los conceptos apacigua la mente por medio de la repetición, la alivia un poco de tanta decisión, de tanta necesaria libertad. Sentir, vivir sintiendo es aparentemente más fatigoso, requiere una atención constante, un estado de alerta, un estar abierto sobre la cuerda tensa. Contemplar no es pasivo, es una apertura, un tensor que apunta hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo, trazando puentes, recuperándolos, un estar en el borde siempre, en el filo que nos separa de nosotros mismos estando, sin embargo, en nuestro propio centro.
Si fuésemos capaces de mirar como mira un animal sabríamos mirar desde el centro en el mismo filo de la individualidad. El amor dice la ininterrupción del flujo, y es éste el estado natural; es amando como salta el tigre sobre su presa, como la ballena o el lince se suicidan o el oso husmea en el viento.
Si fuésemos capaces de mirar como mira un animal o como mira la tierra tal vez seríamos capaces de amarnos. De amarnos antes de la palabra amor, antes de que cualquier palabra asentara los "sentimientos" troceando el continuo, haciendo de la vida fragmentos, similitudes, repeticiones.
Chantal Maillard, El árbol de la vida
Ilustración: Shi t'ao
Para Dulce Ramírez, que con ternura traspasa especies
El ecologismo, a pesar de sus buenas intenciones, no es el mejor camino. Se puede hacer, con respecto a él, la misma reflexión crítica que el filósofo japonés Kitarô Nishida hacía con respecto a la ética de los derechos humanos: tal tipo de ética, decía, es incapaz de resolver definitivamente los problemas del mundo porque pertenece a una forma dicotómica de entendimiento y los problemas entre los seres humanos han de resolverse a partir de la vacuidad, que permite comprender al otro desde lo mismo.
Proteger a la naturaleza, a los niños, a los animales, es la expresión del paternalismo propio de una tradición de control y dominio del medio que se ha desarrollado a partir de la idea bíblica de que la tierra está al servicio del hombre, ese ser que se autoproclama superior a todo lo que él mismo define como inferior. Del Génesis a la Tecnología hay una línea directa. […]
Hace falta una ecosofía en vez de una ecología. En vez de dominar y proteger, volver a sentir, a oír, a oler incluso, a comprender oliendo, a saber sintiendo. En vez de la pancarta "no tocar" en los "espacios protegidos", la invitación a la hierba, la educación del sentir, la religiosa invitación a saberse hierba y a pisarla como se pisa un templo en Oriente: con los pies descalzos. "No tocar" es la señal de alarma que aparta a los niños de su origen en vez de recordárselo, que nos hace peregrinar por nuestro mundo en un vehículo diáfano como aquellos autobuses en los que los turistas cruzan, como peces en un acuario, los parajes volcánicos de algunas islas. Turistas del mundo de fuera y del interior, nos vamos convirtiendo en depredadores que han olvidado la máxima de sus antepasados los viajeros: ir de lo propio a lo otro para ser lo que eres.
Lo propio: lo más común, el oikos . Oiko-sophía: saber de lo más propio, del hábitat, lo que nos pertenece no como posesión sino como propiedad, es decir, aquello a lo que ontológicamente pertenecemos. Sophia en vez de logos: saber en vez de conocimiento, integración en vez de discurso. Saber de la intimidad que lleva incluido el amor, pues, como escribe R. Panikkar, "conocer sin amor no es el verdadero conocimiento". Amor que es compasión (karuna para el budista, piedad para el cristiano), un término que, como el de caridad, entendido por vía paternalista ha ido engrosando el diccionario terminológico del poder. Amor o com-pasión que es íntima comprensión del sentir del otro, de lo otro comprendido a partir de lo mismo. Conocimiento sintiente, no entendimiento, desde las húmedas entrañas, no desde la aridez de la mente. Desde las aguas, no desde el fuego. Porque en las aguas, siempre maternas, tiene el fuego (Agni) su morada, como dice el Veda, y las entrañas, el lugar de la compasión, es también el centro de unión en el que los dos polos se reconcilian.[…]
Las guerras, las técnicas de espiritualidad, las teologías se nos revelan, pues, como sendas estrategias para la consecución del descanso por medio de la unificación. Todas ellas procuran eliminar la tensión a su modo, las guerras llevándola a su máximo, las místicas reduciendo al mínimo las vibraciones perturbadoras, y las teologías procediendo por abstracción y realizando síntesis progresivas hasta lograr situarse mentalmente en el Uno Lógico.
Hay otro modo, sin embargo, de conseguir el descanso que el estado de unidad parece procurar, un modo al alcance de todos, utilizado también por los místicos aunque no necesitado del concurso de ningún tipo de corpus teórico, metafísico o imaginal y cuyo gozo no resulta del esfuerzo por lograr lo otro prescindiendo de lo propio (místicas), ni del uso del procedimiento de la abstracción (religiones, metafísicas), ni de la violencia como provocación (contiendas), sino de un íntimo conocimiento que es resultado de la contemplación.
La con-templación es una "pasiva actividad" que hace del lugar común templo, lugar en el que el ánimo se templa con el del otro como si de instrumentos se tratara. Templar las cuerdas del ánimo: armonizarlas al tiempo que se homogeneiza la temperatura -la fuerza y el ímpetu. Templarse: alcanzar desde los extremos el "medio", esa ecuanimidad que el espíritu chino entendía como la capacidad de saborear la "insipidez", aquel sabor que no siendo ninguno en particular es la posibilidad de serlos todos. […]
En el plano estético, es decir, aquel en el que se sitúa el individuo que adopta la actitud del espectador, esta ecuanimidad es denominada, en la terminología propia de los filósofos de Cachemira, santarasa, el estado emocional que corresponde, en la contemplación estética, al estado de calma o serenidad. También santarasa es el lugar emocional en el que todas las emociones están contenidas en potencia, del que todas surgen y al que todas vuelven. En esa calma, desde esa calma, la com-pasión es posible porque quien contempla está vacío de sí mismo y ese vacío lleno de posibilidades es el suelo común, propiamente común, de lo humano.
Pero trascendiendo el nivel psicológico de las categorías en las que la Estética se mueve, la contemplación abarca todo lo existente. No se trata, entonces, de la inmersión en este o en otro estado de ánimo, ni siquiera con el fondo común de todos los estados posibles, sino del encuentro con algo mucho más complejo que integra todo el organismo en la misma comprensión. Contemplar un lirio o un amanecer, respirar el olor húmedo del humus en un bosque o sentir la brisa del mar acariciándonos la piel o el tacto del pelo duro o suave de un animal y, bajo los dedos, la leve reacción de aquellas extremidades de ser estremecidas, su límite inverosímil, ese no-límite de repente evidente, con una evidencia que no nos llega por vía racional sino que es producto de esa inteligencia del cuerpo más ancestral, más inmediata, más olvidada también, todo ello es templarse-con, armonizarse, sentir conjuntamente y saberse en otro, en lo mismo, en uno. Porque no existe "el Uno" sino uno-mismo cuando las barreras de las diferencias se han anulado en esa evidencia "natural". Para estar-con, para salir del "sí mismo", del otro que somos individualmente, sólo hace falta salvar la distancia que se abre con el juicio, aquella que nos convierte en sujeto-que-observa-un-objeto. Juzgar es establecer la distancia.
Pero el animal no juzga, la planta no juzga, la montaña y la roca no juzgan, el mar no juzga. ¿De allí nuestra superioridad sobre ellos? No, de allí nuestra soledad, nuestra condena. Si fuésemos capaces de contemplar sabríamos, como aquel pintor chino -a Shih t'ao me refiero-, que las montañas son el mar y el mar las montañas y que el mar y las montañas saben que lo sabemos.
Si fuésemos capaces de mirarnos como mira un animal tal vez fuésemos capaces de com-pasión, ésa que acompaña al amor. Porque el juicio es incapaz de dar cuenta del amor. Y ¿qué es eso? "Amor" es la palabra que empleamos para decir la ininterrupción de la corriente de energía que hace ser. Amor es la palabra que convierte un continuo en concepto para la mente, de la misma manera en que la teoría musical india entiende que la nota es el signo mental del intervalo que es el sonido mismo. Un signo es un repliegue, una re-flexión de la conciencia; el concepto da cuenta de lo que ocurre y lo establece, previniendo. El concepto previene las modificaciones. Por lo mismo, el concepto se convierte, apenas formulado, en obstáculo para la vida en el mundo primero -el de los sucesos- del que pretende dar cuenta. Es fácil, entonces, que optemos por mudarnos al mundo segundo, donde la comodidad de los conceptos apacigua la mente por medio de la repetición, la alivia un poco de tanta decisión, de tanta necesaria libertad. Sentir, vivir sintiendo es aparentemente más fatigoso, requiere una atención constante, un estado de alerta, un estar abierto sobre la cuerda tensa. Contemplar no es pasivo, es una apertura, un tensor que apunta hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo, trazando puentes, recuperándolos, un estar en el borde siempre, en el filo que nos separa de nosotros mismos estando, sin embargo, en nuestro propio centro.
Si fuésemos capaces de mirar como mira un animal sabríamos mirar desde el centro en el mismo filo de la individualidad. El amor dice la ininterrupción del flujo, y es éste el estado natural; es amando como salta el tigre sobre su presa, como la ballena o el lince se suicidan o el oso husmea en el viento.
Si fuésemos capaces de mirar como mira un animal o como mira la tierra tal vez seríamos capaces de amarnos. De amarnos antes de la palabra amor, antes de que cualquier palabra asentara los "sentimientos" troceando el continuo, haciendo de la vida fragmentos, similitudes, repeticiones.
Chantal Maillard, El árbol de la vida
Ilustración: Shi t'ao
viernes, 16 de septiembre de 2011
pequeño rumor de vida
.
Si mariposa
y perrito se miran,
el mundo sobra.
Chilla el faisán:
la montaña, de pronto,
se torna real.
Un mundo vivo
dentro de cada gota
lucha, rocío.
El pino anciano
no será Buda aún
mas lo ha soñado.
¡Distancia, avispas!
Lo mismo en esta
que en otras vidas.
Tarde de niebla.
El caballo no olvida,
puente, la grieta.
Encrucijada.
Dan un sermón... Pamplinas.
Pero qué calma.
Muévete, grillo.
Voy a darme la vuelta,
hazme un ladito.
¿Gente? Muy poca.
Aquí cae una hoja,
allá cae otra.
Gorriones, no.
¡Nada de hacerse pis
en mi edredón!
Mi vieja casa.
El caracol y Buda:
la misma cara.
¿Insectos músicos?
¡Bah! La hormiga, callada,
me enseña el culo.
Canta el cuclillo,
pero la yerba mala
y yo, ni pío.
Préstenme, insectos,
por un rato mi casa,
que tengo sueño.
Cuando me vaya,
saltamones que heredas
mi tumba, guárdala.
¿Y los mosquitos?
En su escondite
Buda se ha convertido.
En mejor época
te hubiera convidado,
mosca, a mi mesa.
¿Sobrevivirlos
a todos? Sí. ¿A todos?
Oh, no, qué frío.
Sólo los dos,
frente a frente, mirándonos,
el sapo y yo.
De una tina (nacimiento)
a otra tina (muerte),
cuánta palabra inútil.
haikus de Kobayashi Issa (trad.: Orlando González Esteva)
Imagen: Ma-Yuan
.
Si mariposa
y perrito se miran,
el mundo sobra.
Chilla el faisán:
la montaña, de pronto,
se torna real.
Un mundo vivo
dentro de cada gota
lucha, rocío.
El pino anciano
no será Buda aún
mas lo ha soñado.
¡Distancia, avispas!
Lo mismo en esta
que en otras vidas.
Tarde de niebla.
El caballo no olvida,
puente, la grieta.
Encrucijada.
Dan un sermón... Pamplinas.
Pero qué calma.
Muévete, grillo.
Voy a darme la vuelta,
hazme un ladito.
¿Gente? Muy poca.
Aquí cae una hoja,
allá cae otra.
Gorriones, no.
¡Nada de hacerse pis
en mi edredón!
Mi vieja casa.
El caracol y Buda:
la misma cara.
¿Insectos músicos?
¡Bah! La hormiga, callada,
me enseña el culo.
Canta el cuclillo,
pero la yerba mala
y yo, ni pío.
Préstenme, insectos,
por un rato mi casa,
que tengo sueño.
Cuando me vaya,
saltamones que heredas
mi tumba, guárdala.
¿Y los mosquitos?
En su escondite
Buda se ha convertido.
En mejor época
te hubiera convidado,
mosca, a mi mesa.
¿Sobrevivirlos
a todos? Sí. ¿A todos?
Oh, no, qué frío.
Sólo los dos,
frente a frente, mirándonos,
el sapo y yo.
De una tina (nacimiento)
a otra tina (muerte),
cuánta palabra inútil.
haikus de Kobayashi Issa (trad.: Orlando González Esteva)
Imagen: Ma-Yuan
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miércoles, 14 de septiembre de 2011
El cadáver exquisito
Desde hace mucho tiempo vengo pensando en que escribamos un poema entre todos. A ver qué sucede, a ver qué nos sucede.
Por poner algún límite aleatorio, digamos que se pueden escribir hasta un máximo de cinco versos (así eliminamos la restricción de una sola línea, muy común en el "cadáver exquisito")
También se puede escribir entre los versos ya escritos, o incluso entre las palabras: todas las intervenciones están permitidas. Tan sólo tenéis que indicar dónde queréis que vayan vuestras líneas, que iré incorporando sin demora.
Seamos afluentes y aquí.
Seamos carencia.
Para no empezar yo mismo, tomo prestadas dos líneas de un libro maravilloso: El hombre jazmín de Unica Zürn. Un poemario más allá de la prosa, un adentrarse y temblor. Los he intervenido y "cosido" para que sirvan a este propósito:
Dos corazones de ojo en hielo
bajo el signo de la eternidad vertical
Como esperando la
pincelada,
la gota virgen de una regla
que llega sin llamada
Dos ojos de corazón en brasas
sobre el signo de una ansiada inmediatez horizontal
Seamos la parte más baja de la humanidad,
hundiendo la barbilla en un campo de nubes
y no volvamos a vernos
Seamos afluentes y aquí
seamos carencia
fosforescente en la noche
las libélulas vuelan
Sucio el estanque
de tanto mirarse los hombres
en sus aguas
cae la eternidad abierta en pájaros
atento de silencios
el olmo
la sombra de la sombra
el oso
recogen la matriz sonora y vertical
Me veo de lejos, como si viera disturbios desde la ventana.
Allá, las piedras vuelan. Podrían ser pájaros.
Voy a desritmo, sin horarios y no tengo un plan.
En su lugar, tengo una habitación de invitados sin estrenar.
"Cuando llegó su turno,
a mi ojito derecho el espejo
le guiñó el ojo izquierdo
y se marchó".
Nací ciego, y ciego voy,
tropezando a cada paso,
lo que puedo decir
de las piedras, es su aspereza,
y su obstinada quietud.
la sombra de las brasas
no conocerá jamás la quietud de la ceniza
.
jueves, 8 de septiembre de 2011
La indetenible quietud
.
el Buddha: literalmente, "el Despierto". No el "iluminado": el Despierto. Nuestro invencible etnocentrismo traduce los términos de oriente de acuerdo a nuestras propias y anquilosadas estructuras mentales: la metafísica de la luz es solipsista y sólo sabe reconocer sus propias metáforas muertas
pero el Buddha no se ilumina: no es transportado, arrobado o reconocido por una realidad trascendente, que él siempre negó. Su acto es más sencillo y respira en la inmanencia: despierta, vibra y es ahora, ahora, siempre
hace suya la indetenible quietud
porque la quietud fluye imparable: es sin origen ni centro, derramada en los ciclos sucesivos, sin inicio ni fin
pienso en el daño que ha hecho la iconografía cristiana con su representación del Cristo doliente, crucificado en la agonía. "Nuestra" religión se basa en el dolor y el martirio, y me pregunto si eso no ha reforzado nuestra voluntad de dominio y conquista, si esa acumulación de dolor representado icónicamente a lo largo de los siglos no ha fraguado un inconsciente colectivo cuyos pilares son el miedo, la ceguera, el fundamentalismo, el deseo de someter al otro (con las armas, con el mercado, con la imposición de una cultura dominante)
en contraste con ese Cristo agonizante, la serenidad del Buddha. Sus representaciones han variado a lo largo del tiempo y de la geografía, de India a Sri Lanka, de Tailandia a Camboya, de China a Japón: la serenidad es la misma
tal vez por eso en el budismo no hubo Inquisición, ni Cruzadas, ni persecuciones religiosas, ni quema de brujas, ni exterminio de herejes (aniquilación de arrianos, cátaros, etc.)
tal vez por eso en China hubo santuarios donde se celebraban, alternativamente, ritos budistas, taoístas y confucianos (¿imaginamos un mismo lugar sagrado que a diferentes horas acogiera los cultos cristiano, judío y musulmán? Algo prácticamente imposible)
el budismo ni siquiera es, en sentido estricto, una religión. No hay libros revelados, no hay un Dios creador, ni más allá (el budismo tántrico sería una excepción), ni pervivencia del "alma"
no hay alma. No hay "yo"
no existe el concepto de culpa, esa venenosa construcción judeocristiana que tanto ha hecho sufrir a la humanidad a lo largo de los siglos (sí existe la responsabilidad moral, que tiene su traducción en la cadena kármica, pero no la culpa, el pecado y la expiación tal como se entienden en Occidente)
las cuestiones metafísicas son abandonadas por inútiles e ilusorias
el lenguaje metafísico es deconstruido o reducido al absurdo (lógica Madhyamika: Nagarjuna)
además, en contraste con la ortodoxia brahmánica, el budismo no cree en la sociedad de castas ni en ningún tipo de distinción por la riqueza o el nacimiento: los intocables y los parias son iguales a los "nobles" y pueden alcanzar la liberación. Las mujeres pueden ser budistas (el hinduismo las excluyó siempre). Coincidencia con los jainas: respetar toda vida, no hacer daño a ninguna vida. Un principio básico: el odio sólo se detiene con la calma, con el amor. El conflicto sólo engendra conflicto. En el siglo VI a. C., esto significa una radical heterodoxia, una auténtica revolución social
podríamos considerar el budismo como un sistema filosófico y, sobre todo, como una vía, un sendero para la liberación. Una psicología, una fenomenología, una terapéutica que tiene su raíz en la compasión hacia los seres y en la voluntad de erradicar el sufrimiento
pero por encima de todo esto, me conmueve la serenidad, la infinita delicadeza de las representaciones del Buddha. Si miro atentamente algunas de estas imágenes, las lágrimas se asoman: algo se estremece, suavemente, y se traza el espacio del reconocimiento
amo esa serenidad y la indetenible, indetenible quietud
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el Buddha: literalmente, "el Despierto". No el "iluminado": el Despierto. Nuestro invencible etnocentrismo traduce los términos de oriente de acuerdo a nuestras propias y anquilosadas estructuras mentales: la metafísica de la luz es solipsista y sólo sabe reconocer sus propias metáforas muertas
pero el Buddha no se ilumina: no es transportado, arrobado o reconocido por una realidad trascendente, que él siempre negó. Su acto es más sencillo y respira en la inmanencia: despierta, vibra y es ahora, ahora, siempre
hace suya la indetenible quietud
porque la quietud fluye imparable: es sin origen ni centro, derramada en los ciclos sucesivos, sin inicio ni fin
pienso en el daño que ha hecho la iconografía cristiana con su representación del Cristo doliente, crucificado en la agonía. "Nuestra" religión se basa en el dolor y el martirio, y me pregunto si eso no ha reforzado nuestra voluntad de dominio y conquista, si esa acumulación de dolor representado icónicamente a lo largo de los siglos no ha fraguado un inconsciente colectivo cuyos pilares son el miedo, la ceguera, el fundamentalismo, el deseo de someter al otro (con las armas, con el mercado, con la imposición de una cultura dominante)
en contraste con ese Cristo agonizante, la serenidad del Buddha. Sus representaciones han variado a lo largo del tiempo y de la geografía, de India a Sri Lanka, de Tailandia a Camboya, de China a Japón: la serenidad es la misma
tal vez por eso en el budismo no hubo Inquisición, ni Cruzadas, ni persecuciones religiosas, ni quema de brujas, ni exterminio de herejes (aniquilación de arrianos, cátaros, etc.)
tal vez por eso en China hubo santuarios donde se celebraban, alternativamente, ritos budistas, taoístas y confucianos (¿imaginamos un mismo lugar sagrado que a diferentes horas acogiera los cultos cristiano, judío y musulmán? Algo prácticamente imposible)
el budismo ni siquiera es, en sentido estricto, una religión. No hay libros revelados, no hay un Dios creador, ni más allá (el budismo tántrico sería una excepción), ni pervivencia del "alma"
no hay alma. No hay "yo"
no existe el concepto de culpa, esa venenosa construcción judeocristiana que tanto ha hecho sufrir a la humanidad a lo largo de los siglos (sí existe la responsabilidad moral, que tiene su traducción en la cadena kármica, pero no la culpa, el pecado y la expiación tal como se entienden en Occidente)
las cuestiones metafísicas son abandonadas por inútiles e ilusorias
el lenguaje metafísico es deconstruido o reducido al absurdo (lógica Madhyamika: Nagarjuna)
además, en contraste con la ortodoxia brahmánica, el budismo no cree en la sociedad de castas ni en ningún tipo de distinción por la riqueza o el nacimiento: los intocables y los parias son iguales a los "nobles" y pueden alcanzar la liberación. Las mujeres pueden ser budistas (el hinduismo las excluyó siempre). Coincidencia con los jainas: respetar toda vida, no hacer daño a ninguna vida. Un principio básico: el odio sólo se detiene con la calma, con el amor. El conflicto sólo engendra conflicto. En el siglo VI a. C., esto significa una radical heterodoxia, una auténtica revolución social
podríamos considerar el budismo como un sistema filosófico y, sobre todo, como una vía, un sendero para la liberación. Una psicología, una fenomenología, una terapéutica que tiene su raíz en la compasión hacia los seres y en la voluntad de erradicar el sufrimiento
pero por encima de todo esto, me conmueve la serenidad, la infinita delicadeza de las representaciones del Buddha. Si miro atentamente algunas de estas imágenes, las lágrimas se asoman: algo se estremece, suavemente, y se traza el espacio del reconocimiento
amo esa serenidad y la indetenible, indetenible quietud
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