martes, 24 de mayo de 2011
Mis manos
bajo el agua, donde vibra la fragilidad (Navarra, bosque profundo, 2010)
son pequeñas
manos pequeñas de campesino delicado
su torpeza es evidente
su habilidad es evidente
saben encontrar
palpan fisuras en lo abierto
despiertan la grieta y no se mueren
han sacado gatitos moribundos de la basura
han cuidado camadas de cachorros abandonados
-han querido construir nidos entre los seres, y esto es sin fruto-
han leído rostros
han vivido rostros
han golpeado rostros
se alimentan
de cosquillas
de ritmos
de retales de caricias
de hilos de voz
de botones sueltos
su inteligencia supera –ampliamente-
a la del ser que no se atreve a poseerlas
manos animales
no pájaros pero pequeñas
no ratones pero mamíferas
manos mapache
manos tejón
manos lobo pequeño
conocen la lentitud que no se escribe
conocen la rapidez que no se escribe
detestan
los rostros de piedra
las verdades de piedra
lo unánime de la piedra
trabajan, severas, el dolor del otro
manos zahoríes
buscando el agua muda
dentro de los cuerpos
manos sismógrafo
para predecir
temblores
de la carne que se sufre
mis manos merodean
viven su vida
y van borrando el rastro caracol
que me voy siendo
ellas me hacen periferia
me enseñan la inclinación precisa
la perfecta objetividad
que elimina la distancias
mis manos hacen al otro un cuerpo
luchan contra el miedo
comen el desamparo y la ternura
jueves, 19 de mayo de 2011
Las manos de mi abuelo
Recuerdo un invierno muy duro en las Alpujarras almerienses. Había nevado en el pueblo y era difícil avanzar por las calles. El frío era intenso, cortante. Para calentarnos, todos los días bajaba de casa de mis padres a casa de mis abuelos, y ellos me preparaban un brasero que luego yo subía con mucho tiento. Había que ascender por calles empinadas y sinuosas, con cuidado de no resbalar en la nieve. Yo tenía ocho años.
Una tarde, ya oscurecido, al girar una calle, tropecé y caí, y todo el contenido del brasero se esparció en la nieve: carbones ardientes, rojos y negros, pequeñas estalactitas de fuego en la blancura cegadora. Sabía que al llegar a casa me esperaba la mirada severa de mi padre, así que empecé a recoger las brasas con las manos desnudas. Quemaban, y yo lloraba. Entonces sentí una demolición de bondad: la mano de mi abuelo en mi hombro derecho. Había decidido visitar a mis padres y me había encontrado en aquel trance. Sus palabras: “Déjalo. Todo está bien”. Y su mirada infinitamente bondadosa. Volvimos a su casa, llenamos nuevamente el brasero y subimos juntos hasta la casa de mis padres. No hubo reprimenda.
Aquello me enseñó que es un grave error considerar que la poesía es sólo el verso que se da en papel impreso. Un error fatal. La poesía es también ese gesto compasivo, esa ternura. Impedir que un niño se queme las manos con carbones ardientes.
ni luz
ni remoto centro
genesíaco:
sólo
eso pequeño
Una tarde, ya oscurecido, al girar una calle, tropecé y caí, y todo el contenido del brasero se esparció en la nieve: carbones ardientes, rojos y negros, pequeñas estalactitas de fuego en la blancura cegadora. Sabía que al llegar a casa me esperaba la mirada severa de mi padre, así que empecé a recoger las brasas con las manos desnudas. Quemaban, y yo lloraba. Entonces sentí una demolición de bondad: la mano de mi abuelo en mi hombro derecho. Había decidido visitar a mis padres y me había encontrado en aquel trance. Sus palabras: “Déjalo. Todo está bien”. Y su mirada infinitamente bondadosa. Volvimos a su casa, llenamos nuevamente el brasero y subimos juntos hasta la casa de mis padres. No hubo reprimenda.
Aquello me enseñó que es un grave error considerar que la poesía es sólo el verso que se da en papel impreso. Un error fatal. La poesía es también ese gesto compasivo, esa ternura. Impedir que un niño se queme las manos con carbones ardientes.
ni luz
ni remoto centro
genesíaco:
sólo
eso pequeño
domingo, 15 de mayo de 2011
Las manos de mi abuela
Mi abuela mataba a sus animales con sus propias manos, y yo nunca comía. Ahogaba los perros recién nacidos en un balde de agua, y yo intentaba salvarlos (sólo para llevarme un coscorrón y que los perritos volvieran al balde; en realidad lo único que lograba era prolongar su agonía).
Mi abuela no era cruel: cuidaba a los animales, amaba a los animales. Y los mataba para alimentarnos, o por no poder asistir a más bocas. Sabía matar de un solo golpe infalible, reduciendo el dolor, o el vértigo de la extinción, al umbral mínimo. En la matanza del cerdo, recuerdo que corría a esconderme entre los olivos con las orejas tapadas para no escuchar el alarido de los animales, que, a pesar de todo, me taladraba de fragilidad. Esas manos que sabían matar me daban de comer, peinaban mis cabellos, me cosían los botones, y era el mismo gesto económico, la misma austera delicadeza la que unía esa vida, esa muerte, hasta el punto de volverlas inseparables.
mi abuela era el horizonte
de muerte-vida
ella y el filo
piadoso
de sus manos
Mi abuela no era cruel: cuidaba a los animales, amaba a los animales. Y los mataba para alimentarnos, o por no poder asistir a más bocas. Sabía matar de un solo golpe infalible, reduciendo el dolor, o el vértigo de la extinción, al umbral mínimo. En la matanza del cerdo, recuerdo que corría a esconderme entre los olivos con las orejas tapadas para no escuchar el alarido de los animales, que, a pesar de todo, me taladraba de fragilidad. Esas manos que sabían matar me daban de comer, peinaban mis cabellos, me cosían los botones, y era el mismo gesto económico, la misma austera delicadeza la que unía esa vida, esa muerte, hasta el punto de volverlas inseparables.
mi abuela era el horizonte
de muerte-vida
ella y el filo
piadoso
de sus manos
martes, 10 de mayo de 2011
Tout donner avec ivresse
"Barbara respetaba enormemente a su público. En sus inicios, a veces tenía que cantar en salas prácticamente vacías, pero ella daba el concierto como si la sala estuviera llena. Recuerdo una noche en una gira: hubo una avería eléctrica e hicimos el espectáculo con velas, sin altavoces ni iluminación. Otra noche, en Pantin, Barbara estaba afónica y se sentía muy triste porque no quería decir a los espectadores, que a veces venían a verla desde muy lejos, que volvieran a casa. Decidió entonces mantener el concierto. Subió al escenario y explicó al público que tenía problemas con la voz, y entonces ocurrió algo extraordinario: la sala empezó a cantar en su lugar. Barbara interpretó sus canciones al piano y el público cantó todo el espectáculo. Fue un momento maravilloso, uno de sus más hermosos conciertos. En la sala había una emoción tan intensa que todos lloramos aquellas dos horas. No sabía que tuviéramos tantas lágrimas".
Roland Romanelli, acordeonista
viernes, 6 de mayo de 2011
El impostor sagrado
Foto: Leonard Cohen en un momento de intensa búsqueda de la inspiración...
Entre los miles
que son conocidos,
o que quieren ser conocidos
como poetas,
quizá uno o dos
sean auténticos
y el resto son impostores,
rondando por los recintos sagrados
trantando de parecer genuinos.
No hace falta decir
que yo soy uno de los impostores
y ésta es mi historia.
Leonard Cohen, Libro del anhelo (trad. Carlos Manzano)
miércoles, 4 de mayo de 2011
en su fragilidad, el verbo puede
Si en un futuro muy próximo la humanidad no limita el impacto de su intrumentación sobre el ambiente y no pone en práctica un control eficaz de los nacimientos, nuestros descendientes conocerán el espantoso Apocalipsis predicho por muchos ecólogos. La sociedad puede aislar sus supervivencia dentro de los límites fijados y reforzados por una dictadura burocrática, o bien reaccionar políticamente a la amenaza, recurriendo a los procedimientos jurídico y político. La falsificación ideológica del pasado nos vela la existencia y la necesidad de esta elección.
La gestión burocrática de la supervivencia humana es una elección aceptable, desde el punto de vista ético o político. Pero habrá de fracasar. Es posible que la gente vuelva a poner por propia voluntad sus destinos en manos de un Big Brother y de sus agentes anónimos, aterrorizados por la creciente evidencia de la superpoblación, de la mengua de los recursos y de la organización insensata de la vida cotidiana. Es posible que a los tecnócratas se les encargue conducir el rebaño al borde del abismo, es decir, fijar los límites multidimensionales al crecimiento, justamente más acá del umbral de la autodestrucción. Semejante fantasía suicida mantendría al sistema industrial en el más alto grado de productividad capaz de ser tolerado.
El hombre viviría protegido en una cápsula de plástico que le obligaría a sobrevivir como el condenado a muerte antes de la ejecución. El umbral de tolerancia del hombre en materia de programación y de manipulación pronto se volvería el obstáculo más serio al crecimiento. Y la empresa alquímica renacería de sus cenizas: se trataría de producir y de hacer obedecer al mutante monstruoso parido por la pesadilla de la razón. Para garantizar su supervivencia en un mundo racional y artificial, la ciencia y la técnica se empeñarían en instrumentar el psiquismo del hombre. Desde el nacimiento a la muerte, la humanidad estaría confinada en la escuela permanente, extendida a escala mundial, tratada de por vida en el gran hospital planetario y atada día y noche a implacables cadenas de comunicación. Es así como funcionaría el mundo de la Gran Organización. Sin embargo, los fracasos anteriores de las terapias de masa hacen esperar la quiebra también de este último proyecto de control planetario.
La instalación del fascismo tecnoburocrático no está escrita en las estrellas. Existe otra posibilidad: un proceso político que permita a la población determinar el máximo que cada uno puede exigir, en un mundo de recursos manifiestamente limitados; un proceso consensual destinado a fijar y mantener límites al crecimiento de la instrumentación; un proceso de estímulo a la investigación radical, de manera que un número creciente de gente pueda hacer cada vez más con cada vez menos. Un programa así puede aún parecer utópico: si sigue agravándose la crisis, pronto revelará su realismo extremo.
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En una sociedad rica, cada uno es un consumidor/usuario. Cada uno juega su papel en la destrucción del ambiente. El mito transforma esta multiplicidad de depredadores en una mayoría política. Por este hecho, esta multiplicidad de individuos automatizados se convierte en un bloque mítico de electores que se ponen de acuerdo sobre un problema inexistente: la mayoría silenciosa, guardiana invisible e invencible de los intereses empleados en el crecimiento que paraliza toda acción política real. Analizándolo más profundamente, esta mayoría es un conjunto de personas teóricamente dotadas de razón.
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Sólo dentro de su fragilidad, el verbo puede reunir a la multitud de los hombres para que el alud de la violencia se transforme en reconstrucción convivencial.
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A fin de ver con claridad la realidad presente, imaginemos a los niños que pronto jugarán entre las ruinas de las escuelas universitarias, de los Hilton y de los hospitales. En estos castillos profesionales convertidos en catedrales, construidos para protegernos de la ignorancia, la incomodidad, el dolor y la muerte, los niños de mañana representarán de nuevo en sus juegos las desilusiones de nuestra Edad de las Profesiones, tal como nosotros reconstruimos las cruzadas de los caballeros contra el pecado y los turcos, en la Edad de la Fe, en antiguos castillos y catedrales. En sus juegos, los niños asociarán el graznido universal que contamina hoy nuestro lenguaje con los arcaísmos heredados de los grandes gángsteres y de los vaqueros. Los imagino llamándose unos a otros “Señor Presidente de la Asamblea” o “Señor Secretario” más bien que “Jefe” o “Sheriff”.
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La transformación de una profesión liberal en dominante equivale al establecimiento legal de una Iglesia de Estado. Los médicos transformados en biócratas, los maestros en gnoseócratas, los empresarios de pompas fúnebres en tanatócratas es algo que está mucho más cerca de las “clerecías” subsidiadas por el Estado que de las asociaciones comerciales. El profesional, como maestro de la línea de moda de la ortodoxia científica, actúa como teólogo. Como empresario moral, actúa en el papel de sacerdote: con su actuación crea la necesidad para su mediación. Como cruzado benefactor actúa en el papel de misionero a la caza de marginados. Como inquisidor pone fuera de la ley al no ortodoxo: impone sus soluciones al recalcitrante que rehúsa reconocerse como problema. Esta investidura multifacética, combinada con la labor de aliviar los inconvenientes específicos de la condición humana, hace que cada profesión sea análoga a un culto establecido. La aceptación pública de las profesiones tiránicas es esencialmente un hecho político.
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Pero entonces ¿por qué no asistimos a rebeliones contra esta deriva de la sociedad industrial avanzada que termina por ser sólo un inmenso sistema mutilante de suministro de servicios? La principal explicación reside en el poder que tiene éste de engendrar ilusiones. Además, la acción, propiamente material sobre el cuerpo y los espíritus, de las instituciones profesionales funciona igualmente como un poderoso ritual generador de fe en los resultados prometidos por la administración. Además de que le enseña a leer al niño, la escuela le enseña que es “mejor” estudiar con profesores y que, sin la escolaridad obligatoria, los pobres leerán menos. Además de que permite desplazarse, el autobús, tanto como el vehículo particular, remodela el entorno y hace pasar de moda el hecho de caminar. Una parte, siempre creciente, de las funciones de nuestras principales instituciones es la de mantener y reforzar los tres juegos de ilusiones que transforman al ciudadano en cliente que sólo puede alcanzar la salvación mediante los expertos.
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Si la gente se hace cada vez más cautiva de una velocidad que la retrasa, de una educación que la embrutece y de una medicina que le desequilibra la salud, es porque más allá de cierto umbral de intensidad la dependencia de bienes industriales y de servicios profesionales destruye la potencialidad del hombre, y la destruye de una manera específica. Los productos sólo pueden reemplazar lo que la gente efectúa o fabrica por sí misma hasta cierto punto. Los valores de cambio sólo pueden reemplazar los valores de uso de manera satisfactoria hasta cierto punto. Más allá de ese punto, cualquier producto suplementario sólo beneficia al productor profesional, mientras que desorienta y atonta al consumidor satisfaciéndolo con una necesidad que el primero le ha imputado. El placer que causa la satisfacción de una necesidad sólo toma su plena significación por referencia al recuerdo de una acción autónoma personal. Hay límites más allá de los cuales la multiplicación de los productos altera precisamente en el consumidor la facultad de afirmarse actuando.
Iván Illich, La convivencialidad