jueves, 27 de mayo de 2010

El Casi (una palabra desde el limbo...)



Para grillito, la oyente más entusiasta del limbo

Como sabéis, el limbo es un lugar muy especial. Virgilio pasó de largo, dedicándole apenas un desdén apresurado. Los jerarcas de la iglesia católica decidieron que era un antro indeseable y lo cerraron. Sin embargo, sigue viviendo gente allí. Algunos hemos llegado hace poco, como okupas, procuramos vivir en él con cierta ligereza y cierta alegría. A veces nos da por celebrar una palabra. Una de esas palabras extrañas en las que "casi" nadie piensa. Por eso en el limbo decidimos saborearlas, jugar un poco con ellas, dotarlas de una lúdica e inocua densidad.

Al Stalker, paseante del limbo, le ha tocado hacer lo que sus filósofos y poetas no quisieron hacer. Darle algunas vueltas al "Casi", tarea no por grata menos ardua.

Si alguien siente curiosidad por saber a qué suena, y a qué sabe, el limbo del "Casi", o el "casi" limbo, aquí tiene una oportunidad de hacerlo:

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Para los que prefieran la lectura tradicional, aquí va una muestra del "casi":

Diferencias entre ser algo y “casi” serlo

-Entre ser tonto y ser “casi” tonto. El tonto puede llegar a ser inocente, se entrega a las cosas, no se distancia de ellas. En el casi tonto hay, sin embargo, un vértigo de inanidad, un rechazo a derramarse plenamente en lo que hace. El tonto –o el idiota romántico, o el inocente, o el iluminado- es un valor susceptible de ser transformado en mercancía y, por lo tanto, exportado, expoliado, consumido: normalizado.
Con el casi tanto no hay nada que hacer. Queda sosteniendo el paraguas, cortando tickets en la entrada del cine, podando algún seto ocasional o traduciendo libros de autoayuda. Arrinconado siempre, y sin la dignidad de los vencidos (ésa que puede exhibirse como un blasón y queda tan bien en la confección de cierto tipo de personalidad). Porque el casi tonto es, también, un casi vencido, y esto lo coloca en una posición perfectamente inútil y estéticamente insignificante.


-Entre estar vivo y estar “casi” vivo. Vladimir Jankelevitch establecía una diferencia clara entre no haber existido y haber existido. Esa diferencia está, en cierto modo, en el casi: franja intermedia, balbuceo de la existencia que se quiere in-corporar al torrente de la vida, pequeño espasmo que ilumina brevemente las tinieblas del no-ser, vertiendo en ellas un sentido efímero y arbitrario. Entre no haber existido y haber existido, a pesar del olvido que se desploma, implacable, sobre todo lo que respira, hay una diferencia infinita: la del “casi”. Porque “casi” hemos vivido, dicen los exégetas del limbo, todo cobra un frágil sentido, y no nos anegará en vano el agua lenta de la muerte.
Con estas ideas Jankelevitch pone en marcha un sutil mecanismo defensivo, contra la “casi” gratuita melancolía del mal de existir. Y es que haber existido “casi” redime el mundo, lo hace habitable y hospitalario para otros seres que habrán de llegar a él, con su hambre, su indefensión, su infinita necesidad de ser amados: uncidos a la cadena del “casi”.

-Entre estar muerto o estar “casi” muerto. Aquí entra en juego la figura del zombi y la del vampiro. Con una diferencia, el vampiro se desliza. El zombi se arrastra. El vampiro “casi” vuela (pero no vuela, levita). El zombi casi repta (pero llega a caminar, a pesar de todo). Ambos trafican con los límites y exploran las fronteras de una cierta animalidad, de una casi-animalidad, pues la caída en el animal les está vedada por su propia condición de seres híbridos. Se dice que son no-muertos, pero no es cierto. Están casi muertos: han descendido los peldaños de la escala musical del ser y se han ido desafinando hasta adquirir la textura de notas atonales, dispersas, inconexas. Eran melodía de vida y ahora son estridencia en los umbrales de la muerte, sonido apenas articulado, pura indagación en el campo de incertidumbre del “casi”.





-Entre ser poema o ser “casi” poema. Aquí hay que vencer la tentación de la confesión no solicitada, el lastre de las imágenes convencionales heredadas de la tradición, la unción –o extrema-unción- a ritmos y musicalidades sancionadas por los guardianes de la ortodoxia (catedráticos de literatura, críticos, compiladores de antologías y demás fauna edificante), etc. El “casi” poema se regodea, se sacia en su propia carne poemática; aspira a la perfección y al mármol de la posteridad. El poema, en cambio, suele nacer lacerado, o apenas nace, o apenas se lo entrevé en el balbuceo: surge de una amputación y tiende a convertirse en espejo de la desolación que lo engendró. El casi poema deleita los sentidos, complace, confirma los cimientos de nuestra existencia y apenas explora los arrabales de una melancolía programadamente digestiva y perfectamente consumible. El poema, por el contrario, hiere, quebranta, imperfecciona, desentierra la frágil raíz de lo que somos. Nos desertiza, puebla de signos la común intemperie y por eso mismo, por inaugurar un espacio de reconocimiento en la orfandad compartida, por eso mismo salva. O “casi” salva. “Casi” cura. Y si hemos sido “casi” curados o “casi” salvados tal vez conservaremos dentro algo de la metralla que el poema lanzó a nuestra carne expuesta. Esa metralla de palabras incrustadas a veces nos dolerá y nos recordará lo que somos o casi somos: seísmo contenido, aleteo, recipientes provisionales y azarosos del “casi”.

-Entre ser malos o “casi” malos. Difícil discernirlo. Tal vez sea más sencillo hablar de “un poco”. Ser malo y ser “un poco” malo. Del ser malo no hablaremos. No hablaremos del malo ni de lo que avanza hacia el mal (una presencia muy evidente en el mundo, pese a los aullidos de los apóstoles del relativismo moral). Pero el ser “un poco” malo abre insospechadas posibilidades creativas, en especial cuando ese poco de maldad se aplica a la despiadada disección de las maquinarias que gobiernan nuestro mundo. En el Limbo cultivamos el ser un poco malos como el campesino cultiva sus lechugas: con mucho amor y paciencia, una dilatada y perezosa paciencia.



-Entre ser antiguo o “casi” antiguo. Lo antiguo es evidente: es aquello que las modas han descartado o reservado para un próximo ciclo de reactualización significativa de la banalidad. Lo “casi” antiguo es más interesante porque, sin ser antiguo, no puede ser moderno. Está herrumbrado, ha sido desgastado por el alma de un ser incapaz de vibrar según los ritmos consensuados de su época. El casi antiguo está confinado a la vida en los márgenes, y sólo allí logrará una precaria identidad o un también precario e inestable punto de vista. Es el lugar de los habitantes del limbo: desconfiados de lo moderno, pero no retrógrados, están condenados a habitar ese indiscernible umbral entre lo presentido y lo sentido, entre la certeza y la intuición, la pasión y el tedio, el retraimiento y el vuelco en el otro, la desconfianza y la confianza.

-Entre ser moderno y “casi” moderno. Para los habitantes del limbo, el moderno carece por completo de interés porque es un ser plenamente arraigado en su lugar. Es moderno, está en consonancia con su mundo, no aloja ninguna superstición del origen: él es su propio centro, está en el lugar designado por las constelaciones y es el predilecto de los dioses.
El “casi” moderno, sin embargo, aquel que se ha esforzado en llegar a la modernidad desde abajo, habita el signo de lo mellado, es un ser eternamente a medio hacer, desenraizado y difuminado. Los dioses no lo aman porque a los dioses les gusta lo moderno: el hombre que no genera aristas a su paso y abandona el escenario con una reverencia impoluta. El hombre o la mujer casi modernos, sin embargo, están desenfocados siempre, viven en un perpetuo desfase o vértigo no cartografiado. Su imperfección, la verdad sea dicha, enternece. Su inutilidad despierta nuestra complicidad. El casi moderno vive derramándose, desbordando el vaso de sí: es evidente que quiere fluir hacia algo, pero ese algo le es irremisiblemente negado. El hombre moderno, por el contrario, es perfecto aun en su imperfección, y esto en el limbo es algo que no se perdona.

-Entre ser “posmoderno” y “casi” posmoderno. La diferencia es muy sencilla. El posmoderno tiene siempre la palabra “rizoma” en la boca. Y es que el “rizoma” mola bastante. El “casi” posmoderno es posmoderno pero aún no ha descubierto la palabra rizoma, la desterritorialización, el devenir-animal, la différance, etc. Por lo tanto, no domina la jerga que te inviste con los atributos de lo posmoderno. En resumidas cuentas, se trata de un perfecto inútil. Pero tampoco hay que olvidar que el posmoderno es “casi” tonto, está “casi” muerto, es un “casi” poema y que, en definitiva, no merece más atención que la boñiga que ya casi se seca al sol en los altos valles pirenaicos.

-Entre ser lento y “casi” lento. Ser lento es ser aliado de la pequeñez, de la insignificancia, de la contradicción y de la inutilidad. “Escribir inútilmente, para ejercer lo inútil, para abrazar lo inútil, para hacer de la inutilidad un manantial. (Ch. M.)” El lento desconfía de los filósofos rápidos, de los escritores grandes y de los poetas emergentes. Le gustan los pensadores rumiantes, los escritores pequeños y los poetas sumergidos.
El “casi” lento, y esto lo saben muy bien los filósofos y paseantes del limbo, suele ser un impostor, porque, dejemos las cosas claras, o se es lento o no se es. Y punto: o estás del lado de la lentitud o de la rapidez. En el limbo, a veces, nos gusta cultivar esta intransigencia festiva y necesaria.

Y gracias a los maravillosos cuadros de Zao Wou Ki, que adornan las estancias luminosas y en perpetua transformación del limbo.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Visiones. La confesión de Mikkel


Ordet (Carl Theodor Dreyer, 1955)

Inger yace en su ataúd, cercada por los seres que la amaron. Anders, el marido, no abandona la cabecera, la coge de la mano, inconsolable. El patricarca Borgen le dice:
-Déjala. Su alma ya no está aquí. Se ha ido al cielo.
Mikkel responde:
-Su cuerpo. También amaba su cuerpo.
Una de las frases más conmovedoras de la historia del cine.

“También amaba su cuerpo”. Un cuerpo que ahora le quiere ser infinitamente arrebatado. En la hora de la separación, Mikkel no piensa en el alma: piensa en el cuerpo. Porque en el mundo de las ideas, el cuerpo es lo último en desaparecer, porque Mikkel interpone su propio cuerpo para evitar que coloquen la tapa al ataúd: interpuesto ante la inminencia de la desaparición de lo que se ama, el lugar en que se han vertido tantos gestos que se hicieron cuerpo, que hicieron el cuerpo, que se in-corporaron al sucesivo vértigo del existir.

El cuerpo es la tectónica de placas del sentido, lo que se mueve, lo que conmueve y acoge los movimientos interiores. También es la arqui-lectura del sentido, su contrafuerte. El cuerpo como extensión del ahí, del ahora, del dentro hecho legible a través de la epidermis que ofrece sus signos. Aquí se declina el cuerpo, se visibiliza el cuerpo, le ponemos el cuerpo a las cosas que más nos importan, lo transformamos en regazo, en cosa, en recipiente, según el espacio, el latido, la fractura de la existencia puramente animal que sostiene la frágil estructura psíquica. No hay concepto que valga lo que el abrazo, el cobijo, no hay pensamiento que pueda consolarnos de la sustracción del cuerpo. Somos la in-flexión de un lugar, el pliegue o la encrucijada donde eso se profiere, se exhala, se canaliza, se vierte, se canta. El lugar de la inocencia era el lugar donde los niños cantaban al cuerpo, cantaban con el cuerpo, sin saberlo. Cuerpo-aliento o cuerpo que fluye y nos arrastra, ahora, ahora, siempre. El cuerpo es: tensión, vibración, tonalidad, alarido o canción, y no podemos renunciar a él porque, como Mikkel, al amar también amamos, minuciosamente, un cuerpo, también nos entrañamos en un cuerpo.

sábado, 15 de mayo de 2010

Poíesis-poema. La baba del caracol. Lo sagrado






Anoche, en el canal 33, Chantal Maillard, Antonio Gamoneda y Albert Balasch conversaron sobre poesía y el hacer poético.

Si tenéis una hora, no os lo perdáis. Se han dicho muchas cosas muy valiosas.

El vídeo incorporado al blog ha de ser forzosamente pequeño, pero en la esquina inferior derecha hay un cuadradito que permite ampliarlo a pantalla completa. También puede verse, en un formato quizá más agradable visualmente, en el siguiente enlace:

http://www.tv3.cat/lhoradellector/videos

Y una propina:

jueves, 6 de mayo de 2010

Instrucciones para destruir la génesis-fantasma


Zóbel, Paisaje sordo

1. Adentrarse en la mirada de las vacas en los altos valles navarros.
2. Releer a Wittgenstein. "Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo." "La totalidad de los pensamientos verdaderos es una figura del mundo."
3. Palpar la desestructuración interior inducida por la conjunción de estos dos elementos aparentemente disímiles y, sin embargo, tan íntimamente ligados.
4. Repetir, con Heidegger: "El extrañamiento es una forma fundamental de ser-en-el-mundo". Cultivar el extrañamiento. Consentirlo. Ecualizarlo.
5. Buscar el entrañamiento. No hallarlo. No desesperar (recurrir, para ello, al segundo núcleo, el que desactiva la tentación del velo. Recurrir a ese núcleo: el arraigo).
6. Adivinar el entrañamiento en las trazas generadas por la intersección del alma exterior y el cuerpo interior. Detenerse en esa perplejidad, en los poros del mundo. A medio espasmo de lo real, caer al suelo, con la alegría de la deserción.
7. Emanciparse de la imperiosa unidad-identidad. Buscar la lengua del cachorro, las señales de combustión, los rescoldos. Para aliviar en ti, en los otros.
8. Evitar la detención en la matriz del daño. No evitar (se refuerza el tejido): deslizarse.
9. Atender al qué. Atender al cuándo.
Confiar.
10. Oír el paisaje sordo.

domingo, 2 de mayo de 2010

Muerte en Persia. Annemarie Schwarzenbach


El Demavand, Persia

Todo ángel es terrible

Rilke

Por haber sufrido, tal vez, o inmerecidamente me concedieron un ángel (es una manera de decir; todo es una manera de decir).
Cuando un ángel cae, al principio sufre porque no sabe nada salvo la tarea encomendada. Después, poco a poco, va recuperando la visión y el poder. Cuando lo recupera del todo, entonces se va. Dicen que ha muerto pero no: es que le han vuelto a crecer las alas.

No estoy lista aún para que recuperes del todo la visión. ¿No ves cuánta confusión anida todavía en mi pecho, que me hace confundir, como por necesidad, el objeto al que la llama se dirige con el propio fuego? Ellos son excusas para arder, son el reto de las brasas, la madera para la pira
.

Benarés, Chantal Maillard





-Luego he atravesado el lecho del valle. ¿Has visto cómo apretaba los dientes, cómo me aferraba con los puños al cinturón? ¿Has visto que no he gritado ni tampoco he llorado?
No me contestó. Yo solo oía el viento que batía las cuerdas y las paredes de la tienda.
-¿Y después? –preguntó el ángel.
-Después he llegado a una colina que al principio me había parecido inalcanzablemente lejana. Era una colina en ruinas, de tiempos remotos. Entretanto, la sombra ya había alcanzado la llanura, el sol se depositaba resplandeciente sobre las montañas lejanas, pero yo me estremecía.
-¿Qué has hecho en la colina?
-Me he agachado porque había fragmentos de cerámica trozos de tejas calcinadas. Los he levantado y los he contemplado, luego me he dirigido hacia el centro de la colina donde algún expoliador de otros tiempos, o alguna persona sedienta de saber, había cavado un cráter, y allí he visto los cimientos de una antigua fortaleza…
-¿Y a mí no me has visto? –preguntó el ángel con dulzura.
Guardé silencio. Tumbada sobre la estrecha cama, con los ojos cerrados y los miembros entumecidos, permanecí atenta. Sentí cómo el corazón me latía a un ritmo anómalamente acelerado, sentí de repente los dolores de espalda, la postración de mis rodillas ligeramente dobladas, la humedad y la languidez de mis manos. Sentí que el sueño estaba muy lejos y que el viento, atrapado en la hondonada del valle, agitaba las paredes de mi tienda.
-Mi querido ángel –dije-, querido ángel mío, ¡ayúdame!
Presa del miedo, abrí los ojos.
Se encontraba en medio de la tienda, y la luz tersa y sin brillo de la nube del Demavend aureolaba su figura.
-En la colina he empezado a forcejear contigo –dijo-. He visto tus dolores. He visto cómo vanamente te atormentabas, cómo habías depositado tu última esperanza en un milagro. ¿Qué te sucedía?


Asaltada por la vieja y muda esperanza, enmudecí ante lo aterrador de la pregunta.

-Lo ignoro –dije.
No me exhortó a rezar ni a confiarle mis cuitas, como suelen hacer los humanos, los sacerdotes y los médicos.
Se me acercó.
-Te he visto traspasar las crestas de las colinas y atravesar aprisa la hondonada del valle, y he visto claramente que estabas al límite de tus fuerzas. Si hubieses tenido aún alguna razón de fondo, alguna razón ante los humanos y un fondo bajo tus pies… Pero he visto claramente que no tenías ya nada que oponer, y que por eso querías morir.
Se inclinó hacia mí.
-Eres débil –me dijo-, muy débil, pero franca. Por eso he decidido forcejear contigo, para enderezarte contra tu miedo a la muerte.
-No tenía miedo –dije en voz baja.
-Tu miedo era tan grande –dijo el ángel- que querías ocultar tu cara en la hierba alta y en la hierba baja, en las oscuras aguas de la muerte.
Entonces callé.
-No creas que puedo aliviarte –dijo.
Suspiré hondamente.
-¿En qué piensas? –preguntó, tan cerca de mí que habría podido tocarlo sin esfuerzo.
-Pienso que si tan solo me permitieras tocarte ya me sentiría un poco más aliviada –dije-. ¡Si al menos pudiera estirar la mano!
-No puedes moverte –dijo el ángel con gentileza-, estás totalmente desvalida, a merced de los ángeles de este país, que son terribles. No te hagas ilusiones. Mi decisión de forcejear contigo tampoco significa nada. ¿Te acuerdas de cómo te he enderezado en la colina, con las manos llenas de fragmentos de cerámica? Pensabas que te alzabas contra el viento y el frío vespertino. Pero te enderezabas en el forcejeo conmigo, y yo te he soltado y tú, reconfortada aunque no consolada, has regresado a las tiendas atravesando la hondonada del valle.
-En todo momento he procurado no acercarme al río.
-¿Entonces volvías a sentir apego a la vida?
-No –dije-. El viento había hecho trizas los rostros que yo creía amar.
-No he venido para aliviarte –dijo el ángel-, no he venido para eso. Sólo quería ver cómo te encontrabas. Quería ver si ahora soportarías la desolación y el abandono de mi país.
-¿De tu país? –pregunté, escéptica.



-No esperes demasiado de mí –dijo severamente-, también los ángeles estamos atados. En este país hay miles de ángeles que pueden cruzarse en tu camino y a los que tal vez llegues a comprender si quieres salvarte. Pero tu ángel de la guarda, ese del que te hablaron en casa, no existe. Nada existe que pueda remediar tu soledad. Aquí tienes que conformarte conmigo, uno entre miles…
-No me quejo –osé objetar-, sólo digo que estoy muy sola y ya no sé a qué asirme ni cómo enderezarme. Hoy me has ayudado tú, y no ha sido nada fácil; pero uno no tropieza todos los días con un ángel, y sin embargo cada día está lleno de la aurora matinal y del arrebol vespertino que arden como el fuego del infierno, lleno de horas que se bastan a sí mismas pero no a mí.
-Exprésate con más claridad –dijo el ángel severamente.
Traté de cerrar los puños, pero las manos, inertes junto a mis costados, no me obedecían. Era horroroso sentir cómo la indefensión penetraba a través de mi postrado cuerpo hasta el corazón.
-Tengo miedo –dije mirando al ángel, mejor dicho, tratando de mirarlo. Deseé que su mirada me salvara una vez más, que me liberara del agarrotamiento de mi corazón y llenara mis manos de fuerza.
Pero él permanecía a la sombra. Con súbita desesperación noté que no tenía ante mí a un ser humano al que uno pudiera aferrarse en medio del desconsuelo compartido para soltar siquiera un sollozo.
-No puedo más –dije, postrada de muerte.
Entonces sólo respondió:
-Eres de una franqueza que raya en la tozudez. Pero no vale para salirle al paso a la vida que, en efecto, es más fuerte que tú y todos vosotros –y abandonó la tienda.
No quise ver cómo apartaba la cortina para salir sin agachar la cabeza.
Fuera lo recibe su país, su noche, su viento, pensé. Sin poder evitarlo oía el viento que batía las cuerdas y las paredes de la tienda. Vi cómo el ángel se marchaba, con la suave luz del Demavend envolviendo sus hombros como una capa. Caminaba por la hierba alta de la orilla, entre los ciento cincuenta caballos que dormían de pie, vadeaba el río sin mojarse, pasaba ante el fuego rojizo de la chaikhane, bajo las franjas de roca gris a cuyo resguardo dormían los íbices. Y cuando lo había perdido de vista me pregunté por qué no había logrado retenerlo en el momento en que forcejeaba conmigo en la colina de los fragmentos de cerámica…
Pero ni siquiera conseguí estirar la mano. Y ya no quedaba nadie.

Muerte en Persia, Annemarie Schwarzenbach (trad. Richard Gross y María Esperanza Romero)