domingo, 2 de mayo de 2010
Muerte en Persia. Annemarie Schwarzenbach
El Demavand, Persia
Todo ángel es terrible
Rilke
Por haber sufrido, tal vez, o inmerecidamente me concedieron un ángel (es una manera de decir; todo es una manera de decir).
Cuando un ángel cae, al principio sufre porque no sabe nada salvo la tarea encomendada. Después, poco a poco, va recuperando la visión y el poder. Cuando lo recupera del todo, entonces se va. Dicen que ha muerto pero no: es que le han vuelto a crecer las alas.
No estoy lista aún para que recuperes del todo la visión. ¿No ves cuánta confusión anida todavía en mi pecho, que me hace confundir, como por necesidad, el objeto al que la llama se dirige con el propio fuego? Ellos son excusas para arder, son el reto de las brasas, la madera para la pira.
Benarés, Chantal Maillard
-Luego he atravesado el lecho del valle. ¿Has visto cómo apretaba los dientes, cómo me aferraba con los puños al cinturón? ¿Has visto que no he gritado ni tampoco he llorado?
No me contestó. Yo solo oía el viento que batía las cuerdas y las paredes de la tienda.
-¿Y después? –preguntó el ángel.
-Después he llegado a una colina que al principio me había parecido inalcanzablemente lejana. Era una colina en ruinas, de tiempos remotos. Entretanto, la sombra ya había alcanzado la llanura, el sol se depositaba resplandeciente sobre las montañas lejanas, pero yo me estremecía.
-¿Qué has hecho en la colina?
-Me he agachado porque había fragmentos de cerámica trozos de tejas calcinadas. Los he levantado y los he contemplado, luego me he dirigido hacia el centro de la colina donde algún expoliador de otros tiempos, o alguna persona sedienta de saber, había cavado un cráter, y allí he visto los cimientos de una antigua fortaleza…
-¿Y a mí no me has visto? –preguntó el ángel con dulzura.
Guardé silencio. Tumbada sobre la estrecha cama, con los ojos cerrados y los miembros entumecidos, permanecí atenta. Sentí cómo el corazón me latía a un ritmo anómalamente acelerado, sentí de repente los dolores de espalda, la postración de mis rodillas ligeramente dobladas, la humedad y la languidez de mis manos. Sentí que el sueño estaba muy lejos y que el viento, atrapado en la hondonada del valle, agitaba las paredes de mi tienda.
-Mi querido ángel –dije-, querido ángel mío, ¡ayúdame!
Presa del miedo, abrí los ojos.
Se encontraba en medio de la tienda, y la luz tersa y sin brillo de la nube del Demavend aureolaba su figura.
-En la colina he empezado a forcejear contigo –dijo-. He visto tus dolores. He visto cómo vanamente te atormentabas, cómo habías depositado tu última esperanza en un milagro. ¿Qué te sucedía?
Asaltada por la vieja y muda esperanza, enmudecí ante lo aterrador de la pregunta.
-Lo ignoro –dije.
No me exhortó a rezar ni a confiarle mis cuitas, como suelen hacer los humanos, los sacerdotes y los médicos.
Se me acercó.
-Te he visto traspasar las crestas de las colinas y atravesar aprisa la hondonada del valle, y he visto claramente que estabas al límite de tus fuerzas. Si hubieses tenido aún alguna razón de fondo, alguna razón ante los humanos y un fondo bajo tus pies… Pero he visto claramente que no tenías ya nada que oponer, y que por eso querías morir.
Se inclinó hacia mí.
-Eres débil –me dijo-, muy débil, pero franca. Por eso he decidido forcejear contigo, para enderezarte contra tu miedo a la muerte.
-No tenía miedo –dije en voz baja.
-Tu miedo era tan grande –dijo el ángel- que querías ocultar tu cara en la hierba alta y en la hierba baja, en las oscuras aguas de la muerte.
Entonces callé.
-No creas que puedo aliviarte –dijo.
Suspiré hondamente.
-¿En qué piensas? –preguntó, tan cerca de mí que habría podido tocarlo sin esfuerzo.
-Pienso que si tan solo me permitieras tocarte ya me sentiría un poco más aliviada –dije-. ¡Si al menos pudiera estirar la mano!
-No puedes moverte –dijo el ángel con gentileza-, estás totalmente desvalida, a merced de los ángeles de este país, que son terribles. No te hagas ilusiones. Mi decisión de forcejear contigo tampoco significa nada. ¿Te acuerdas de cómo te he enderezado en la colina, con las manos llenas de fragmentos de cerámica? Pensabas que te alzabas contra el viento y el frío vespertino. Pero te enderezabas en el forcejeo conmigo, y yo te he soltado y tú, reconfortada aunque no consolada, has regresado a las tiendas atravesando la hondonada del valle.
-En todo momento he procurado no acercarme al río.
-¿Entonces volvías a sentir apego a la vida?
-No –dije-. El viento había hecho trizas los rostros que yo creía amar.
-No he venido para aliviarte –dijo el ángel-, no he venido para eso. Sólo quería ver cómo te encontrabas. Quería ver si ahora soportarías la desolación y el abandono de mi país.
-¿De tu país? –pregunté, escéptica.
-No esperes demasiado de mí –dijo severamente-, también los ángeles estamos atados. En este país hay miles de ángeles que pueden cruzarse en tu camino y a los que tal vez llegues a comprender si quieres salvarte. Pero tu ángel de la guarda, ese del que te hablaron en casa, no existe. Nada existe que pueda remediar tu soledad. Aquí tienes que conformarte conmigo, uno entre miles…
-No me quejo –osé objetar-, sólo digo que estoy muy sola y ya no sé a qué asirme ni cómo enderezarme. Hoy me has ayudado tú, y no ha sido nada fácil; pero uno no tropieza todos los días con un ángel, y sin embargo cada día está lleno de la aurora matinal y del arrebol vespertino que arden como el fuego del infierno, lleno de horas que se bastan a sí mismas pero no a mí.
-Exprésate con más claridad –dijo el ángel severamente.
Traté de cerrar los puños, pero las manos, inertes junto a mis costados, no me obedecían. Era horroroso sentir cómo la indefensión penetraba a través de mi postrado cuerpo hasta el corazón.
-Tengo miedo –dije mirando al ángel, mejor dicho, tratando de mirarlo. Deseé que su mirada me salvara una vez más, que me liberara del agarrotamiento de mi corazón y llenara mis manos de fuerza.
Pero él permanecía a la sombra. Con súbita desesperación noté que no tenía ante mí a un ser humano al que uno pudiera aferrarse en medio del desconsuelo compartido para soltar siquiera un sollozo.
-No puedo más –dije, postrada de muerte.
Entonces sólo respondió:
-Eres de una franqueza que raya en la tozudez. Pero no vale para salirle al paso a la vida que, en efecto, es más fuerte que tú y todos vosotros –y abandonó la tienda.
No quise ver cómo apartaba la cortina para salir sin agachar la cabeza.
Fuera lo recibe su país, su noche, su viento, pensé. Sin poder evitarlo oía el viento que batía las cuerdas y las paredes de la tienda. Vi cómo el ángel se marchaba, con la suave luz del Demavend envolviendo sus hombros como una capa. Caminaba por la hierba alta de la orilla, entre los ciento cincuenta caballos que dormían de pie, vadeaba el río sin mojarse, pasaba ante el fuego rojizo de la chaikhane, bajo las franjas de roca gris a cuyo resguardo dormían los íbices. Y cuando lo había perdido de vista me pregunté por qué no había logrado retenerlo en el momento en que forcejeaba conmigo en la colina de los fragmentos de cerámica…
Pero ni siquiera conseguí estirar la mano. Y ya no quedaba nadie.
Muerte en Persia, Annemarie Schwarzenbach (trad. Richard Gross y María Esperanza Romero)
Este fragmento de "Muerte en Persia" me estremeció. Para el encuentro con el ángel hace falta la desolación extrema de las altas llanuras, la presencia del Demavand... pero la falta de consuelo, la negación del abrazo, la negación del abajo, me consterna.
ResponderEliminarQuizá los hombres no saben velar y proteger, quizá los hombres son tan terribles como los ángeles de Persia. Sin embargo, el abrazo, el nido, el regazo, bastan para desgarrar la postración de muerte, para arraigarnos en el otro, acompasarnos.
A veces.
Mientras tanto.
el último paso, aquel que nos cruza de vida a muerte, deberíamos hacerlo como si fuera a la inversa, bien acabada la vida. ser certeros y que no tuviese cabida el miedo. no hacerlo solos. es un juego de moléculas con alma. así, el ulterior paso se nos lleva toda la partida, el game over... y del otro lado reconoceremos algo que se nos aparecerá como vida refulgente, una gata, alguien, un lugar... y ya nunca más volveremos a sentir miedo...
ResponderEliminarno sé si he comprendido el texto de annemarie. simplemente su lectura decantó mi pequeño texto como jarra al vaso...
mi agradecimiento, sin embargo, queda expuesto a la luz tan verídica de tu marienbad...
besos,
òscar.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHermano búfalo:
ResponderEliminarque la muerte fuera llegar a alguien. A un alguien que es un lugar donde derramarse. Llegar a alguien y volcarse en él. Y ahí descansar, descansar, que la energía se apacigüe y se extingan las huellas de todos los caminos recorridos. Necesaria ecuanimidad. Equilibrio.
Para mi abuelo la muerte era un lugar pacífico porque "ahí nadie le debe nada a nadie". Claro: la conspiración de los mercaderes hace inteligible el mundo, pero no sirve para otra cosa. Yo prefiero imaginar que la muerte es una reconciliación en la extinción del soplo, y que caemos hacia una presencia en la que descansamos.
abrazos
Estremece la forma sosegada de contarlo. Aunque los ángeles de la guarda no existan es un consuelo que puedas encontrarte un día con un ángel que no va a darte más que un espejo para poder contemplarte en él. A pesar de todo, o quizá gracias a ello, de una belleza desasosegante.
ResponderEliminar"Los ángeles, no saben nunca si están entre los vivos o los muertos. Arrastrados por la corriente eterna que se lleva las edades por los dos imperios, vuelan envueltos en su rumor." (Rilke)
ResponderEliminarQuizás todos seamos ángeles sin saberlo. Y encontramos, a veces en nuestro propio Demavend, al ángel terrible que forcejea con nosotros y nos muestra que solos tenemos que pasar el dolor, el sufrimiento, la soledad...para perderle el miedo a "ese" camino que nos queda por delante y soportar la desolación.
El texto de Annemarie sobrecoge.
Ramón:
ResponderEliminarbelleza desasosegante, sí. De esa que te inflige un desasosiego fecundo y te quiebra el centro, allí donde crecen y cuidamos los espejismos.
Tenemos que crecer así, desvalidos. Y sin embargo, creo que hay otro tipo de ángeles, que no sólo forcejean con nosotros sino que siempre tienen una palabra de aliento. Quiero creer que es así.
Es un texto intenso, muy doloroso.
salud
Say:
ResponderEliminarésa es la cosa, eso es lo que dice el ángel terrible, el ángel de Persia. Pero hay otros ángeles, quizá no tienen alas, quizá sólo se alimentan de su propia visión o esbozan un eterno gesto compasivo. Son pequeños, de aspecto mísero, nadie pensaría que son ángeles. Y sin embargo, guardan una palabra de ternura, aquella que puede salvar a un espíritu en ruinas en su hora más oscura. Palabras para erguir, para sobrevolar el espíritu que germina y velar el sueño, la vigilia y los estados intermedios, tan extraños a veces, tan singularmente atroces,
abrazos
Esa forma pausada de relatar la muerte. El relato es suave y bello. ¿Debería de ser así la muerte? ¿Acompañada por un ángel?.
ResponderEliminarSi, tal vez ese formula sea la mejor.
Irse sin apegarse a la vida. Para ello uno tiene que haber vivido lo suficiente, y de una forma coherente, sin dañar al resto, sin pisar hormigas, sin errores tal vez.
Muy bonito el texto y las fotos que acompañan. Las fotos me han recordado a los montañeros que mueren arriba, allí cerca del cielo. (Muchas veces no entiendo porque tienen ese afán de subir a lo más alto y arriesgarse así).
Lola:
ResponderEliminarQuizá es la vida lo que espera tras cruzar esa inhóspita desolación. Se baja al fondo, hasta el azul, y luego se empieza a ascender, otra vez.
Lo curioso es que haya que subir tan alto, y tener al Demavand presidiendo la ordalía...
Es curioso: entiendo muy bien a los montañeros. ¿Para qué si no está el cielo? Para tocarlo. Aspiración a fundirse con lo divino que nos fue extirpado y ha sido secularizado en forma de turismo de aventura, tal vez.
abrazos
Estremecimiento. La montaña y el ángel me atravesaron.
ResponderEliminarInarticulada.
Caída. Salvación. Estamos en uno mismo. Der Wille. Y el círculo traza espirales.
Portinari:
ResponderEliminarder Wille...
recuerdo que hace muchos años,cuando intentaba aprender alemán por mi cuenta (operación infructuosa), escribí una frase que en aquel momento me pareció oscura e inquietante:
Wirklich, der Traum kommt nicht.
Creo que está relacionado con lo que dices y que este texto la ilumina, porque es un texto que habla de la infinita vigilia, de la condena de la visión y de la imposibilidad del sueño.
abrazos
Tengo pendiente enfrentarme a la lectura de este libro.
ResponderEliminarHace muy poco ha salido otro, también de Annemarie Scharzenbach en Ed.Minúscula:
"Ver a una mujer".
Laia:
ResponderEliminarno he leído "Ver a una mujer", pero sabía de su existencia.
Queda para una próxima razzia libresca...
salute
Texto conmovedor de una autora que me descubres. Desde que le rezaba al Angel de la Guardia (mi dulce compañía, etc.) estas creaturas siempre me han impresionado. Aquí es muy hermoso la conjunción de la altura descarnada y sola con la morada de los ángeles. Ojalá llegar a la muerte fuera como subir a una montaña (o pasar por una grieta) y que fuera necesaria esta lucha (o un enigma) para abandonarnos. Es algo bello, merecer entrar en la muerte.
ResponderEliminarHe pensado en algunos ángeles que he encontrado : las pinturas de ángeles de la época colonial, en particular los de una ciudad de Zipaquirá. También me ha llevado al cine, y esa primera parte de la película de Wenders (que es para mí una de las más acertadas representación de los ángeles). Y claro, me ha sido imposible no pensar en la lucha de Jacob con el ángel, ese extraño pasaje de la Biblia y el cuadro de Delacroix. Claro, en el texto Biblíco es un pasaje hacia la vida (aunque Jacob quede cojeando de las caderas) pero ya sugiere que también están allí para llevarnos a la muerte.
Bellas fotos. (Ah! y bueno, a lo mejor por las fotos, pensé en las nieves de Kilimandjaro y la muerte del personaje).
Agradable velada aquí en tu compañía, aprovechando que mañana no se trabaja.
Un abrazo para ti
Leonardo