lunes, 26 de octubre de 2009

La belgitude III. Chantal Maillard o la poesía que dice el hambre





En un principio fue el hambre. Y la necesidad de unirse, de mantenerse unidos para poder subsistir. De ahí que los pueblos tuvieran que construirse una historia común, un pasado por el que fortalecer su identidad. El poeta se encargó de ello. El poeta no era un oráculo; era un forjador de mitos. Entonados, estos mitos podían memorizarse y transmitirse. De este modo, unidos en una memoria colectiva, el pueblo podía subsistir. La poesía, entonces, en sus inicios, tenía una función política.
Pero fue reemplazada por las teodiceas. Los filósofos se convirtieron en consejeros de los gobernantes y reemplazaron a los cantores y, poco a poco, la poesía fue convirtiéndose en un juego elegante cultivado por los nobles en las tardes ociosas.
Podríamos pensar en el ars poetica como en una degeneración de la actividad poética. Podríamos hablar de una “estetización de la mnemotecnia”. En este proceso, el poeta tomó prestado de la filosofía (que también era cosa de palacio) ciertos hábitos. Por ejemplo, el autor empezó a utilizar la tercera persona del plural (“los hombres”…) para hablar de sí mismo. Contagiado de la metafísica, el poeta se ejercitó en lo universal, ya no con el ejemplo, como correspondía a la poesía épica (a la que se refería Aristóteles), sino con el concepto. Ya no se hacía referencia a aquel personaje apasionado o a aquel otro cuya muerte, etc., sino que se cantaba el Amor y la Muerte… Y así hemos llegado a este momento.
Sin embargo, ahora, después de haber tomado conciencia de que la Historia no es ni tiene por qué ser la historia verdadera y que las metafísicas no pasan de ser ejercicio de lenguaje, ahora, después del desencanto y de la hibridación de los géneros, puede que la poesía, algún tipo de poesía vuelva a sernos necesaria. Pero ¿qué tipo de poesía?, y ¿para qué?
Respondamos a lo segundo en primer lugar: para volver a entrañarnos. Porque la metafísica no nos ha simplificado la vida ni nos la ha hecho más llevadera. Porque nuestra identidad de pueblo se ha desintegrado en pequeñas cápsulas (unifamiliares, individuales) y seguimos anhelando una unidad mayor. Y, sobre todo, porque ahora, para la conciencia posmoderna, la existencia misma es lo que se nos ha vuelto extraño y que probablemente echemos en falta un nuevo “entrañamiento”. […]
La poesía de la que necesita la conciencia posmoderna no parece que sea la épica de Homero ni la ingeniosa versificación palaciega de épocas decadentes. Pero tampoco es la poesía metafísica, aquella de la que Aristóteles dijera que es más filosófica que la Historia porque la Historia atiende a hechos individuales mientras que la poesía atiende a lo universal. Conviene tener cuidado, ante frases como ésta, de Zambrano:

La poesía se sumerge bajo el tiempo, desprendiéndose de los acontecimientos, en busca de lo primario y original, de lo indiferenciado.

El poeta que se desprende de los acontecimientos es un metafísico, y el poeta místico es un metafísico que se ignora. El poeta místico se desentraña y se proyecta en el nombre que le da a un supuesto origen. Si de lo que tenemos necesidad, hoy en día, es de un nuevo entrañamiento, el poeta que requerimos no habrá de evadirse de lo concreto. Muy al contrario, en lo singular es donde captará, como el autor de haikus, lo esencial: no lo universal, la idea vaciada de accidentes, sino la radical infinitud de lo que cada cosa es en sí misma. Ahí, en lo concreto, es donde captará el ritmo, la vibración de un ente, su sonoridad, su peculiar forma de vibrar.
El nuevo entrañamiento del que hablo es algo en realidad muy viejo, que tiene que ver con la capacidad de empatía (o de proyección) del ser humano, algo de lo que la palabra poética ha dado cuenta desde muy antiguo. Cabe volver a mencionar, con respecto a ello, la manera en que Valmiki, el autor del Ramayana, narra el origen de la poesía sánscrita: en la primera parte de la epopeya cuenta el autor que, yendo por la orilla de un río, vio a una pareja de garzas apareándose en la rama de un árbol. De repente, el macho cayó traspasado por la flecha de un cazador y la hembra emitió un grito terrible. Aquel grito penetró en el corazón del poeta, quien dice haber experimentado el mismo dolor, la misma desesperación que aquel que provocara, en el ave, aquel grito desolado. Hasta tal punto se halló Valmiki lleno de compasión, explica, que el grito estalló en sus labios en forma de poema. El desbordamiento emocional había hallado su camino en la expresión poética. Por ello, explica, a esta palabra-verso nacida de la pena (soka) se la llamó verso (sloka).
El grito se resolvió en palabra. Halló la manera de traducirse en lamento. Como las ondas que una piedra hace al caer en un estanque, así la voz del ave, por resonancia, alcanzó al poeta que, a su manera, musicalmente, la expresó. Vocalizó la emoción. La moduló: propagó la vibración.
Algunas teorías indias entienden que el universo se creó por resonancia. La gran exhalación del comienzo se prolongó en las consonantes. El “ser”: la energía neutra del comienzo se significó: modulándose en los signos (en las letras, en su sonoridad) se diversificó.
Y así también: En el principio (arjé) era el verbo (logos)… El verbo (término éste, verbum, con el que se tradujo la palabra griega logos cuando éste se identificó con el principio creador del cristianismo), curiosamente, es la palabra que puede ser conjugada. El logos-verbo es posibilidad de ser, antes de las diferencias. Condensación del sonido, inaudible antes de su expansión.
En un principio fue el verbo, y el verbo se conjugó, y se propagó. Los siglos de los siglos fueron la propagación del primer sonido. El primer sonido fue un acto: el de respirar. Un respirar sin nadie que respirara. Un acto sin sujeto. Un aliento sonoro.
Y el verbo se hizo carne: materia. Se hizo audible. Se “materializó”. El mundo: sonoridad vibrante. La materia: densidad del sonido: velocidad vibratoria.
En un principio fue el verbo y el verbo poetizó: la matriz del mundo es el hueco donde impacta el primer sonido y se gesta el primer poema: la primera construcción (poíesis), la primera articulación.
Sí… puede que esto sea muy bonito. Pero no nos sirve. Ya no nos sirve porque las palabras, ahora, son multitud. Los ecos están distorsionados. Los sonidos, como las emociones, se degradan imitándose unos a otros. El kitsch reina por doquier de tal modo que ya nos es difícil saber, de lo que sentimos y pensamos, qué es genuino o impostado, qué hemos aprendido y repetido, qué es emoción y qué lenguaje. Tal vez sea preciso callar. No añadir más palabras a las ya expandidas.

O, tal vez, urdir otro inicio. Digamos, por ejemplo:

En el principio era el Hambre. Y el Hambre creó a los seres para poder saciarse. Y el Hambre era la muerte, para los seres. Inventaron remedios, buscaron curarse, pero el Hambre dijo odiaos y luchad unos contra otros, para poder saciarse. Y el Hambre introdujo el hambre en los seres, y los seres se mataban entre sí, por causa del hambre. Y el hambre era la muerte, para los seres.

No parece que quepa, hoy en día, otra poesía que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. En las cosas. Cosas, también, nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída.
Luego, como un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.
Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre.

Chantal Maillard

(Texto incluido en el cuaderno VI Jornadas poéticas del ACEC, que recoge las lecturas y conferencias impartidas ente el 6 y el 9 de junio de 2006 en el Ateneo de Barcelona; posteriormente, este texto aparece, con sustantivas modificaciones, en Contra el arte y otras imposturas, de la autora)

jueves, 22 de octubre de 2009

La belgitude II. Chantal Akerman o los espacios del desasosiego



Si tuviera que elegir el film que más me ha sorprendido en los últimos años creo que me quedaría con "Là-bas" de Chantal Akerman. Tsai Ming Liang me ha enseñado el desasosiego en el Taiwán contemporáneo, Apichapong Weerasethakul cómo recrear los mitos antiguos con un lenguaje moderno; Pedro Costa me ha narrado las crónicas de hieráticos muertos lúcidos, en una especie de "naturalismo onírico" en el que se oxidan las presencias, las esperas, los procesos cognitivos; Naomi Kawase me ha enseñado a mirar desde ese otro ángulo olvidado, y a hablar bajito; Joao César Monteiro ha demostrado que se puede ser no ya posmoderno, sino ultramoderno, hipermoderno, sin por ello perder la apostura clásica de caballero walseriano; Jia Zhang Ke ha retratado como nadie el dolor de la metamorfosis y la falta de centro en un mundo que cambia vertiginosamente, y en el que el otro, como en Tsai Ming Liang, parece un espectro desdibujado al que es imposible acercarse...

Pero de todas las películas que abren nuevos caminos narrativos y estéticos, de todos esos encomiables y logrados esfuerzos, me quedo con la sencillez lapidaria, con el balbuceo espartano de "Là-bas". En 2006, la belga Chantal Akerman llega a Tel Aviv para ajustar cuentas con su pasado, con su condición judía. Pretende rastrear las fuentes de su infancia y deshacer los nudos de fuerza que han asfixiado, desde entonces, su itinerario adulto. Alquila un piso y se dispone a salir a la calle, pero entonces... el pánico. Irrumpe el pánico con una fuerza demoledora. Chantal se queda en casa un mes, incapaz de salir a la calle. Tiene una cámara digital y filma lo que ve por las ventanas del piso. Pero incluso la luz le da miedo: filma, salvo cuando oscurece, con las cortinas y visillos corridos. Filma cuerpos de vecinos, puestas de sol, terrazas... Escucha a los otros, recibe así, tamizado, ese mundo que la aterroriza. Poco a poco ingresamos en un mundo crepuscular, se nos hace evidente una ontología del desamparo en la que todos los perfiles pieden su nitidez y se funden en sombras; no sólo lo que percibimos, también nuestras ideas heredadas son sucesivamente minadas por la tensa espera. En virtud del balbuceo, el pensamiento horizontal-jerárquico se desarticula a la par que el espacio circundante; el "alma", la visión, es presa de fluctuaciones indefinidas, adviene por sacudidas, entrecortada lucidez que se debate por sobrevivir. No vemos nunca su rostro, salvo alguna vez, fugazmente, en un espejo. Y habla, habla detrás de la cámara; la oímos en pequeñas frases deshilvanadas, con las que va construyendo un pequeño mosaico que da cuenta de su impotencia para decirse. De vez en cuando, recibe una llamada telefónica, oímos su voz seca, breve, temerosa. Poco a poco vamos acercándonos al centro de un alma calcinada y entendemos, entendemos, sabemos sin saber y nos abrimos a un espacio de empatía con su miedo, su infinito desamparo de vivir...

Un día se arma de valor y sale a la calle. La cámara avanza tímidamente por la playa. Pero tiene que regresar enseguida. Un atentado.

Una obra desestructurada, hecha de añicos que nosotros podremos recomponer no en el montaje, desenfocado, sino en la síntesis última de una interiorización meticulosa. Por desgracia no encuentro fragmentos en Youtube o Daylimotion y hasta donde sé no se ha editado en dvd. Tuve ocasión de verla en 2006 en un pequeño festival de Barcelona. Es la película que más me ha impactado en los últimos años.


lunes, 19 de octubre de 2009

La belgitude I. Los corazones tiernos





Los corazones tiernos

Hay quien tiene el corazón tan grande
que a él entramos sin llamar
hay quien tiene el corazón tan grande
que apenas vemos la mitad.

Hay quien tiene el corazón tan frágil
que lo romperíamos con un dedo
hay quien tiene el corazón demasiado frágil
para vivir como tú y yo.

Llenos de flores los ojos
los ojos a flor de miedo
miedo de faltar a la hora
que conduce a París.

Hay quien tiene el corazón tan tierno
que en él descansan los pájaros,
quienes lo tienen demasiado tierno
mitad hombre mitad ángeles.

Hay quien tiene el corazón tan vasto
que está siempre de viaje
hay quien tiene el corazón demasiado vasto
para privarse de espejismos.

Llenos de flores los ojos
los ojos a flor de miedo
miedo de faltar a la hora
que conduce a París.

Hay quien tiene el corazón afuera
y no puede más que ofrecerlo
el corazón tan afuera
que todos se sirven de él.

Aquel tiene el corazón afuera
y tan débil, y tan tierno;
malditos los árboles muertos
incapaces de atenderle.

Llenos de flores los ojos
los ojos a flor de miedo
miedo de faltar a la hora
que conduce a París.

miércoles, 14 de octubre de 2009

La no tejida urdimbre. Un poema de Leónidas de Tarento



Infinito era el tiempo pasado al venir tú a la aurora
e infinito aquel que en el Hades te espera.
¿Qué porción resta, pues, de tu vida sino un solo punto
o algo más exiguo que un punto todavía?
Pequeña y angosta es tu vida y tampoco agradable
resulta, sino triste, más que la odiosa muerte.
Tal es pues la osamenta en que cuelga tu cuerpo; y empero
al aire y a las nubes, humano, te remontas.
Pero ve cuán inútil es todo: en los cabos del hilo
la polilla devora la no tejida urdimbre.
Examina, pues, hombre, con celo tu vida y tus días
y en una existencia sencilla reposa
recordando en tu espíritu siempre, al tratar a mortales,
con qué clase de paja se te ha fabricado.

Leónidas de Tarento, siglo III a. C.

viernes, 9 de octubre de 2009

El idiota interior



"El gesto del verdadero idiota, que no puede ser de otra manera, me conmueve más que el del Todopoderoso"

Elias Canetti

lunes, 5 de octubre de 2009

Contribución a la estadística, Wyslawa Szymborska



CONTRIBUCIÓN A LA ESTADÍSTICA

De cada cien personas,

las que todo lo saben mejor:
cincuenta y dos,

las inseguras de cada paso:
casi todo el resto,

las prontas a ayudar,
siempre que no dure mucho:
hasta cuarenta y nueve,

las buenas siempre,
porque no pueden de otra forma:
cuatro, o quizá cinco,

las dispuestas a admirar sin envidia:
dieciocho,

las que viven continuamente angustiadas
por algo o por alguien:
setenta y siete,

las capaces de ser felices:
como mucho, veintitantas,

las inofensivas de una en una,
pero salvajes en grupo:
más de la mitad seguro,

las crueles
cuando las circunstancias obligan:
eso mejor no saberlo
ni siquiera aproximadamente,

las sabias a posteriori:
no muchas más
que las sabias a priori,

las que de la vida no quieren nada más que cosas:
cuarenta,
aunque quisiera equivocarme,

las encorvadas, doloridas
y sin linterna en lo oscuro:
ochenta y tres,
tarde o temprano,

las dignas de compasión:
noventa y nueve,

las mortales:
cien de cien.

Cifra que por ahora no sufre ningún cambio.

(Traducción de Gerardo Beltrán)

sábado, 3 de octubre de 2009

Texto



Texto. Durante los años setenta se produjo un descubrimiento sensacional. Los investigadores de la literatura y los teóricos de la misma descubrieron algo que había permanecido inadvertido en muchísimos cuentos, novelas, poemas y relatos: el texto. Resultaba que la literatura estaba compuesta por textos. Es más: los textos podían sustituir con creces a la literatura.
De pronto todo fue texto. Escritores de mediana edad presentaban “el texto” de un amigo en el incomparable marco de la Universidad Menéndez Pelayo. O en un tribunal de oposición se presentaba “un texto” que de inmediato recibí al cum laude y la cena. Un conocido restaurante de la parte alta de Barcelona sustituyó la Carta por un Texto. Incluía un “Texto del día”, más barato. Y nadie escribió ya nunca más ni novelas ni poemas, sólo textos.
Todavía hoy continúa usándose la palabra en una enormidad de casos y sólo sufre la competencia del “discurso”, siendo así que la “escritura” ha prosperado menos de lo previsto. El “discurso”, no obstante, ha ido avanzando desde entonces por presión de la secta derridiana a gran velocidad, y puede llegar a dominar el panorama, en cuyo caso el restaurante de Barcelona tendrá que cambiar de nuevo su Texto y presentarlo como Discurso.
Pero para animar al lector a un uso más asentado de la palabra “texto”, ofrezco al lector su definición según uno de sus inventores, Julia Kristeva:

“Llamaremos texto a toda práctica de lenguaje mediante la cual se desplieguan en el feno-texto las operaciones del geno-texto, intentando el primero representar al segundo, e invitando al lector a reconstruir la significancia”.

Si alguien siente una cierta inhibición por lo del geno-texto, no debe preocuparse en exceso, pues el geno-texto carece de misterio:

“Se trata de una fase (teóricamente reconstruida) del funcionamiento del lenguaje poético en la que interviene lo que llamaremos una significancia: una infinita genración sintáctica y/o semántica de lo que se presentará como feno-texto”.

Dice la inventora. Es cierto que ahora se puede producir una nueva timidez por causa de la “significancia”, pero tampoco debe el lector inhibirse, pues la significancia no es otra cosa que: “La compatibilidad semántica y/o sintáctica de los elementos constitutivos (según Lyons)”, o bien “la instancia en el sueño de la estructura literante (según Lacan)”; o, más sencillamente, “el trabajo de diferenciación, estratificación y confrontación que se practica en la lengua” (según Kristeva).
De modo que si alguien se le presenta con un texto, sea usted agudo, no se deje engañar, y observe primero si se trata realmente de un texto. Por ejemplo, ¿le invita a reconstruir la significancia? Y si, en efecto, le invita, compruebe que se trata de una verdadera significancia, y no de cualquier sucedáneo: ¿acaso diferencia, estratifica y confronta en la lengua? De ser así, puede usted estar casi seguro de que se trata de un texto. Ya sólo faltará leerlo.

"Diccionario de las artes", Félix de Azua