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Cuando tengo noticia a través de reportajes, fotografías o personalmente del dolor gratuito que se inflige a los niños y a los animales, una rabia feroz me invade. Hay gentes que arrancan los ojos a los niños vivos, que les disparan en los ojos, que maltratan a los animales en su presencia. Estos hechos me colman de un desprecio inconsolable. El odio, la desesperación que desatan en mí superan con mucho mis recursos mentales y nerviosos. La tórrida oscuridad en la que me siento sumido trasciende mi voluntad. Me encuentro poseído por la enormidad. Pero este odio y este dolor desesperados, esta náusea del alma, producen un extraño contraeco. No sé cómo expresarlo de otro modo. En el enloquecedor centro de la desesperación yace el insistente instinto de un contrato roto. De un cataclismo específico y atroz. En el fútil grito del niño, en la agonía muda del animal torturado, resuena el “ruido de fondo” de un horror posterior a la creación, posterior al momento de ser separados de la lógica y y del reposo de la nada. Algo –cuán inútil es a veces el lenguaje- se ha torcido irremediablemente. La realidad debería, podría haber sido de otro modo (el “Otro”). La fenomenalidad de la existencia orgánica consciente debería, podría haber hecho imposible el sadismo, la culpa que domina y supera mi identidad llevan implícita la hipótesis de trabajo, la “metáfora de trabajo”, si se quiere, del “pecado original”.
Soy incapaz de atribuir a esta expresión una sustancia razonada, y mucho menos histórica. En el plano pragmático-narrativo, los relatos de cierto delito inicial y de culpa heredada son fábulas universales, asombrosamente profundas y eternas. Nada más. Pero, ante el niño maltratado, violado, ante el caballo o la mula azotados, me siento poseído, como por una claridad en plena noche, por la intuición de la expulsión del Paraíso. Sólo un acontecimiento semejante, irreparable mediante la razón, puede hacernos entender, aunque casi nunca soportar, las realidades de nuestra historia en esta tierra arrasada. Estamos condenados a ser crueles, avariciosos, egoístas, mendaces. Cuando era, cuando debería haber sido lo contrario. Cuando la verdad y la compasión hasta el punto del sacrificio de hombres y mujeres excepcionales nos muestran de un modo tan sencillo cómo podría haber sido. Muchas veces me he preguntado, he fantaseado de manera infantil, si la historia de la humanidad no es la pesadilla transitoria de un dios durmiente. Si éste no acabará despertando para así tornar innecesario, de una vez por todas, el grito del niño, el silencio del animal apaleado.
El amor es la oposición dialéctica del odio, su reflejo contrario. El amor es, en diversos grados de intensidad, el milagro imperativo de lo irracional. No es negociable, como lo es la (condenada) búsqueda de Dios entre Sus enfermos. Temblar, en lo más hondo de nuestro espíritu, hasta el último nervio y el último hueso, ante la visión, ante la voz, ante el más leve roce del ser amado; luchar, trabajar, mentir sin tregua para alcanzar al hombre o a la mujer amados, para estar cerca de ellos; transformar la propia existencia –personal, pública, psicológica, material- en un instante imprevisto, en la causa y la consecuencia del amor; experimentar un dolor y un vacío inefables en ausencia del ser amado, cuando el amor se marchita; identificar lo divino con la emanación del amor, como todo platonismo –lo que equivale a decir, el modelo de transcendencia occidental-, es participar del más común e inexplicable sacramento de la vida humana. Es, dentro de las posibilidades personales, sentir la madurez del espíritu. Equiparar este universo de experiencias con la libido, como hace Freud, expresarlo en términos de biogenética, de procreación, son reducciones casi despreciables. El amor puede ser el vínculo no elegido, hasta el punto de la autodestrucción, entre individuos ostensiblemente incompatibles. La sexualidad puede ser secundaria, fugaz o estar completamente ausente. El feo, el pérfido, el más malvado de los seres humanos puede ser objeto de un amor apasionado y desinteresado. El deseo de morir por el ser amado, por el amigo, la lúcida locura de los celos, son nocivos bajo cualquier concepto biológico (darwiniano) o socialmente concebible. La célebre máxima de Pascal (“El corazón tiene razones que la razón desconoce”) supone una defensa de la racionalidad. No son “razones” lo que colman nuestro corazón. Son necesidades de origen totalmente distinto. Más allá de la razón, más allá del bien y del mal, más allá de la sexualidad, que, incluso en la cumbre del éxtasis, es un acto tan insignificante y efímero. Me he pasado la noche bajo la lluvia, calándome hasta los huesos, para ver un instante a mi amada doblar una esquina. Puede que ni siquiera fuese ella. Dios se apiada de quienes nunca han conocido la alucinación de la luz que llena la oscuridad durante la vigilia.
De la irrazonada, de la imposible de analizar, de la a menudo ruinosa y todopoderosa fuerza del amor surge el pensamiento -¿es, una vez más, una puerilidad?- de que “Dios” aún no está. De que llegará a ser o, más exactamente, se manifestará de manera asequible para la percepción humana, sólo cuando hay un inmenso exceso de amor sobre el odio. Todas y cada una de las crueldades, todas y cada una de las injusticias infligidas al hombre o a la bestia justifican el ateísmo en la medida en que impiden que Dios llegue por primera vez. Pero soy incapaz, incluso en los peores momentos, de renunciar a la creencia de que los dos milagros que validan la existencia mortal son el amor y la invención de los futuros verbales. Su conjunción, si es que alguna vez llega a darse, es lo mesiánico.
“El que piensa grandemente debe equivocarse grandemente”, dijo Martin Heidegger, el parodiador-teólogo de nuestra era (entendiendo “parodiador" en su sentido más grave). También los que “piensan pequeño” pueden equivocarse grandemente. Ésta es la democracia de la gracia o de la condenación.
George Steiner, Errata. El examen de una vida (trad. Catalina Martínez Muñoz)
Pocas veces tiene uno la posibilidad de leer un texto simultáneamente emocionante e irritante, que puede provocar adhesión y rechazo en un mismo movimiento...
George Steiner empieza su texto con una confesión a quemarropa y poco a poco la deriva hacia las aguas que realmente le interesan: la nostalgia de absoluto, la defensa de las verdades teológicas heredadas en las que se asienta nuestra cultura. La conclusión: "El Amor vendrá" es sinónima de "Dios vendrá": un estimulante llamado a la redención mesiánica. Lo curioso es que Steiner parece muy abierto de miras, en sus libros se adhiere a algunas consignas posmodernas para al final regresar al punto de partida: el viejo etnocentrismo misógino y avasallador, que no reconoce al otro salvo como periferia donde exportar las propias contradicciones.
Steiner ha llegado a afirmar que la mujer no es naturalmente creadora porque su maternidad es su plenitud y no necesita buscar otra satisfacción, otra realización, en el arte: la mujer se expresa a través de su biología, se realiza a través de la biología. De ahí que, en su opinión, sus logros artísticos sean siempre menores o irrisorios en comparación a las "grandes" obras de los hombres (Steiner vive obsesionado con la "grandeza" y con la "seriedad": "Un pensador serio no podría decir tal cosa", "Un escritor serio no afirmaría tal otra", etc. Un ejemplo de pensador "no serio" es, por ejemplo, Derrida, de quien Steiner no deja de burlarse a la más mínima oportunidad).
Este ejemplo de misoginia explícita insuperable ni siquiera merece contestación.
Steiner ha escrito un artículo sonrojante sobre Simone Weil, donde arremete contra el supuesto antisemitismo de la escritora y ofrece de ella una imagen poco menos que caricaturesca.
Steiner se enfada porque Wittgenstein afirma que no le gusta Shakespeare, que no tiene nada que hacer con él. El centro de la literatura mundial es Shakespeare y quien no reconozca esa autoridad es persona non grata. Harold Bloom ahondará en esta premisa e intentará hacer pasar el canon anglosajón por un canon occidental. No hace falta decir que ni para Steiner ni para Bloom existen la literatura ni la filosofía orientales.
Steiner considera que toda literatura esconde siempre una búsqueda de absoluto, una reconciliación con un principio trascendente, que coincide punto por punto con el platonismo judeocristiano.
En definitiva, Steiner no ha salido de la Belleza, de la Luz, de la Trascendencia (las grandes verdades reveladas, conceptos teológicos apenas secularizados que han ido adquiriendo la naturaleza de categorías estéticas) pero intenta pasar por otra cosa, disfraza su rostro reaccionario bajo una máscara polifacética: la de quien aparentemente escucha cuando en realidad sólo pretende convertirnos a su verdad.
Steiner es un dialéctico consumado, un escritor muy hábil, que practica el reduccionismo etnocéntrico con virtuosismo impecable.
Llega a emocionar profundamente con un párrafo como el anterior. Pero al final, al concluir la lectura, la emoción se ha trasformado en irritación, y presiento que bajo el pensador hay un pontífice: alquien que pretende no razonar, no exponer ideas, sino practicar un proselitismo moralizante que canaliza todas las aguas hacia la única fuente de verdad absoluta.
Gracias por el esfuerzo, señor Steiner, pero algunos preferimos seguir equivocándonos y no esperar que llegue el Amor divino.
Preferimos la ternura, la cercanía, el ahora, a ese Amor sobrehumano que vendrá si le concedemos el tiempo de la espera mesiánica.
Algunos preferimos el barro en los pies y la demolición de las mayúsculas, la ausencia de un dictado moral permanente sobre nuestras vidas.
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Antes de leer tu comentario escribo lo que siento al escuchar al señor Steiner. Dice “el amor no es negociable” y sí lo es, entre iguales. Ese “contraeco” que expresa asemeja a un yo-yo que no concibe la libertad en la continuidad. Abandonarse a la “fenomenalidad” o cualquier fenomenología es tedioso. Yo reflexiono, busco mi libertad, mi ética, el devenir de mi conciencia y si topo con “Lo otro” pues bienvenido sea. Mi apetito no se doblega. Si me doblegará, me negaría, satisfaría ese estado de “pecado original” que incita a rebasar el concepto. Morder la manzana qué carajo. Cada ser ha de ser lo que su esencia le exige para bien o para mal, una necesidad puede ser, una firma de autenticidad y para nada una “trascendencia”. Aunque percibo en este hombre la necesidad de vislumbrar el odio para justificar lo contrario, el amor, el desamparo. Sus últimos párrafos me son indescifrables, escuchar la palabra “dios” después de “la a menudo ruinosa y todopoderosa fuerza del amor surge el pensamiento -¿es, una vez más, una puerilidad?” Me rebasa. Para mí la vanidad es como decía Ortega un residuo de infantilismo en la madurez.
ResponderEliminarMe quedo con la ternura
La lentitud y tus palabras inclinándose en ella Stalker.
Por cierto, te pido un favor personal al gustar de tu estilo, pido, si me puedes mencionar libros de pensadores y filósofos a mi correo, en el perfil está. Te lo agradezco.
Ahora en la calma nocturna veo algún defecto en lo que te he escrito, pues al ver en un cine-club hace un rato "nuestra música" de Godard he descubierto nuevas caras del alma, bifurcaciones que acogen al demonio y al amor, o amistad mejor llamar "philia". Pero formulando hipótesis caminamos hacia la verdad, hacia nosotros ... Y no el "encuentro con lo mesiánico". Por nacer de una necesidad, de un cristianismo trágico. El ser es un drama, sí, la "invención de los juegos verbales" una quimera, sí, pues el lenguaje ya está formado, hay que darle acontecimiento, cálculos tensoriales y restarle la locura humana. El pudor del límite. Un residuo de acumulación. Cuando dices de Steiner "practica el reduccionismo etnocéntrico con virtuosismo impecable" me viene a la mente Diógenes. Te recuerdo una escena del film, donde lo único que se observa es una lámpara balanceándose y una voz en off dice, el hombre va al "cine" en busca de luz para sus tinieblas. Puede ser al igual que en palabras de Nietzsche "la vida quiere ficción, vive de la ficción" Pero también el hombre ha descubierto que además de placebos necesitamos luz. Y si esa luz o philia se "marchita no en común acuerdo platónico" nos queda la meditación, digo ahora ( mientras escucho un canto a shiva de pandit jasraj y aprovecho para confesar, es una música que inspira mis dedos en interminables escalas y bellos acordes ) Nace cierta erótica, cierta armonía entre el lenguaje y la vida.
ResponderEliminarUn abrazo.
Te dejo un extracto de entrevista de Jean-Luc a propósito de su film.
–¿Tiene la tentación de la escritura?
–Sí, como todo el mundo. Pero no sabría cómo continuar… Admiro siempre las primeras frases de Dostoievski, de Flaubert, ¡pero ellos sabían continuar! Probé con traducciones. Pasé un año en América del Sur, me había gustado la novela de Paulina Medeiros, Un jardín para la muerte, la traduje y la envié a Aragón. Marguerite Duras me dijo, cuando estábamos juntos y buscábamos poner todas las palabras posibles en una imagen, “pero tú estás maldito”, debe ser a causa de los libros o de lo que hay en los libros.
–A usted no le gusta definir pero, ¿qué es para usted la filosofía?
–Blanchot escribía esto: “La filosofía sería nuestra compañera, día y noche, aun si pierde su nombre, aun si se ausenta, una amiga clandestina…” Eso es la filosofía, es una amiga. Y la novela, un amigo.
–¿Y el cine?
–Es el oficial que se ocupa del espionaje.
el amor es inaprensible
ResponderEliminarel amor es...
es un silogismo mal construido
Brillante comentario, C C Rider, asumo esa erótica, esa armonía entre lenguaje y vida, como un movimiento necesario para acercarnos a las cosas, para evitar la escisión entre lo sensible e ininteligible, en definitiva: la metafísica de la luz que todo lo pliega a instancias falocráticas, a servidumbres codificadas. La Luz como metáfora teológica ha hecho mucho daño, especialmente en el pensamiento y en la literatura (en el cine y en la pintura, artes visuales, la luz es otra cosa, puede haber tantas luces como cuerpos, tantas lenguas como "éxtasis"), limitando las experiencias a meras fórmulas heredadas de una tradición que se retroalimenta y se blinda contra cualquier asedio crítico. Un tema del que hemos hablado aquí no pocas veces.
ResponderEliminarAbolir las mayúsculas, el peso del logos trascendente, la divinidad tutelar que supervisa todos los procesos que rigen nuestras vidas... sería un comienzo... veremos...
"Notre musique", de Godard: el paraíso como campo de concentración, me encantó esa idea...
un abrazo
Anónimo:
ResponderEliminartal vez no se pueda hacer un silogismo con una materia tan evanescente y extraña...
salud
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ResponderEliminarSteiner es un Santo Padre. Como encarna tal figura solo se me ocurre decir, ahora: bueno, pues que le aproveche.
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Pero si alguien me horroriza realmente de quienes has citado en el texto es Harold Bloom. No sé ni cómo pude aguantar más de diez páginas seguidas del Canon Occidental. Es un libro que no comprendí en absoluto, un libro para el cual soy una absoluta negada, una ciega total. Lo tengo ahí colgado de una estantería pidiendo penitencia.
Cada vez entiendo menos cosas, pero esos discursos lameculos entre pensadores y críticos literarios que se legitiman unos a otros por los siglos de los siglos entran menos aún en mi cabeza que en mis ojos. Es el discurso vacío que sostiene la historia occidental y su andamiaje filosófico: el recurso a los orígenes, a los pilares, a los tótems fundacionales. Toda esa argamasa de no sé qué y no sé qué otra cosa, ese intercambio tan fructífero.
Por otro lado, es comprensible que Steiner no entendiera a Simone Weil. Con todas las reservas que el pensamiento de la Weil puede suscitar(me), hay algo en ella que escapa a lo que Steiner puede abarcar, ni siquiera reflexivamente. Ni siquiera si Steiner pronunciara la palabra "compromiso práctico" creo que llegara a figurarse (casi en el sentido del "figurarsi" italiano: hacer imagen, hacer figura en sí, como quien lo inscribe con un punzón en la propia "¿mente?") lo que el compromiso práctico de Simone Weil significó. Ya no sé si sacrificio, inmolación, experiencia o rabia. Yo entendí de Simone Weil en esta frase: "el dolor de los otros entró en mi carne".
De lo que dice Steiner del amor solo rescato una frase: "Me he pasado la noche bajo la lluvia, calándome hasta los huesos, para ver un instante a mi amada doblar una esquina. Puede que ni siquiera fuese ella." Ahí donde no "razona", gana terreno.
abrazos de lunes frío*
Querida Laia:
ResponderEliminarmensajes como éste son los que me animan a seguir. Lástima que el final de este blog ya esté decidido y sea irrevocable. Tus comentarios han sido uno de los tesoros que han deparado los últimos meses, no lo olvidaré.
Respecto a Harold Bloom, es otro gran obsesionado con la idea de grandeza...
La grandeza, la grandeza...
imagino cómo sería un canon que apostara no por la grandeza, sino por la pequeñez: un canon de autores pequeños, de autores-termita que atentaran contra las grandes verdades heredadas, las catedrales metafísicas, la frágil arquitectura que constituye nuestra argamasa mental. ¿Cómo sería un mundo que aceptara ese canon improbable? Tal vez más lento, más cercano; desde luego, sería un mundo donde la palabra grandeza resultaría ininteligible, pues se asimilaría a una construcción senti-mental de filiación neoplatónica, a un mundo erigido sobre los rescoldos humeantes del posrromanticismo; incomprensible, para esos liliputienses de la estética, que hablarían lenguas pequeñas, lenguas por venir (y quizá el porvenir de la lengua: esa pequeñez y ese calor).
Lo malo de toda operación canónica es que ejerce siempre una violencia. Bloom practica dos, y lo hace con suma eficacia:
-en sus libros es notoria la exclusión de la mujer en el canon occidental. Salvo alguna excepción, que confirma la regla, se trata de un canon fuertemente falocratizado. En el mundo de la cultura se ha avanzado muy poco: la historia de las artes la siguen escribiendo hombres que establecen, por ejemplo, que en este país se escribe poesía de la experiencia, poesía del silencio, poesía cercana al realismo sucio, poesía neobarroca y... poesía escrita por mujeres (el ejemplo es sonrojante pero verídico: puede encontrarse en una antología "canónica" de Cátedra).
-La exclusión de oriente, o de los orientes. Es cierto que Bloom avisa: es el canon occidental... pero no se entiende bien esa elección, esa pereza de no indagar o inquietar en otras tradiciones. ¿Para qué necesitamos saber quiénes fueron o que escribieron y pensaron Nagarjuna, Patanjali, Valmiki, Vasubhandu, Santoka o Abhinavaguptha, entre otros muchos? Es mejor blindar nuestro etnocentrismo milenario: que el otro no inquiete nuestras certezas. Quizá porque esa indagación nos mostraría que algunas ideas o descubrimientos presuntamente occidentales tienen su origen en oriente. Quizá porque expondría la fragilidad en la que asentamos nuestra "grandeza" y también las bases de ese "yo" sólido y fijo de la racionalidad occidental, que nos han enseñado a no cuestionar...
-a esas dos violencias viene a añadirse una tercera: hacer pasar el canon anglosajón por el canon occidental, con una evidente y menor presencia no ya de literaturas "periféricas" (húngara, rumana, etc.) sino incluso en lengua alemana. Un absurdo que viene a rizar el rizo de una operación intelectual más bien esperpéntica.
en lugar de afirmar un canon habría que deconstruir todos los cánones vigentes: que la literatura, y las artes, no estuvieran encorsetadas y fluctuaran, vivieran su vida secreta. Entonces se abriría una infinidad de posibilidades ahora invisibilizadas por ciertos intereses. Frente a las verdades jerarquizadas, "viriles": la superficie, el juego, lo que fluye y tal vez nos canta bajito...
(sigue...)
ResponderEliminarrespecto a Simone Weil, Steiner la acusa, a mi juicio injustificadamente, de antisemitismo: le molesta que ella no defienda más la cuestión judía... Steiner no entiende que ella está en otro lugar, pensando-sintiendo desde otras coordenadas, elaborando su propio misticismo, su propia religiosidad, que se aparta bastante del cuerpo dogmático judeocristiano y podría llegar a considerarse una "herejía". Tendría que volver a leer el ensayo (¡y releer a Weil!) para afinar y ampliar esto que estoy diciendo... pero la forma en la que Steiner la desacredita me pareció de una bajeza extrema, no exenta de cierta soberbia (diluida por las amables formas de una prosa muy medida) y el desconocimiento de los caminos por los que transita el pensamiento y la vida de Simone Weil...
en mi caso, lo que me ocurre con esta mujer admirable es muy curioso: rara vez estoy de acuerdo con ella. Podría incluso decir que sus ideas están en las antípodas de lo que yo pueda pensar o sentir... Y sin embargo, eso no tiene ninguna importancia: su fuego y su vida, su intensidad, bastan para cortocircuitar mi posible rechazo intelectual... No se lee a Simone Weil para estar de acuerdo con ella (en general no leo para estar de acuerdo o reafirmar mis opiniones; ésta me parece una forma muy simple de leer), sino, en cierto modo, para vivir con ella. Al entrar en su mundo uno abandona la discusión, depone los argumentos y posibles refutaciones. Simplemente, vibra ahí. Por eso su escritura es una experiencia de intensidad insólita incluso para ateos tan "radicales" como quien esto escribe... es como si estuviera más allá de cualquiera antinomia, de cualquier dualismo, más allá incluso de la fe y la palabra (otras tantas máquinas que producen mundos enfrentados)...
en fin, difícil de explicar...
Para concluir, es cierto que Steiner brilla en las contadas ocasiones en las que se confiesa directamente, sin artificios retóricos... la pena es que conduzca esas chispas al agua envenenada que tanto le gusta. Así, una realidad sensible queda traducida a abstracciones ponzoñosas, y ahí la vida que se ha apuntado queda inexorablemente degradada, vaciada, inhabitable...
un abrazo fuerte, Laia (me gusta tu lentitud leyendo estas entradas, que vengas a "deshoras" a inquietar estas briznas...)
Querido Stalker,
ResponderEliminarImpresionante tu respuesta...
Comparto lo que dices de Simone Weil, un personaje admirable por lo parco, lo atento, lo generoso. Su lectura me inquieta...y al fin y al cabo es esa inquietud en la comprensión lenta, rumiante, lo que salva una lectura para mí, no la adscripción ni el rechazo violento (lo que me pasaba con Bloom).
Curioso también el dibujo que de ella hace Bataille en El azul del cielo-el inicio del libro: "Durante el período de mi vida en que más desgraciado fui, vi a menudo-por razones difícilmente justificables y sin asomo de atracción sexual- a una mujer que solo me atrajo por su aspecto absurdo: como si mi suerte exigiese que un ave de mal agüero me acompañara en tal circunstancia..." Extraña relación novelesca entre los dos personajes y extraño retrato deformado,entre la fascinación y la vergüenza, como un espejo de la propia necesidad.
Pero me liaba ya a hablar de Bataille,que es también un autor raramente atractivo para mí por otras razones, en su vindicación de la bajeza...
Volveremos por aquí hasta que cierres la parada, y después también, hay tantas cosas...hay que volver siempre, nada se agota;)
besos
Querida Laia:
ResponderEliminarnada se agota, en efecto...
espléndido apunte sobre Bataille, en quien te considero maestra absoluta...
apenas he arañado a este autor -La experiencia interior- que sigue siendo en gran medida tierra incógnita, pero espero subsanar esa y otras carencias con el tiempo...
la abyección y lo sagrado, me interesa mucho...
un abrazo!