miércoles, 27 de octubre de 2010

El gozo extremo. El extremado anhelo.Filosofía en los días críticos II



Las “cosas” no tienen límites. Los objetos, sí. Y, sin límites, las cosas son terribles. Su intensidad es terrible. Y, sin concepto, un objeto es una cosa. Un individuo, sin concepto, es terrible porque es infinito. […] A este tipo de infinitud, que no es ni el Infinito metafísico de una realidad “verdadera” ni la no-finitud de la ausencia de designación, es a lo que entiendo que apunta el poema. Una gota de agua sobre una hoja es infinita. Esa gota de agua, ahora, en este instante. Es la experiencia del haiku. Quien fuese capaz de mantenerse en esa inocencia del inicio, preguntando como aquel niño, ¿cómo se llama eso?, viendo esto antes de que el concepto lo enturbie, lo vele, no recurrirá a grandes palabras en sus escritos.

Un poema, además de una cosa, es una respiración. Es una cosa que respira. Su aliento marca pautas que pueden interpretarse en términos geométricos y arquitectónicos, matemáticos y musicales. Su trama revela la de los hechos que subyacen en las palabras, si se trata de un texto representativo. Si no es tal, la trama se evidencia a sí misma, se hace visible y produce, en el espacio que ocupa o el que desocupa, un evento, condiciones o disposiciones que forman parte de la comunicación y de la modulación de los seres. Un poema es una cosa que al ser recibida deviene situación y ocurre musical y textualmente a un tiempo.

No parece que quepa, hoy en día, otra poesía que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. En las cosas. Cosas, también, nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída.
Luego, como un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.
Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre.

El único reducto de resistencia que tenemos es el sabernos entre todos inmensamente vulnerables.

Mientras escribo, alguien –probablemente un niño pequeño- dejará de respirar, y no puedo, aunque quiera, respirar por él.




El deseo es la tensión del universo que guía hacia sí mismo en su tensión hacia los cuerpos. Yo soy el aliento que me abrasa; desciendo sobre mis manos para alimentar a los hijos que no he parido. Ellos verán mi rostro, lo seguirán como sigue el felino el rastro de la sangre menstrual de la hembra entre las piedras. Escribo con mi sangre, derramo la palabra como derrama el agua el cántaro demasiado lleno. Lo diré sin saber: yo no soy de aquí, no soy de mí.

Siempre he querido tocar el alma de aquellos a quienes he querido, y la carne me ha parecido el camino más directo. Siendo opaca, ella ofrecía la vía de la transparencia que es el olvido de sí en el éxtasis. Sin embargo, lo único que he podido alcanzar ha sido el punto donde convergen el dolor y la dicha, ese punto, esa cumbre desde donde es tan fácil desear anonadarse, disolverse en el puro estallido, evaporarse como el agua o solidificarse por siempre como la lava. He alcanzado esa cumbre muchas veces, o algunas, y si hubiese tenido que nombrarla habría pensado en la palabra "amor", seguida del adjetivo "imposible" entrelazado con las letras de la palabra "infinito". Debo suponer que ese punto es el cénit de la pasión, del humano padecer, el pathos que pide neutralizarse con la indiferencia sentimental de lo cotidiano para que vivir, seguir viviendo sea posible. La carne -los cuerpos- se convierten entonces en mamparas contra las que combato con las palmas de mis manos abiertas, golpeando una y otra vez, como queriendo hendir la materia para fundirme con ella, introducirme en ella, perderme en ella, reconocer en ella el origen de mi soledad, de mi lamento, el principio del deseo de ser por separado, reconocerlo, recorrerlo y anularlo, ensamblarme de nuevo, el deseo guiándome, el deseo-amor que es guía para la fusión original y, no obstante, es el suplicio, la constatación amarga de la impotencia, la carne en la que golpeo suena y yo estoy fuera del lugar de donde parte la resonancia, excluida del tú que debería ser el nosotros, el infinito plural que se inicia entre dos, o tal vez me equivoque, tal vez el dos haya sido, siempre, el principio de toda separación, la generación de los cuerpos, de aquel cuerpo, el otro, en el que seguiré golpeando con los puños, tan impotentes, tan desesperadamente impotentes, preguntando dónde estás, dónde estás, dónde estás.



Conferencia.- Dar. Recibir. Dar. Energía en movimiento. Si doy, recibo. Recibo y doy. Sólo es preciso poner en marcha el mecanismo. Abrir el hueco, trazar el cauce, dejar salir, dejar abierto. Recibir. El retorno se traza. Movimiento continuo. Hablo. Pero no hago. Hago sin hacer. Recibo. La atención es un regalo. Me alimento. Sigo hablando. Mi palabra me lleva. Yo: sobre la palabra. Energía en movimiento. Dirigida hacia ellos. Sus ojos me tragan. Me devuelven a mí. Transformada. Hablo: me doy. Yo: palabra. Yo en la palabra. Ellos en su escucha. Les recibo en el pecho, en mis poros, en mi rostro. Les recibo. La sala es pura vibración. Yo reparto. Reparto lo que me dan. Me dan lo que reparto. Comunico. Mi cuerpo es puro trayecto. Tiemblo. Vibro. Mi temblor es mi ritmo. El pensar es rítmico. La palabra se desliza. Argumenta: construye. Un mundo se ordena.Yo no hago. La palabra se ordena en mí, se ordena en mis labios, construye. Su materia: la energía que proyectan. Su atención. Ellos construyen en mi palabra. Sobre ella. Bajo ella. Construyen, me lo muestran. Me devuelven la palabra. Transformada. Ellos vibran en mí. Todo vibra. Hay acuerdo. Hay vías: sendas en el aire. El aire compacto. El aire que no es aire. Densa materia del entre-dos, del entre-todos. Materia que impacta con su oleaje. Yo soy aquello que se está haciendo en el sonido de mi voz, en el sonido mudo de la voz de todos los que oyen. Dejo hacer. Mi tarea es dejar hacer. Provocar la palabra, la palabra-pensamiento, la palabra-obra. El esfuerzo, mi esfuerzo, ha sido previo. Su fruto es la densidad del aire, la red que se ha tejido en lo invisible. Cuando desalojan la sala, el temblor permanece y vibra. Alto, alto.

De mí no quedará nada tras mi muerte. Cada partícula de mí retornará a su elemento. Pero mi palabra ha trazado una estela, ha vibrado en doscientas cabezas y en doscientos tórax a la vez. Y lo que vibra sigue su camino, empuja, se recarga, se multiplica, crece y sigue. Se transforma. Apenas oído se habrá de transformar. El destino de la palabra es desintegrarse cuando llega a tocar lo que es más sólido que ella: la carne, desintegrarse como se desintegra cualquier signo apenas cumple su cometido que es el de mostrar aquello a lo que apunta. Pero la palabra es más que un signo, es una fuerza viva que se deshace igualmente cuando alcanza la materia que ha de darle nueva forma. La palabra se encarna, su destino es encarnarse. Se hace fuerte mi palabra en doscientos cuerpos, se hace fuerte y se multiplica, deshaciéndose.

Quisiera ser un árbol (...) un árbol cuya corteza cruje como el vientre de los espíritus en invierno, desde mi tristeza, desde el requerimiento, la ausencia quiere ser colmada con las voces del bosque que gime su condición de carne, soy un árbol (...) que añora el frescor del musgo en su tronco y el leve cosquilleo de las alimañas. (...)
Añoro el muro espeso en cuyas piedras se entrelazan las raíces de las trepadoras. Dentro, su sombra; fuera, su aliento. No pediría más, no pido más que un trozo de muro y su abrazo de bosque. Emparedar mi historia, la mía propia en la de otros, en la de un pueblo, en la de todos.




No puedes hacerme daño.
Mi necesidad de ti es lo que me duele. Dejemos las cosas donde deben estar: el infinito, en su imposible; lo cotidiano, en su repetición. No queramos que lo maravilloso se repita, se haga estable, definitivo: lo mataríamos. Lo infinito no es temporal; el tiempo invade lo grandioso y lo banaliza. Y ¿qué hacer con esta necesidad de que perdure lo que más nos importa? ¿Qué hacer para no desear que invada nuestra vida y la arrase hasta quedar tan sólo eso, por siempre, únicamente eso? Contemplar una colada tendida en un balcón y decirse que eso es lo que queda de un infinito cuando desciende a los márgenes de lo posible, cuando la maravilla se convierte en vida ordinaria. ¿Quieres eso, di, es eso lo que quieres? ¿Quieres hacer de tu vida una vulgar colada?
Pasa, pues, la página; ocúpate de lo que no te importa, esas palabras inútiles que transmites a otros, con las que vas tejiendo mundos a la medida de nadie, pero que se venden a buen precio. Hablemos de filosofía. Subamos del corazón a la función lingüística, que agonice el deseo como un feto en el vientre. Cuando se pudra y huela, enquistado en las vísceras, preguntadme qué es esa baba negruzca que saldrá de mi boca cuando os hable. Yo os diré no importa, es la sangre de un muerto, y a veces habrá trozos de corazón oscuro, vomitaré latidos de carne, y cuando ya no quede nada que escupir, dentro de aquel vacío, en su centro habrá un recuerdo imposible, un no-recuerdo, la huella de algo maravilloso que se extirpó por necesidad, para no confundir los ámbitos, los tiempos, los contrarios, una huella, un arañazo, puede que una cicatriz, de esas que vuelven a doler cada vez que el tiempo empeora.

Yo-mi piel, mi piel dentro de mí, mi piel donde descanso en superficie, mi piel profunda como el limbo de los inocentes, yo-mi piel agradezco la caricia, la atención, el roce, la ternura, los labios, la presión, el peso, yo-mi carne, dentro de mi carne yo, desde dentro sin límites yo centro el universo, del universo centro, yo-mi carne agradezco el tiempo, tu tiempo, tu estatura, la indagación de tu cuerpo, agradezco la plaza fuerte de tu pecho, tu aposento, el amplio receptáculo de mis urgencias, agradezco, yo-mi alma, yo que broto por mis poros con el sudor de la tarde, alma-yo que desciendo la escala temblorosa de este cuerpo, agradezco este cariño que tiene la forma de tus dientes y que me inunda toda y no sé dónde termina mi piel dentro del alma, mi alma dentro de ti... ¿Será un sueño pensar que allí donde yo estoy también estás tú?





La música no. Ya no. Utilizarla tan sólo para equilibrar, cuando sea necesario. La música siempre es la expresión de un estado, de un modo de sentir, de un modo de comprender; no hay música sin sentido, y no hay sentido sin cultura. La música siempre es la expresión de un modo cultural de sentir. Ya no quiero sentir como se supone que se siente en una u otra época. No quiero diseñar el mundo al modo en que nos enseñaron a hacerlo, no quiero sentirme poseída por sentimientos ajenos, no, mucho peor: por estructuras sentimentales ajenas. La heterodoxia es el modelo. La heterodoxia sentimental: ¿puede ser? Debe ser.
Quiero que se diseñe en mí una nueva comprensión. La música, la impresionante música del aire es suficiente, es mucho más que suficiente, inabarcable, inmensa, irrepetible, el sonido del ahora, el ahora hecho sonido, siempre, siempre, nunca, fuera del tiempo.
La música no, ya no. Es demasiado estrecha. Aun cuando estalla en pedazos la caja torácica al escucharla, aun así, aun cuando inundan el rostro las lágrimas, a sacudidas, aun así, esa música sigue siendo estrecha porque sigue limitando en los confines, aun cuando señala los límites mismos y hace saltar los diques y derramarse la vida al modo en que quisieran los románticos: trágicamente, asediando el umbral que sólo la razón puede atravesar al imaginar la infinita inmensidad a la que nunca llegaremos. Aun así. Su estrechez es la razón de la idea de infinito: la manera extensa de pensar la duración, de hacer el tiempo queriendo lo eterno. Verás: el ahora es más amplio que el tiempo eterno; el punto es más amplio que lo infinito. El ahora y la nada se parecen: sin proyecto, sin mañana, sin más allá, sin fin, sin comienzo, sin pasado, ahora, ahora, ahora.

El peso de las palabras. El peso de una palabra. El peso de una palabra y otra, y otra, y otra. El peso de varias palabras juntas. Ineludiblemente juntas. Hollando la memoria. Hollando ese lugar entre el estómago y la tráquea al que suele llamarse "corazón" sin serlo. Hollando la memoria de la carne. Es preciso desembarazarse de las palabras. Desembarazarse de su peso. Evitar la formación de huellas. Dejar de interpretar el gesto hurtándole así su profundidad de gesto para otorgárselo a la mente, la siempre hambrienta, la descuartizadora, la maquilladora de realidad. Devolverle al gesto lo que es del gesto, y a la palabra, lo que es suyo: nombrar las cosas para lograr un acuerdo con respecto a lo que compartimos: una curva de la carretera, los utensilios que hacen falta, el alimento necesario. No embadurnar el mundo con la pólvora de las palabras, que la chispa es fácil, y la ciudad, endeble.

La palabra de la que hablo, la palabra que es peso y pólvora no es la que aquí expreso, la que me expresa. Ésta le pertenece al gesto. Las palabras de las que hablo son aquellas que interpretan el gesto -cualquier gesto- dándole consistencia y verdad en un lugar y destino inapropiados. Decontextualizar un acontecer imprimiéndole el carácter de otros aconteceres, similares tan sólo en el concepto, similares después de haberles abstraído todo aquello que los hace únicos, efímeros, totales, lo que los hace ser verdaderos "acontecimientos", tiempos vividos, crecimiento del propio ser: del propio hacerse. Las palabras contra las que hablo son aquellas que des-viven el acontecimiento, lo desvirtúan para poderlo atrapar y situarlo así, situar lo que queda de él, su pura apariencia -pues el concepto es la apariencia de lo-que-ocurre -, situarlo allí donde nunca estuvo, donde no puede estar, donde nunca estará, donde nunca acontecerá, situarlo en el habitáculo de la imaginación hambrienta de arquetipos fabricados a imagen de su propio empeño, su estéril compulsión que la lleva a adueñarse de imágenes ajenas y construir un mundo irreal. ¡Cuánto mundo construido sobre un simple recurso! ¡Cuánto mundo construido con apariencias! Es preciso invertir el platonismo: la apariencia es conceptual. Y el mundo pensado no es el mundo real, sino el mundo que pesa, innecesariamente.

Luchar contra la nada es luchar por ser lo que no soy, "modificar" el "no", procurarle nuevos gritos a la afonía.
Nada es, salvo lo que construimos y, en rigor, lo construido no ES. La metafísica ha muerto. El ser ocurre en superficie y la superficie es una red que tejemos al deslizarnos. Los gestos son las trayectorias, el espacio se acota en la urdimbre.

Desdoblarse. A la fuerza, desdoblarse. Para que no duela tanto el mundo dentro de los huesos. Desdoblarse y observar. Observar cómo se ingiere el deseo por no dejarle delatarse, tan ingenuo, tan inocente en su intensidad, tan bobo.



Arriba, tras la frente, ahí donde la mente engarza pensamientos, ahí donde tan a menudo construimos nuestra casa, arriba las ideas brotan, incesantes.
Más abajo, en los poros, el mundo. El canto de un pájaro, el silencio cuyo cuerpo es un rayo de sol. Allí, bajo el flujo de los pensamientos, la vida.
Bajo el proceso, lo simultáneo; bajo la línea, la materia; bajo el texto, la totalidad de lo sólido.
Más abajo, el fuego. Del fuego ahora no hablaré, pues está bien que esté contenido, sin dolor, adormecido por un tiempo con fines terapéuticos.
Más abajo aún, el vacío.
El observador se sitúa en el límite, en el espacio intermedio entre el vacío y la existencia. En la superficie, el texto, el mundo y el fuego. Abajo, el vacío. El mundo se construye en superficie. El observador, en la línea de base, que no es línea, sino un espacio imperceptible, un no-lugar, una suspensión. Todo lo que hay se construye. Los personajes deambulan. Abajo -¿llamaremos "verdad" a aquellas profundidades?- no hay personajes, no hay nadie. Y, sin embargo, sé que ahí es a donde pertenezco con mucha más razón, con mucha más fuerza. Pero legítimamente: según ley, el peso y la medida me otorgan un lugar en superficie, un lugar y un tiempo: mi medida, el lugar; mi peso, el tiempo. Soy, en superficie, según lo determina la ley de la Posibilidad.
Y voy tejiendo. Fuera del abismo todos vamos tejiendo, y el "todos" es la primera gran hebra, la más consistente. "Todos" son los muchos que en el vacío del abismo eran uno y lo mismo. Todos es la primera diferencia que proclama la posibilidad del tejido. Tejer es la ley. En el límite, la conciencia se subordina. He dejado de ser una y empiezo a conocer. En superficie, los tres ámbitos: fuego, materia -compacta y sonora-, y mente. Abajo: vacío. Yo vengo del vacío para poblar la superficie. No hay otra realidad que ésta; la manera de moverse en ella es el deslizamiento. Cualquier otro movimiento desrealiza.

Es tiempo de volver una vez más al lugar de la memoria en el que han quedado grabadas las huellas matriciales. Es tiempo: mi cuerpo está dispuesto, como cada mes. Observa. Recibe. Recuerda.
Estoy en un aeropuerto. Unas personas conversan. Su idioma fue el mío. Lo reconozco. Sus giros. Su tempo. Su cadencia. Sé lo que dicen bajo lo que dicen. Conozco lo que les mueve. Los labios son la agitación mínima que resulta de movimientos interiores, para mí remotamente conocidos. El tono es banal. Las referencias son banales. Sé, después de la distancia. Reconozco. Recupero.
Extraño es el lenguaje que les hace sentirse seguros en la expresión. Dicen palabras que significan, palabras que son signos de algo que ocurrió, narran, relatan con palabras que dicen -eso creen- los hechos o lo que opinan de ellos. Pero no es así: sus palabras expresan el gesto de la tribu; al hablar repiten composturas. Ocurre lo que dice el pueblo que ocurre, ocurre lo que dice el lenguaje que ocurre. Ellos se expresan, sí. Se expresan a sí mismos: expresan lo que han heredado. Ellos son la tribu. No dicen nada, no sienten nada desde otro lugar que no sea aquel en el que se generan los dichos y los sentimientos de su estirpe. Por eso se reconocen. Por eso pueden reconocerse. Hablar es una manera de marcar el territorio, igual que lo hace un animal -sólo que de forma más ruidosa. A través del habla dominan, se apoderan, marcan, se reconocen, se atraen, se espantan. A través del habla creen amarse.

Volver en mí. Volver al centro después de la impostura, después de la invasión, después de tantas palabras que dispersan lo que somos. Volver al centro, donde el silencio describe el hueco e instala las cosas, de nuevo, en la periferia.

Quiero volver allí donde mi cuerpo es alimaña.



Confieso que he perdido gran parte de mi vida en conceptos vacíos dictados por el aura de algunos pocos muertos. […]
Hoy me pregunto de qué silencio, de qué mudez extraeré el próximo gesto, la próxima pauta de acercamiento, el próximo estertor; qué palabras, qué signos anunciarán el próximo estremecimiento, y en qué creencia-páramo construiré el próximo castillo.

Sólo una cosa vale la pena ser enseñada: a descreer. No sólo vivimos en las creencias en las que estamos, sino que actuamos inconscientemente de acuerdo con ellas. Pensamientos-reflejo que se traducen en actos-reflejo. Hemos aprendido a responder con la risa a lo que nos han enseñado que era risible; hemos aprendido a responder con la ira a lo que nos han enseñado que era insultante, y con la pena a lo que era lastimoso o pesaroso. ¿Nos lo han enseñado? ¿Hemos aprendido? ¿No ha sido acaso, simplemente, un proceso imitativo? Hemos imitado los gestos de la risa, de la ira, de la pena o el desprecio ante cosas que han hecho reír, airarse, apenarse a otros. Hemos dado por buenos los gestos como efecto de sus causas, buenas las causas para esos efectos. No nos han dicho "hacer tal cosa es risible", no, ni siquiera eso, lo que ha sucedido es que ante tal cosa se han puesto a reír, y hemos repetido su gesto.
Es preciso desaprender los gestos que imitan viejos patrones, aquellos en los que subyacen ideas de segunda mano, ideas pequeñas, mezquinas, ideas que agrupan a los unos en contra de los otros, ideas que hacen mayorías, ese poder de hecho bajo el cual el auténtico poder, el poder de decisión para la acción libre, queda eliminado. Descreer para erradicar el miedo y liberar el poder, el humano poder que corresponde a una conciencia abierta.

La reducción a la unidad es una exigencia de la mente.
La reducción que llevaron a cabo los idealistas alemanes es una tergiversación de la subjetividad kantiana. Utilizaron una de las categorías y la deificaron: a la unidad, resultado de un procedimiento natural, reducción sintética, la llamaron Yo, Espíritu, Idea, confundieron el mecanismo con el ser y el ser con el deseo de permanencia. La finalidad oculta, sin embargo, era política: el recién nacido nacionalismo alemán necesitaba de una metafísica de la unidad, una ideología que sustentara el poder y enalteciera el ánimo de todos. Y la metafísica se sirvió del arte, un arte que se empeñó en fortalecer las ideas por medio del sentimiento. La estética al servicio de la moral, la moral al servicio del poder, como lo fue siempre.
La austeridad de Kant fue relegada, ahogada bajo el sentimentalismo, la revitalización exacerbada del yo en virtud del cual se desechó la sabia ignorancia y el conocimiento de los límites. La Conciencia Absoluta se tragó al noúmeno, lo digirió, entendió que la Historia -concepto inventado por ellos- terminaba ahí.
El idealismo alemán fue un fraude ingenioso. Pero bien pudiera ser que la cobardía de Kant -tuvo que salvar a Dios, como Descartes- diera pie a ello, a pesar suya.



Mientras mi razón va urdiendo el método, mi cuerpo anhela el abrazo, aquel abrazo en que la mente adopta la forma de ese cuerpo siguiendo la línea de la superficie bajo la piel. La unidad íntima, sin resquicio, el uno que somos a veces en un gesto. Mientras mi cuerpo anhela el abrazo, mi razón construye su filosofía. Nunca me pareció tan cierto que la razón sea el núcleo de un complejo sistema defensivo.

En el orden de las correspondencias, la verdad pertenece a lo que se dice, aunque lo que se dice sea, ahora, apenas connotación: resonancia lejana de la materia sonora del inicio. Como a los sonidos de otro idioma que no aprendimos a reconocer, el oído es sordo al ser de las cosas, a lo que ellas son, a lo que el mundo es bajo sus denominaciones. Y, sin embargo, el pulso, en el silencio, se hace perceptible. En el mundo de las representaciones, se me antoja que Nombrar es aún posible, después de enmudecer.

Hago de la heterodoxia el método. Apenas dispuesto, todo lo construido ha de ser puesto en jaque, ha de ser ex-puesto. Ningún constructo debe durar tanto como para que se corra el riesgo de convertirlo en creencia.
Yo no soy eso, yo no soy eso... Ése es el lema del método. Lo que yo soy no ha de confundirse con las formas que adopto. Lo que yo soy es aquello que construye, pura posibilidad de construirse. También es aquello que se construye, sí, también lo es, como la nube es la condensación del aire que la forma. El aire no es la nube; yo no soy mis sentimientos, ni mis ideas, ni los sistemas con los que el mundo se endereza. Es agradable caminar por una senda, es hermoso volcarse en algo, pero lo haré con la conciencia de que trazo el camino porque quiero y de que asumo el vuelco como asumiría el odio: sin creérmelo más de lo que me permite el hecho de saber a qué pertenece el odio, el amor, o el arte.

Descreer. Descreer. Eliminar el lastre de todas las creencias. Ése es el umbral del vacío, la puerta que conduce al interior que es centro y superficie.
No os con-venceré. No es un combate la enseñanza. Han venido a combatir, pero he aquí que el enemigo les dice "No creáis nada de lo que os he dicho, no creáis lo que os cuento." Ésta es la primera lección de filosofía; también será la última. Entre la primera y la última enseñaré lo que otros han pensado y han creído. Nadie puede entrar en el reino de la filosofía si no es sabiendo esta lección, la primera y la última. Ya no. Nunca más. Hemos creído demasiado. Hemos matado demasiado. Es hora de hacer limpieza. Que la nada espera a ser probada. Y luego, desde la nada, todo. Todo ha de ser construido, por gusto o por utilidad, ya nunca más por creencia.



El miedo, siempre. La angustia ante la idea -un futurible- de perder aquello sobre lo cual descanso. Descansar no es la palabra adecuada: sobre lo que me activo. Vivir -actuar, hacer- requiere una base estable. Me sé en compañía, y a partir de ahí contruyo. Construyo sobre el olvido. Sobre el olvido de mi base, construyo. Permanecer en el fundamento es inmovilizarse. La conciencia de la base sobre la que la vida se activa se resuelve en sí misma. La vida es el vuelco. Estar en algo que no es lo absolutamente importante, lo vital. La parálisis: el tambaleo de la base. La inmovilidad, el animal a la defensiva, esperando el golpe o el sentido, el nuevo sentido que siempre es un golpe, un impacto en lo antiguo, una deformación que sigue al impacto. Ver; ver cómo encajaremos en esa huella, en lo cóncavo, cómo adaptaremos el instinto a aquella nueva complexión metálica, a los pliegues que se han formado en la superficie, a las grietas interiores, las fisuras, las rozaduras del engranaje. Entre metal y carne, porque nuestro mundo se hace con el cuerpo entre las cosas.
Parálisis. Atenta al mínimo temblor de mi tierra. Me han advertido del peligro: vivo sobre una falla tectónica.

Pueblos sin historia. Casas fabricadas para recibir al visitante, al que no se ha de quedar, al que viene, recoge, utiliza y se va. Las casas ya no son para habitar, no se construyen: se fabrican. Su resonancia es un rechazo; son refractarias a los seres que las ocupan, ya no absorben su energía, no se quedan con su voz, con el sonido de sus gestos, con sus intenciones, no contribuyen a su existencia. Refractarias, plásticas, la nueva vida que parecen acoger entre sus paredes simplemente resbala por ellas. Nada de ello permanece en ellas, ni en su madera protegida por el barniz sintético, ni en la reluciente cerámica vitrificada de sus suelos, ni en las paredes revestidas de pintura plástica. Todo resbala, arriba, abajo, en los costados. Dentro de estas cajas asépticas, un ser vivo se encuentra recogido sobre sí mismo, sin espesor, solo. Añora la complicidad de la materia, la dulce convalecencia del vivir que se insinúa siempre más allá de su centro, irradiando. Toda fuerza: la pena, la alegría, el éxtasis, es devuelta, aquí, al lugar de donde emana. Y el impacto es hiriente, innecesario, cruel. El flujo siempre generoso de lo viviente es devuelto a su origen, embotando los poros, provocando peligrosas oclusiones.

Fuera, tras el cristal que me protege, hay viento. No lo veo: lo infiero. Veo moverse las ramas de los pinos y la hierba alta del monte. Hay viento. Y un gato atigrado pasa, despacio, de la sombra a la luz del sol que atardece. Camina con cuidado, seguro, atento, sin sorprenderse del vuelo repentino del pájaro al que ha desalojado casualmente de entre las matas. Hay viento. En mi espíritu hay viento. No lo siento, lo infiero: no consigo centrar las ideas que he de formular en mi trabajo. Siento inquietud mezclada con un peso, una tristeza lejana que me oprime y me fuerza a ocuparme en ella. Vuelvo sobre mí, una y otra vez, pues me requiere con una insistencia que ni es gemido ni es grito, sino una ausencia que paraliza. El felino me señala la actitud correcta: pasar sin inmutarse entre las líneas de sombra y de luz, atento al vuelo de cualquier pensamiento, vigilante, observando sin implicarse. ¡Maravillosa compostura del gato! Será importante que me dé cuenta, sin embargo, para emularlo, de que tal vez el pájaro que revolotea ha dejado su nido entre las hierbas que el animal, sin saberlo, roza con sus patas. Y que ese nido soy más yo misma que el yo que observa, que el yo que pasa de la luz a la sombra, que en ese nido está contenido todo lo que soy, ahora.



Entiendo la escritura como una necesidad que se genera para darle cauce a una energía que debiera cumplirse en el gozo extremo y se queda en extremado anhelo. En ese sentido, y debido a la inminencia, siempre, de un final que nos vigila, cada día de una vida es un día crítico.

Anhelo un corazón más sabio que el mío para descansar en él. El corazón de una anciana, un corazón acumulado y dispuesto a la acogida. Poder hablar; poder decir en palabras sencillas la congoja, la necesidad, la pena. Poder decir para calmar, para acallar. Soltar las lágrimas en el enorme pozo humano, el gran regazo. Poder decir, para que parezca tan común, ese dolor, que pueda mirarlo como si no fuese mío y llorar entonces por la historia de todos.




Iniciación

Textos: Filosofía en los días críticos, Chantal Maillard

Audio: Iniciación, Ch. Maillard

domingo, 24 de octubre de 2010

Le sommeil


































Para el cachorro Panchito, que vive con el Pájaro de China: sueños felinos que velen su sueño

viernes, 22 de octubre de 2010

Nacimiento


Yo soy un agujero, un hambre, un deseo, una voluntad, eros proyectado hacia el vacío. Conquisto mi libertad tan sólo para poderla rendir a quien colme la ausencia y me dé nombre. No he nacido; no he nacido aún. Consulto los augurios: no hay constelación para mi nacimiento.
Chantal Maillard

Antes de la aparición del espejo las personas no conocían su propio rostro más que reflejado en las aguas de un lago. Después de un cierto tiempo cada uno es responsable de su cara. Voy a mirar ahora la mía. Es un rostro desnudo. Y cuando pienso que no existe otro igual al mío en el mundo siento un susto alegre. Y nunca lo habrá. Nunca es lo imposible. Me gusta nunca. También me gusta siempre. ¿Qué hay entre nunca y siempre que los une tan indirectamente e íntimamente?

En el fondo de todo está el aleluya.

Este instante es. Tú que me lees eres.

Me cuesta creer que moriré. Estoy burbujeante en una frescura helada. Mi vida será larguísima porque cada instante es. La impresión es que estoy a punto de nacer y no lo consigo.

Soy un corazón latiendo en el mundo.

Tú que me lees ayúdame a nacer.

Espera, está oscureciendo. Más.

Más oscuro.

El instante es de una oscuridad total.

Continua.

Espera, empiezo a vislumbrar algo. Una forma luminiscente. ¿Una barriga lechosa con ombligo? Espera, porque saldré de esta oscuridad donde tengo miedo, oscuridad y éxtasis. Soy el corazón de las tinieblas.

El problema es que en la ventana de mi cuarto hay un desperfecto en la cortina. No corre y por lo tanto no se cierra. Entonces la luna llena entra del todo y viene a fosforecer de silencios el cuarto; es horrible.

Ahora las tinieblas se van disipando.

He nacido.

Pausa.

Maravilloso escándalo: nazco.

Clarice Lispector, Agua viva



Fouillis d'arcs-en-ciel, pour l'Ange qui annonce la fin du Temps, Olivier Messiaen


El maravilloso rostro eslavo de Clarice me recuerda a su escritura: esa inclinación, esa oblicuidad y extrañeza (tan familiar, sin embargo, esa extrañeza, tan cercana).

Ver las cosas de través, en escorzo, en punto de fuga: escribir, de puntillas, el revés de la trama: deslenguar el pensamiento: despensar la lengua: engendrar una multiplicidad diseminadora: cultivar la verdad de lo otro, de lo heterogéneo, de lo disimétrico: echar raíces en una piel plural que muda, de-muda, enmudece: cuidar de los animales enfermos dentro del lenguaje:

salvarse

miércoles, 20 de octubre de 2010

La sombra sobre el mundo: lógica del pensar-des-prender (se)




Un enunciado no puede concernir a la estructura lógica del mundo, porque para que un enunciado sea en absoluto posible, para que una proposición pueda tener sentido, el mundo tiene que tener precisamente la estructura lógica que tiene. La lógica del mundo es anterior a toda verdad y falsedad.

¿Qué tal si nuestros signos estuvieran tan indeterminados como el mundo que reflejan?

La dificultad que presentaba mi teoría de la figuración lógica del mundo era la de encontrar una conexión entre los signos sobre el papel y un estado de cosas fuera en el mundo.
Siempre dije que la verdad es una relación entre la proposición y el estado de cosas. Jamás pude, sin embargo, encontrar una relación de este tipo.
La representación del mundo por proposiciones enteramente generales podría ser llamada la representación impersonal del mundo.
¿Cómo ocurre la representación impersonal del mundo?

En última instancia, la verdad o falsedad de toda proposición transforma algo en la estructura general del mundo.

Ante todo no preocuparse nunca por lo que uno no haya podido escribir antes. Comenzar ante todo a pensar siempre de nuevo, como si aún no hubiese ocurrido nada.
Esa sombra que la figura arroja, como quien dice, sobre el mundo: ¿cómo podré captarla con exactitud?
Aquí hay un misterio profundo.
Se trata del secreto mismo de la negación: el estado no discurre así y, sin embargo, podemos decir cómo no discurre.
La proposición no es sino la descripción de un estado de cosas (pero todo esto está aún en la superficie.)
Una sola mirada a las raíces vale más que muchas otras al medio.

Lo que puede ser mostrado, no puede ser dicho.

Detrás de nuestros pensamientos, verdaderos o falsos, yace una y otra vez una raíz oculta, que sólo después sacamos a la luz y expresamos como un pensamiento.

Mi idea fundamental es que las constantes lógicas no representan. Que la lógica de los hechos no se puede representar.

¿Cómo es que todo es un concepto lógico?
¿Cómo es que todo es un concepto formal?
¿A qué se debe que todo pueda ocurrir en toda proposición?
¡Porque esto es lo característico del concepto de forma!
Todo parece estar más cerca del contenido de la proposición que de la forma.
Todo: cosas, todo: funciones, todo: relaciones: es como si todo fuera un lazo de unión entre el concepto de la cosa, de la función, etc., y la cosa individual, la función individual.
La generalidad viene esencialmente vinculada a la FORMA elemental.
¿La palabra salvadora-?

Toda mi tarea consiste en clarificar la esencia de la proposición.
Esto es, aducir la esencia de todos los hechos de los que la proposición es figura.
Dar la esencia de todo ser.
(Y aquí ser no significa existir –tal cosa carecería de sentido.)



La humanidad ha intuido siempre que tiene que existir un ámbito de cuestiones en el que las respuestas –a priori– estén simétricamente unidas formando una estructura acabada y regular.
(Cuanto más antigua es una palabra, más profundamente alcanza.)

Mi dificultad es sólo una –enorme– dificultad de expresión.

Lo que se refleja en el lenguaje, no es cosa que yo pueda expresar con él.

Tenemos que reconocer cómo cuida el lenguaje de sí mismo.

Mi método no consiste en separar lo duro de lo blando, sino en ver lo duro de lo blando.

Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.

Una de las tareas más difíciles con las que ha de habérselas el filósofo: encontrar dónde le aprieta el zapato.

Que una proposición como “Este reloj está sobre la mesa” contiene una alta indeterminación, a pesar de la completa claridad y simplicidad con que su forma se presenta exteriormente, es cosa obvia para quien vea claro. Vemos, en efecto, que esta simplicidad está, simplemente, construida.
Las convenciones de nuestro lenguaje son extraordinariamente complicadas. Es casi infinito lo que mentalmente se añade a toda proposición, sin que venga añadido en ella.

¿Qué sé sobre Dios y la finalidad de la vida?
Sé que este mundo existe.
Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual.
Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido.
Que este sentido no radica en él, sino fuera de él.
Que la vida es el mundo.
Que mi voluntad penetra en el mundo.
Que mi voluntad es buena o mala.
Que bueno y malo dependen, por tanto, de algún modo del sentido de la vida.
Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo.
Y conectar con ello la comparación de Dios con un padre.
Pensar en el sentido de la vida es orar.
No puedo orientar los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi voluntad, sino que soy totalmente impotente.
Sólo renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo podré independizarme de él –y, en cierto modo, dominarlo.

El temor a la muerte es el mejor signo de una vida falsa, esto es, mala.
Si mi conciencia me desequilibra es que no estoy en concordancia con algo. Pero ¿qué es ello? ¿Es el mundo?

El mundo y la vida son uno.
La vida fisiológica no es, naturalmente, “la vida”. Y tampoco lo es la psicológica. La vida es el mundo.
La ética no trata del mundo. La ética ha de ser una condición del mundo, como la lógica.
Ética y estética son uno.



Que el deseo no está en conexión lógica con su satisfacción, es un hecho lógico. Y que el mundo del feliz es otro al del desgraciado, es cosa no menos clara.
¿Es ver una actividad?
¿Es posible querer bien, querer mal y no querer?
¿O es sólo el feliz quien no quiere?
[…]
El no desear parece ser, en cierto sentido, lo único bueno.
¡Aquí cometo aún errores de bulto! ¡Sin duda!
Se acepta de modo general que es malo desear desgracia al otro. ¿Puede ser esto correcto? ¿Puede ser peor que desear al otro felicidad?
Lo importante aquí parece ser cómo se desea, por así decirlo.
Parece como si no fuera posible decir más que: ¡vive feliz!

Sólo de la conciencia de la unicidad de mi vida surgen religión – ciencia – y arte.

¿No es, en definitiva, el sujeto de la representación mera superstición?
¿Dónde puede observarse en el mundo un sujeto metafísico?
Dices que aquí ocurre exactamente como con el ojo y el campo visual. Pero no ves realmente el ojo.
Y creo que nada en el campo visual permite inferir que es visto por un ojo.

El sujeto de la representación es, sin duda, mera ilusión. Pero el sujeto de la volición existe.
De no existir la voluntad, no habría tampoco ese centro del mundo que llamamos el yo, y que es portador de la ética.
En lo esencial, bueno y malo es sólo el yo, no el mundo.
El yo, el yo es lo más profundamente misterioso.

¿Cómo puede el ser humano aspirar a ser feliz, si no puede resguardarse de la miseria de este mundo?
Por la vida del conocimiento, precisamente.

Es verdad que el sujeto cognoscente no está en el mundo, que no hay sujeto cognoscente.

El milagro estético es la existencia del mundo. Que exista lo que existe.
¿Es la esencia del modo de contemplación artístico contemplar el mundo con ojo feliz?
Seria es la vida, alegre el arte.

¿Es la fe una experiencia?
¿Es el pensamiento una experiencia?
Toda experiencia es mundo y no precisa del sujeto.
El acto de voluntad no es una experiencia.
¿Qué clase de razones hay para suponer la existencia de un sujeto volitivo?
¿No basta acaso mi mundo para la individualización?

Ludwig Wittgenstein, Diario filosófico (1914-1916) (Trad. Jacobo Muñoz)

Imágenes: cuadros de Zóbel

jueves, 14 de octubre de 2010

Mudanzas




















































































































































































Mudanzas: Antonin Artaud, Anita Ekberg, Anna Karina, Rafael Alberti, Audrey Hepburn, Ava Gardner, Francisco Ayala, Bette Davis, Birgitta Trotzig, Brigitte Bardot, Blaise Cendrars, Jorge Luis Borges, David Gilmour, Marguerite Duras, Juan Carlos Onetti, Françoise Hardy, Werner Heisenberg, Jane Russell, Jane Birkin, Lauren Bacall, Leonard Cohen, Louise Brooks, Marlon Brando, Nelly Sachs, Nichita Stanescu, Nick Cave, Paul Macartney, Paul Newman, Anne Sexton, Simone Signoret, Sophia de Mello, Lev Tolstoi