miércoles, 1 de octubre de 2008

Infancia y milagro en Tarkovski. Con algunos rodeos e interpolaciones


I.
Un niño, generalmente mudo o autista, actúa sobre el mundo. Su silencio es su fuerza, se proyecta como una voluntad pura, sin la mediación del lenguaje. Hay películas que representan la infancia como una potencia de acción sobre el mundo capaz de alterar el curso habitual de los acontecimientos instaurando las condiciones del milagro. ¿Qué entendemos aquí como milagro y, en cierto sentido, qué entendemos por infancia? ¿No resultarán ser, al fin y al cabo, palabras intercambiables? ¿No desembocará la mirada infantil, su ausencia de prejuicios o la aún escasa construcción del yo, en el estado preparatorio ritual que el milagro requiere y convoca? Lo cierto es que el cine, como dispositivo de la mirada, como artificio milagroso, parece conjurarse en toda su plenitud en la mirada del niño. El celuloide nos ha deparado una venturosa genealogía de miradas “milagrosas”: algunas clausuran el dispositivo cinematográfico con la muerte del niño (la niña Mouchette en la película homónima de Bresson; el infante despeñado de Alemania, año cero [Rosellini] o el niño asesinado cuya muerte parece diluirse en sus últimas ensoñaciones en La infancia de Iván [Tarkovski]); otras parecen ser testigos de excepción de la posibilidad de la resurrección (la niña de Ordet [Dreyer] en una resurrección física; la adolescente taciturna de Eureka [Shinji Aoyama] en una resurrección espiritual). Todas estas situaciones, incluso los suicidios de los niños, pueden considerarse respuestas lógicas en el entramado diegético que las sustenta, y todas ocurren en un sistema de representación de clara visibilidad: se trata de muertes y milagros públicos refrendados por la mirada de personajes comparsas o que, en su defecto, tendrán consecuencias detectables por los habitantes del universo de ficción (aunque se nos escamotee el hallazgo de la niña ahogada en Mouchette, podemos suponer que alguien, más tarde, la encontrará).


II.
Como oposición al milagro público hay también el milagro secreto, de naturaleza escurridiza, evanescente, difícil de discernir puesto que a veces transcurre en la mente de un solo individuo o en una radical privacidad (salvo para el espectador, que, como es notorio, es el gran impúdico en el compromiso de credulidad que establece con la película). Será inevitable recordar “El milagro secreto”, de Borges, donde Dios concede a Jaromir Hladik, poeta a punto de ser fusilado, un año de tregua para concluir el drama en verso que lo justificará ante el universo: un año transcurrirá entre la ejecución de la orden y la herida mortal, pero será un año en la mente del condenado a muerte, pues el universo físico del resto de la humanidad seguirá su acostumbrado devenir. Algo parecido ocurre en Sacrificio, de Tarkovski, donde una hipotética guerra mundial queda anulada –es decir, no sólo desaparecen sus efectos, sino también su recuerdo en la memoria- a cambio de la expiación de un solo hombre, que será para siempre el único testigo de lo acontecido: destruye su casa y se separa de su hijo, queda recluido en un sanatorio mental para “redimir” la ignorancia de la humanidad, que ni siquiera sabrá nunca que ha estado a punto de perecer. Uno de los votos que el protagonista pronuncia es la renuncia a la palabra; en la última escena, su hijo autista –o al menos afásico- toma el relevo y recupera, o hereda, la facultad de hablar de su padre justo cuando éste ha enmudecido para siempre. En una conmovedora escena, riega el árbol seco que ambos plantaron y, echado a sus pies, musita: “En el principio fue el Verbo, ¿qué quiere decir, papá?”. Recordemos que, según Ángelus Silesius en el Peregrino querubínico, “Dios habla lo menos posible. Sin tiempo ni lugar, nadie habla menos que Dios: desde toda la Eternidad, pronuncia una sola palabra”. Es el hijo el que actúa y desarrolla el extraño rito prescrito por el padre al inicio de la película: “¿Qué ocurriría si todos los días nos levantáramos a la misma hora, digamos a las siete de la mañana, y derramásemos un vaso de agua en el lavabo?”. Ignoramos las eventuales consecuencias de un acto aparentemente casual pero realizado acatando una voluntad ciega cuyo impulso reiterado excede a toda razón. El hijo culmina el milagro secreto del padre anclándolo en un ritual público: regar el árbol y velar por él, acaso invocar el improbable crecimiento de esas ramas retorcidas, secas, en un ambiente hostil de landa nórdica. Otro místico y teólogo –no deja de ser ingrato abundar en estos nombres para explicar a Tarkovski, ingrato para los místicos y para el cineasta; acaso es ésta una contigüidad forzada-, el maestro Eckhart, escribe en uno de sus sermones: “Dice alguien que Dios es verbo, entonces es dicho; pero si alguien dice que Dios no es dicho, entonces es inefable. Pero él es algo; ¿quién puede decir Verbo? Nadie puede hacerlo excepto quien es ese Verbo. Dios es un Verbo que se habla a sí mismo. Donde siempre está Dios, allí él dice este Verbo; donde nunca está, allí no habla. Dios es dicho y es no dicho. El Padre es una obra que habla y el Hijo un habla que actúa”. Trasladando esto último a Sacrificio, con sus resonancias cristológicas, el padre ha construido una obra en forma de renuncia y expiación: ha quemado su casa y ha enloquecido, su obra nos habla silenciosamente; el impulso del padre hace hablar al hijo, y es éste el que actúa, es decir, el que exterioriza el ritual que el padre le legó como último magisterio.


III.
La presencia de los niños como testigos de la muerte y la resurrección, y como punto de fuga último que enlaza al hombre con su pasado, es un tema caro a Tarkovski y, de un modo diferente, también a Dreyer. Volvamos a la niña de Ordet y al milagro público del que es un testigo de excepción: la resurrección de su madre. Situemos la escena: su tío loco es el último en acudir a dar el pésame a la familia reunida. Sabemos que se creía la encarnación de Cristo en la tierra, sabemos que en el decurso narrativo se había propuesto resucitar a quien iba a morir, pero sólo si alguien demostraba la fe suficiente. Ante la cama de la difunta, Johannes duda, pero la niña se acercará a él, lo tomará de la mano y le pedirá que cumpla su promesa. Será su sobrina la única capaz de sostener esa fe. En una imagen no exenta de notables ecos piadosos, Johannes, ahora sereno, reivindica sus poderes ante el altísimo y convoca a su lado a la niña, la mediadora, el catalizador entre la energía divina y la humana (él es sólo un sacerdote, un intermediario). El lento volver a la vida es saludado con una sonrisa infantil, espectadora privilegiada que refrenda el carácter público del milagro. La niña es la única que está libre del enfrentamiento entre las dos confesiones, cristiana y protestante, que se cierne sobre la comunidad. También se encuentra al margen de la precaria dialéctica entre razón y fe que representan el médico y el cura rural. Frente a la creencia institucional del párroco, frente a la devoción fundamentalista y arcaica de la comunidad, su fe privada de credos actúa como impulso definitivo para romper la inexorable entropía de la enfermedad y la muerte.


IV.
Los milagros públicos sirven para afianzar la fe de la comunidad; se erigen en referencias ineludibles de la esperanza inquebrantable; construyen, por caminos insospechados, los cimientos del dogma. Así, poco creíble sería la resurrección en el día del Juicio de no mediar la resurrección pública de Cristo. El milagro secreto, en cambio, sirve a otro propósito, más íntimo, más doloroso y acaso más universal. En él, el hombre justo salva al mundo y sólo obtiene soledad y locura (Sacrificio). Otro ejemplo de milagro secreto en Tarkovski es el que encontramos en Stalker. Una civilización extraterrestre o un dios lejano han construido y regalado a los hombres un terreno baldío conocido como la Zona, lugar a medio caballo entre la realidad y el espejismo en el que hay una habitación que cumple todos los deseos, no los deseos superficiales aunque sinceros, sino los anhelos más recónditos y arraigados, los que secretamente nos definen. Tres personajes arquetípicos emprenderán la improbable búsqueda: el Escritor, el Profesor y el Stalker. Este último pertenece a la casta marginal de forajidos que, a cambio de fuertes sumas de dinero, burla las defensas con que el ejército ha blindado la Zona y conduce a la gente a su interior, en un viaje sembrado de trampas mortales. Será un viaje falsamente pedagógico y falsamente iniciático, pues los planteamientos propuestos al principio serán minuciosamente socavados: funcionarán en un estrato mítico o simbólico, pero psicológicamente serán invalidados por la obcecada perseverancia de los personajes. El Stalker tiene una vocación marcadamente panteísta, es el único capaz de entrar en comunión con la Zona: cuando yace en tierra, los insectos y gusanos corren por su piel, lo reconocen como parte del paisaje. Es el único de los tres visitantes que, al hacer un alto para descansar, se echa al suelo de bruces abrazando la tierra en un gesto contenido de dolorosa sumisión; incluso un extraño perro, el único habitante de ese paraje desolado, se acercará a él mientras duerme y lo acompañará de regreso. Cada personaje encarna una visión del mundo: intelectual, científica y mística, y la Zona pondrá a prueba la solidez de sus convicciones, lo arraigado de sus dogmas y aun su propia cordura. Finalmente, cuando llegan al cuarto de los deseos, nadie formula ninguno. El Profesor trata de destruirlo con una bomba. El Escritor acusa al Stalker de creerse el señor de aquel erial maldito. Tras una larga disputa, los tres yacen, agotados, contemplando cómo la lluvia se filtra en el cuarto milagroso. El demorado plano extático en el que la cámara los observa desde el cuarto se puede interpretar como la enmudecida mirada de Dios, o de su ausencia, que confirma la impotencia de sus criaturas y, por ende, la suya propia. Todos vuelven a casa sin haber pedido nada; la pedagogía redentora del Stalker ha quedado en entredicho por la dogmática obstinación intelectual de sus compañeros. Tampoco ha sido un viaje iniciático, porque ninguno de ellos cambia sustancialmente; todos conservarán su estilo de vida, sus problemas y sus irreductibles prejuicios. El Stalker se reúne con su familia y, mientras su mujer lo acuesta, llora y maldice la frialdad de esos hombres que “tienen atrofiado el órgano de la fe, por no serles necesario”. Acto seguido, la mujer, en una interpelación directa al espectador, habla de su vida junto a él: dice que no se arrepiente de toda la vergüenza y las penalidades pasadas (los stalkers pasan mucho tiempo en prisión y padecen la reprobación de la sociedad); también señala que la gente le decía que era un chico simple, un bobo, lo cual abre la puerta a otra interpretación de la película: la Zona no sería sino una superchería alimentada por una secta de fanáticos de tendencias místicas y suicidas -los stalkers-, y el cuarto milagroso apenas un reclamo de “turismo espiritual”, un imposible Santo Grial, un sueño de liberación celosamente custodiado por el que los desengañados habitantes de la civilización contemporánea pagarían fortunas; verosímilmente, los stalkers venderían una salvación ilusoria. Tras el parlamento de la mujer, aparece la hija, sola en una habitación, la cabeza apoyada en un velador. Se dice que los stalkers sufren mutaciones que transmiten a sus hijos –la Zona podría ser un campo radiactivo, testimonio de pruebas nucleares -, y por esa razón su hija es discapacitada: necesita muletas para caminar. En un momento determinado, observamos el rostro de la niña desplazándose en un páramo; parece que camina, pero la siguiente escena defrauda nuestra expectativa y desmiente ese falso milagro: es su padre que la lleva a hombros. Al final, empero, y en completa soledad, la niña reclina la cabeza sobre el velador y, sirviéndose de sus ocultos poderes telequinéticos, desplaza varios vasos colocados en su superficie. El milagro sucede en la confluencia de la mirada abismada de la niña, el sonido de un tren y un fragmento del “himno de la alegría”. Es ella quien realiza un modesto milagro casero, anónimo, desmintiendo así las teorías previas que los tres hombres, en un interminable paseo ilustrado a través de la Zona, han elaborado en una suerte de diálogo platónico. Ni tan siquiera su padre, místico renegado e ingenuo, ha logrado un pequeño milagro en la Zona: ha extenuado en vano su labor prosélita, ha expuesto su fe al martirio y no ha sumado ninguna conversión. Es la niña quien, con toda sencillez, realiza un milagro que no sólo es secreto, sino que también es inútil: desplazar unos vasos en una mesa contradice las exuberantes potencialidades del cuarto de la Zona, que venturosamente cumpliría cualquier deseo sinceramente enraizado. El padre Stalker construye una obra que habla: predica las bondades del santuario; intenta, por todos los medios, recabar adeptos a su credo inadmisible. La hija es un silencio que actúa: con gesto pudoroso altera las leyes de la Naturaleza o introduce en ella un elemento que no alcanzamos a comprender. Parece que en la inocencia hay un poder de acción engendrado precisamente en la voluntad de no actuar. La impotencia pública de la niña –su discapacidad motora- se traduce en una potencia privada –el movimiento de objetos por la mera concentración de la voluntad.


V.
Tanto Ordet como Stalker se construyen a partir de la escasez de medios sobrenaturales; en su decurso narrativo, ambas son susceptibles de dos interpretaciones: una mágica y otra más “realista”. Ambas pueden explicarse a partir de un único supuesto sobrenatural; poblar la narración de un catálogo de milagros habría mermado su eficacia. De algún modo, el final “mágico” de ambos filmes es verosímil por la ausencia previa de transgresiones a las leyes de la naturaleza. Johannes, que se piensa la encarnación de Cristo en la tierra, puede ser el simple lunático que todos piensan que es; los stalkers pueden ser charlatanes o ingenuos, contrabandistas de una falsa salvación; sin embargo, el final de ambas películas abre el camino a la explicación mágica: es posible la resurrección en la primera; es posible el milagro, pero privado y enmudecido, en la segunda. No deja de ser curioso el paralelismo que se puede establecer entre los personajes de ambos filmes, por lo demás tan diferentes: en Ordet, una niña y un adulto simple, el loco Johannes; en Stalker, la hija tullida y su padre, el simplón aventurero, el ingenuo forajido que delatan el Escritor y su propia mujer. En ambos casos, una pareja arquetípica: niño acompañando a inocente.


VI.
En Nostalghia, también de Tarkovski, el protagonista, un ruso exiliado en Italia, cumple una penitencia, otro ritual secreto que, de algún modo, influirá en los designios del mundo. Ha de cruzar una piscina vacía llevando una vela mientras su doble, el loco Domenico, se inmola en una plaza de Roma. De nuevo se activa la dialéctica entre visibilidad y anonimato: la inmolación pública será la otra cara, imprescindible, del ritual privado, ejecutado en soledad. Pero no es ésta una soledad absoluta. Cuando nuestro hombre, enfermo crónico, logra cruzar la piscina y depositar la vela al otro lado, sucumbe al cansancio de su exilio, manifestado en lo que suponemos es un repentino ataque al corazón. Su caída ocurre fuera de campo, y acto seguido aparecen dos rostros que lo observan: en primer lugar, el desdoblamiento o imagen de su yo infantil, una figura recurrente que lo asalta de cuando en cuando; a continuación, una mujer retrasada, de mirada absorta, embelesada, que parece mirar lo ocurrido sin comprender demasiado. De nuevo la mirada “limpia” de la infancia establece una continuidad con la mirada del inocente: ambos presencian no el milagro, que en este caso no se manifestará en el mundo fenoménico, sino el ritual que lo preludia. La caída y la muerte del héroe se escamotean al espectador en un ejercicio de discreta prestidigitación: sólo esos dos seres puros tendrán acceso a esa visión, no el espectador, que podría conmoverse de acuerdo a una sentimentalidad prefabricada (empatía ante la muerte del héroe). Queda insinuada, así, la mácula inherente a la condición de espectador.


VII.
En Sacrificio, Alexander promete a Dios, en la intimidad de una oración desgarradora, que entregará cuanto tiene para que todo vuelva a ser como antes. Su amigo el cartero le cuenta que una mujer que conoce tiene poder para obrar el milagro: Alexander tan sólo tendrá que acostarse con ella. La visita en plena noche y, tras una serie de escarceos en los que Alexander desgrana parte de su infancia, se acuestan. Alexander busca en ella la ternura de una madre: la requiere balbuciente, y ella lo arrulla como a un niño (el reverso perverso de esta escena estaría en 8 1/2, de Fellini, donde en una especie de ensueño Mastroianni, convertido en niño, es simultáneamente mimado y acunado por todas las mujeres de su vida). Mientras yacen en la cama abrazados, en una escena del todo despojada de erotismo, sus cuerpos levitan extrañamente. Esto ya ocurría en El espejo, cuando el personaje de la propia madre de Tarkovski, interpretado por Margarita Terekhova, se sumía en un estado de levitación soñolienta. La ternura, el gesto de la misericordia cotidiana, alivia la gravedad de los cuerpos, adelgaza el espíritu y provoca formas metafóricas y reales de levitación. Tal vez no sea presuntuoso recurrir a Simone Weil: “Todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. [...] Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural”. Lo sobrenatural, o la gracia, no reside, en este caso, en la intervención divina en el mundo fenoménico, sino en una discreta metamorfosis operada por la ternura. En otro lugar Weil señala: “¿Por qué en cuanto un ser humano da muestras de tener alguna o mucha necesidad de otro, éste se aleja? Gravedad”. El milagro acontece cuando dos personas violan esa ley tan demoledoramente enunciada, cuando queda abolida la distancia con el otro, con el que se aleja del deseo; esa fusión produce una alquimia de las almas. La transfiguración se cifra en la limpieza de un gesto.


VIII.
La ternura del niño-hombre -o del inocente- como categoría para tasar las relaciones humanas no parece haber suscitado mucha atención, al menos entre los pensadores (entre los artistas, es un tema ampliamente elaborado en la chanson, por ejemplo en letras como Les coeurs tendres, de Jacques Brel). En el cine, ciertos gestos de ternura última cierran el dispositivo de visibilidad del filme con un único golpe maestro que aúna, en un mismo movimiento, catarsis emocional y síntesis de la escisión previa; por citar sólo tres ejemplos, eso es lo que ocurre en la última escena de The Hole, de Tsai Ming Liang: en un Taiwán asolado por un virus que altera la vida de los seres humanos provocándoles fotofobia e induciéndolos a comportarse como cucarachas –una revisión oriental del mito kafkiano, a la vez que certero diagnóstico de la soledad contemporánea-, un hombre y una mujer viven en un deshabitado edificio de apartamentos; el piso de él está justo encima del de ella y, gracias a un agujero realizado por la impericia de un fontanero, él puede espiarla y asiste a la progresiva degradación que la enfermedad le depara. En la última escena, cuando todo parece perdido, el chico extiende la mano y la ayuda a subir al piso de arriba. Fin. Tenemos un segundo ejemplo en El niño, de los hermanos Dardenne: un chico marginal vende a su propio hijo sin el consentimiento de la madre. Tras diversas peripecias es encarcelado y repudiado por todos. Su novia, madre del niño, acude a visitarlo y él rompe a llorar. A esas alturas el espectador ya sabe que el niño no es el bebé que ha vendido y luego recuperado; el niño es él, es la eterna infancia corrompida en la adolescencia, incapaz de trazar un camino de dignidad en el opaco mundo de los adultos. La chica, con lágrimas en los ojos, lo abraza: el único gesto de humanidad que el “niño” recibe en mucho tiempo. Fin. Un tercer ejemplo: uno de los últimos planos de Hundstage, de Ulrich Seidl, muestra a un viejo y despreciable burgués austriaco acariciando a su perro muerto. Es un tipo cruel, retraído, insoportable salvo para su asistenta, a la que poco a poco ha ido transformando en su esposa difunta, transfiriéndole sus roles, sus juegos eróticos e incluso su ropa. Pues bien: el hombre acaricia al perro muerto en silencio y, al mismo tiempo, la esposa-criada se acerca por la espalda y acaricia al hombre. Entonces advertimos que el anciano, en el fondo, es un niño, y que esa inocencia residual es la que activa el modesto pero inequívoco milagro de la ternura. La compasión y la ternura mueven ese gesto, que no siempre es percibido así por el espectador: en efecto, buena parte del público encuentra la escena cómica y se limita a reírse. Sin embargo, el que se compadece de esa ternura derramada, de ese milagro simbólico y tal vez efímero, ese espectador no se ríe: se con-mueve, se mueve-con, se desplaza en la trayectoria emocional de los personajes, que no es otra que la de una comunión ensimismada. El espectador que se conmueve es aquel que comprende y asimila la dimensión del milagro: la risa, en cambio, es un estrato más superficial: obviamente, en la corteza de esta estampa hierática, en este cuadro esperpéntico, tan sólo hay un anciano aborrecible acariciando a su perro y una señora mayor, poco agraciada, acariciando al anciano, como si éste no fuera otra cosa que un animal moribundo. La compasión, pues, desactiva el mecanismo de la risa. Todos éstos son pequeños milagros en los que se hace necesaria la condición previa de una cierta inocencia, de un despojamiento de los estratos adultos en la construcción del yo. El mundo de los adultos es impenetrable; no se deja “leer”. El mundo a secas no se deja verbalizar, no puede nombrarse. Tampoco pueden nombrarse las efímeras convulsiones de un alma en ruinas. Los gestos de ternura se realizarán, entonces, en silencio, así como los milagros inducidos por los niños suelen acontecer en el silencio previo que éstos extienden ante el espectador.


IX.
La inocencia de los niños, en Tarkovski, parece ser el único impulso capaz de suscitar una hipotética renovación. Renovación de la vida y de sus energías pasadas, olvido de un pasado que nos lastra. Esa inocencia parece ser la única fuerza capaz de alimentar los árboles-símbolo que pueblan sus películas. El árbol seco de La infancia de Iván, alrededor del cual los niños, en la ensoñación de la muerte del protagonista, tejen sus juegos interminables encuentra su eco en el árbol de Sacrificio, junto al cual el niño yace meditabundo e intenta comprender. En la canción Mon enfance, de Barbara, es el árbol, que atesora la memoria del pasado, el que restaura las fuerzas y preside una pudorosa intimidad con el niño, o la niña, que fuimos: “J’ai eu tort, je suis revenue / dans cette ville loin perdue / ou j´avais passé mon enfance. / J’ai eu tort, j´ai voulu revoir / le coteau ou glissaient les soirs / bleus et grises ombres de silences. / Et j´ai retrouvé comme avant / longtemps après / le coteau, l´arbre se dressant / comme au passé. / J’ai marché les tempes brulantes, / croyant étouffer sous mes pas, / les voies du passé qui nous hantent / et reviennent sonner le glas. / Et je me suis couchée sous l´arbre / et c´étaient les mêmes odeurs / et j´ai laissé couler mes pleurs / mes pleurs. / J´ai mis mon dos nu à l´écorce / l´arbre m´a redonné des forces / tout comme au temps de mon enfance. / Et longtemps j´ai fermé les yeux / je crois que j´ai prié un peu / j´ai retrouvé mon innocence”. [Me equivoqué, he regresado / a esta ciudad perdida / donde pasé mi infancia. / Me equivoqué / quise volver a ver / la colina donde caían las noches / azules y grises sombras de silencios. / Y volví a encontrar, como entonces, / hace mucho tiempo / la colina, el árbol irguiéndose / como en el pasado. / Recorrí, con las sienes ardiendo, / creyendo ahogarme con mis pasos, / las sendas del pasado que nos habitan; / vuelve a tocar a duelo. / Me recosté contra el árbol / y eran los mismos olores / y dejé correr mis lágrimas / mis lágrimas. / Apoyé la espalda desnuda junto al tronco / el árbol me concedió su fuerza / como en el tiempo de mi infancia. / Largo rato cerré los ojos / creo haber rezado / reencontrado mi inocencia. ]
En un singular viaje de regreso, es el árbol el que devuelve la inocencia, el único testigo del recogimiento y la plegaria. Acaso en Tarkovski el viaje aún está por hacer: con él no volvemos al territorio perdido de la infancia porque tal vez nunca salimos de él.

Este texto forma parte del libro colectivo Miradas cinematográficas sobre la infancia. Niños atravesando el paisaje, en el que me invitaron a participar el año pasado. Más información aquí: http://www.minoydavila.com.ar/showBookDetails.php?BOOKID=1975084

8 comentarios:

  1. cuánto cine que me queda por ver. y qué ingenuo veo ahora mi articulito de tarkovski comporado con el tuyo...

    la escena de la niña al final de la película de "stalker", tiene una intensidad increíble, con la novena sinfonía de beethoven y la imagen tan enigmática, lo cierto es que esa escena me gustó tanto como me confundió, y no sabía muy bien donde encajarla. tu interpretación me da que pensar, y sobre todo me doy cuenta de que realmente a tarkovski hay que verlo no sólo una vez sino muchas.

    otra cosa que dices sobre "stalker" me ha interesado mucho, una cosa en la que yo no había caído. y es sobre el panteísmo del personaje, la comunión que tiene con lo zona (lo de tumbarse en la hierba, los insectos que pasan sobre él, y esa escena tan increíble, estética y simbólicamente, donde, estando Stalker en el agua, se acerca el perro).

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  2. Tienes razón, Ana. Verás, no sé si habré visto siete u ocho veces Stalker (y las que me quedan); más que una película es un palimpsesto del que siempre puedes extraer significados. Cada visionado te ofrece nuevas conexiones y sugerencias, y no creo que esa película se agote nunca... ni en lo visual ni en sus contenidos (que son muchos y que darían para un rato muy largo de conversación). Los poemas de Arseni Tarkovski, el padre de Andrei, son también impagables...

    La escena del perro que se acerca al Stalker es, quizá, mi favorita en toda la historia del cine (aunque si me paro a pensar encuentro otras siete u ocho que podrían usurpar ese puesto, jeje).

    Yo creo que la niña es la depositaria del verdadero milagro de la Zona. Pero es un milagro tímido, oculto, al margen de todo discurso (científico, humanista y místico, encarnados por el Profesor, el Escritor y el Stalker), y por ello inmensamente más poderoso y conmovedor...

    En fin, una película rizomática e inagotable donde las haya.

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  3. oye, tus recomendaciones me están haciendo pasar muy buenos ratos. Tenías razón con la de Pozos de Ambición, es muy buena (aunque un poquito histérica en algunos tramos) y joder, la de Ozu es una aténtica preciosidad. En fin, merci. Y seguiré avanzando en la lista.

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  4. Para eso estamos, Raúl, para poner miguitas de pan hacia muchas cosas que merecen la pena. Y te puedo hacer muchas más recomendaciones. En cine te puedes fiar de mí (en otras cosas, no tanto ;)

    Lo de Ozu no tiene nombre... Híncale el diente, también, a Mizoguchi e inténtalo con algo de la Nuberu Vagu (Nouvelle Vague japonesa), como por ejemplo "Doble suicidio", de Masahiro Shinoda, o "La mujer de las dunas", de Hiroshi Teshigahara...

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  5. Me aventuro a escribirte porque el 95 por cien de tu música es mi música. Ah, se me olvidaba y porque adoro a Tarkovski
    Encantada

    vengo de la mano de alguien, seguro, pero me inmiscuí tanto en tú página que no consigo recordar el rostro de esa mano.

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  6. ah sí, tu foto me lo recordó, de Laura. Sí, de Laura Giordani a la que visito a diario.

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  7. ¡Nuria, sé bienvenida!

    Intentaré que te sientas cómoda por aquí, ando tejiendo un lento nido, o madriguera, donde cobijarse. No otra cosa son los blogs...

    Un abrazo fuerte!

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  8. Al, Nuria, esa Laura Giordani, ¡Cómo la queremos!

    ¡Abrazos para las dos!

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