martes, 30 de septiembre de 2008

Fallido experimento con estados alterados de conciencia


Debido a una intoxicación por hachís, llevaron al pobre diablo a urgencias y lo mantuvieron toda la noche en observación. En la sala de espera, languidecían espectros, proyectos de ser humano ensimismado, caído en el mí. Cada enfermo le rezaba a su dolor, murmurando su laboriosa desesperación.
El diablo, exultante por el delirio, presa de alucinaciones, sintió ese dolor reconcentrado, esas plegarias susurradas, como el crimen más abominable cometido hacia los seres: quiso redimirlos, quiso cargar sobre sus hombros el dolor universal. Para ello ejecutó una desmayada danza ritual y practicó un exorcismo, invocando antiquísimas deidades curativas y salvíficas. Después, recorrió la hilera de penitentes besándolos a todos y alentándolos a la salud. A una anciana la besó en una pierna que iba a ser amputada –más tarde supo que la conservaría.
Sobre las cuatro de la mañana le llegó el turno a los enfermeros. Era el momento de desenmascararlos. ¡Ilusos! Creían salvar almas y sólo remendaban armazones. Se empecinaban en la redención y apenas acertaban a rehabilitar cadáveres.
El diablo les dijo:
¡Curad el alma del hombre, condenada a envilecerse en el estiércol de los días!
¡Contribuid a un auto de fe cósmico!
¡Inmolad las taras del Espíritu!
¡Practicad una cirugía de la conciencia!
¡Extirpad el tumor inmemorial del tedio!
¡Despertad al ángel dormido en lo antiguo de la sangre!
(Era claro que había empachado sus insomnios con Nietzsche, Eckhart y León Bloy, y que no había entendido nada.)
Los enfermeros lo oyeron absortos, de alguna manera fascinados ante este tarado sobrenatural e inesperado. La mayoría enmudeció. Paralizados por esa fe coagulada, brutal, digresiva. Paralizados por las verdades que perfilaban esos confusos anatemas. Alguien se sonó los mocos. Una enfermera lloraba.
El diablo se irguió y continuó su solitaria conquista.
Escaló Himalayas.
Vio imágenes inmundas.
Vio ciudades de espanto y cielos bíblicos.
Vio rostros que en la vigilia aboliría indiferente.
Se sumió en un maëlstrom de aniquilación.
Volcó, torrencialmente, sus gestos en un único estertor.

Y quedó reducido a una escoria gimoteante.

Cuando la ceniza se esparció por las baldosas, la señora de la limpieza pasó el cepillo, resignada.

El párrafo anterior ocurrió tal cual; tuvo su origen en una intoxicación aguda por hachís y ocurrió en la sala de urgencias del Hospital civil de Málaga cierto día de la primavera de 1998. A partir de entonces, el aquí firmante renunció a experimentos en la línea de Michaux (se adjunta dibujo mezcaliniano) y a todo tipo de drogas, incluyendo alcohol y tabaco, que nunca consumió.

2 comentarios:

  1. jajaja.. así que el hachís te provocó toda esa maravillosa verborrea, yo he pasado -como acompañante- por una situación parecida en urgencias pero no fue tan delirante, más bien me rompí de risa porque estaba con un grupo de fumadores atolondrados por los efectos de una maría sublime. El espéctaculo fue bastante bochornoso pero no lo olvidaré nunca.
    Qué bien lo tuvieron que pasar contigo los enfermeros jurjur..
    madre, has publicado tantas cosas en un par de días que no me da para ponerme al tanto! te leeré con calma

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  2. Sí, fue increíble. En realidad esto es una paupérrima reconstrucción de aquello, que fue un torbellino, una avalancha... excesiva para poder describirla con el lenguaje, que siempre queda más acá de la experiencia. Tremendo, pero desde luego no volveré a repetirlo...

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