jueves, 24 de octubre de 2013

La indignación



Imagen: cuadro de Fernando Zóbel 

I. El Otro Lado

Hace unos días, Félix Duque me comentaba que son tantas y tan conocidas las razones de la indignación que resulta difícil ser original al hablar de ello. No pude más que estar de acuerdo. No obstante, luego me puse a pensar y recordé cuantas veces había tenido que descubrir que lo que era obvio para mí no lo era tanto para otros, lo cual me daba a entender que la obviedad depende de una forma de mirar, una disposición, un bagaje experiencial y, por supuesto, de unas serie de opiniones. Y es que lo obvio raras veces coincide con la verdad lógica. Así que, si me lo permiten, les haré partícipes, simplemente, de unas cuantas inquietudes relacionadas con una serie de obviedades de entre las cuales algunas serán compartidas por ustedes y otras, probablemente no.

Quisiera ante todo que nadie viese en mis palabras la intención de desacreditar los movimientos de indignación que se dan actualmente en los países víctimas de la crisis económica. Muy lejos de esto. Movimientos como el del 15M son una bocanada de aire fresco en una sociedad que parecía demasiado estancada en la abulia de su bienestar. Sin embargo –y éste es el punto de partida de mis reflexiones–, no he podido evitar sentirme a menudo indignada al comprobar cómo, en los meses que siguieron a la ocupación de la plaza del Sol, las manifestaciones fueron siendo cada vez más sectoriales y gremiales. Así que, y puesto que entiendo que la tarea de un intelectual es no dar nunca nada por sentado, me pregunté acerca de qué es lo que nos indigna y de por qué nos indigna lo que nos indigna. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que había algo previo a lo que atender: había que definir la palabra indignación. Soy de los que piensan, con Confucio, que si nos tomamos la molestia de definir los conceptos podremos entendernos mucho mejor, así que empezaré por ello, y lo haré con una cita de Cioran:

“Leo en un semanario inglés una diatriba contra Marco Aurelio en la que se le acusa de hipocresía, filisteísmo y afectación. Furioso, me dispongo a responder, pero pensando en el emperador me contengo inmediatamente. No es justo indignarse en  nombre de quien nos ha enseñado a no indignarnos jamás”. 

Lo primero que puede apreciarse en el párrafo es la expresión de un sentimiento de ira que impulsa a actuar: “furioso, me dispongo a responder”. La ira es causada por la lectura de unas acusaciones a las que juzga injustas, y esta injusticia, al parecer, le ofende. La acusación, que no va dirigida a él, es percibida por el autor como una agresión, un insulto (un “salto sobre”) o una ofensa verbal que le enfurece, instándole a responder. La indignación parece, pues, que tenga como motor la ira ante la constatación de una injusticia y sea un movimiento que tiende a restablecer el equilibrio, a re-compensar la descompensación (la injusticia) mediante una respuesta, en este caso, verbal.

Dejaré para más adelante la última parte de la cita: “no es justo indignarse en nombre de quien nos ha enseñado a no indignarnos jamás” que, por otra parte, es la que me parece la más interesante. Por ahora quisiera centrarme en ese impulso solidario de Cioran para con Marco Aurelio. ¿Por qué siente Cioran la necesidad de defender a Marco Aurelio, de batirse por él, de responder por él? Sin duda porque le importa. ¿Le importaría si, en vez del emperador filósofo al que dice considerar como su maestro, se tratase de alguien con quien no congeniase en absoluto? ¿Sería suficiente con saber que las acusaciones son falsas para sentirse indignado y dispuesto a la acción? Debería serlo, según lógica, pero no suele serlo. Defendemos aquello de lo que nos sentimos próximos, lo que nos concierne, lo que nos afecta. Uno se siente ofendido /agredido cuando una injusticia es cometida contra la propia persona y sus adherencias o, dicho de otra manera, para indignarse, hay que sentirse concernido.

Esto parece que ya contesta, aunque de modo muy general, a la segunda de las preguntas: lo que nos indigna nos indigna porque nos concierne. Así que para contestar a la anterior: qué es lo que nos indigna, sólo tendremos que preguntarnos qué cosas o qué seres pensamos/sentimos que nos incumben y, lo que tal vez sea más importante, cuáles no. Dicho de otra manera, habremos de preguntarnos por la amplitud del marco de referencia de lo que nos atañe.
 

Lo que no nos concierne. Márgenes de nuestra indignación

El caso es que me da la impresión de que nos indignamos generalmente dentro de un marco más bien estrecho. Nos indignamos, con razones siempre aunque no siempre con razón (con justicia), pero quizás no con la suficiente amplitud. ¿Falta de información? ¿Desinterés?

Un ejemplo: En noviembre de 2008 se perpetró una serie de atentados coordinados en Mumbai. La Estación de ferrocaril, dos hoteles de cinco estrellas (uno de ellos famoso en nuestro país por albergar una mesa bajo la que se refugió uno de nuestros representantes políticos) y otros centros turísticos fueron algunos de los objetivos. Murieron 275 personas. Fue difundido por la prensa internacional y por la prensa india. La prensa internacional se interesó porque seis de ellas eran extranjeras; la prensa india, porque los objetivos afectaban a los VIP. Sin embargo, no se habló de las matanzas que los habían precedido en el mes de septiembre. Las víctimas, claro, no pertenecían a la élite. Nadie recordó tampoco las causas de estos atentados, desde la demolición de la mezquita de Babri en Ayodhya (Uttar Pradesh) en 1992 (900 muertos) a la matanza de Gujarat, una ola de violencia en la que, en 2002, se saquearon y se incendiaron aldeas, se violaron y quemaron a las mujeres, y que provocó el éxodo de unos 15.000 musulmanes.

¿Se supo algo, en los países occidentales, de aquellas matanzas? Sí, una voz se encargó de difundirlo, como siempre la de Arundhati Roy. Pero, si llegamos a enterarnos, ¿nos afectó? ¿Nos indignó?
 
Otro ejemplo:

Desde 1945, las naciones europeas no han dejado de recordarse mutuamente el holocausto judío. Algunas voces hubo que se alzaron para recordar el del pueblo gitano o el armenio, pero ¿nos importó lo más mínimo el de los pueblos de Namibia, los de Kenia, o el exterminio del pueblo Ogoni (2006), en Nigeria? ¿Llegamos a saberlo? Y si lo supimos, ¿nos indignamos?

Será cosa de la vista, pensamos. Ya se sabe: corazón que no ve... El corazón parece que necesita ver. Nuestra cultura es la cultura de las apariencias, de las apariciones: comprendemos y sentimos de acuerdo con lo que se muestra. Y claro, aquello no se mostró, no lo vimos. ¿Nos hubiese afectado, de haberlo visto? ¿Nos hubiésemos sentido concernidos? 

Tan sólo en los últimos sesenta años, con intervención directa o indirecta de las naciones occidentales y siempre de acuerdo con sus intereses, fueron masacrados diez millones de congoleños, siete millones de vietnamitas, dos millones de camboyanos, dos millones de kurdos, quinientos mil serbios, un millón doscientos mil argelinos, setenta mil haitianos, ochocientos mil tutsis e hutus, doscientos mil guatemaltecos, quinientos mil japoneses, trescientos mil libaneses. El número de palestinos sigue creciendo. Desde 2005, el territorio de Gaza en una prisión a cielo abierto. En 2008, el gobierno de Israel utilizó a la población para ensayar una nueva bomba compuesta de bolitas de wolframio que explotaban en el interior de las víctimas desgarrándolas por dentro. En el ataque murieron 1444 civiles palestinos, 348 eran niños y más de 6000 quedaron paralíticos, quemados o mutilados. Al año siguiente, los bombarderos acabaron con sus molinos de trigo y su depuradora de agua. El bloqueo mantiene a la población en situación de hambruna permanente. ¿Nos movilizamos por ello o sigue pillándonos muy lejos? 

Veamos:

 Nos es de sobra conocida la cifra de los muertos (2.752) en el atentado de las Torres Gemelas, en septiembre 2001. La población de las naciones occidentales se sintió afectada e indignada. Sin embargo, según informes fechados en julio de este mismo año, la invasión armada de Afganistán e Irak por las tropas estadounidenses había producido hasta entonces, entre la población civil, 137.000 muertos y había dejado sin hogares a más de siete millones. No faltaron imágenes de estos episodios. ¿Nos indignaron? 

Mucho se ha hablado acerca de la cultura del espectáculo y de la responsabilidad de los medios en lo que respecta a la indiferencia. Cierto es que recibimos los hechos convertidos en imagen como recibimos la ficción, por el mismo conducto y con el mismo formato, el de la pantalla. Cierto es también que, al convertirse en noticia, lo ocurrido pierde su condición singular. Las figuras son intercambiables, se archivan en carpetas con etiquetas que dicen: “emigrantes”, “terroristas”, “maltratadas”, etc.: mercancía serializada. Ninguna singularidad, reducción a conceptos (universales). Descontextualizadas, las personas devienen personajes sin otra vida que aquel fragmento que se muestra en la imagen. Eso sí, algunas imágenes nos arrancarán una exclamación, pero ésta responderá a lo que Kant denominaba juicio “de gusto”, no a un juicio de conocimiento. Provendrá de una emoción estetizada, no de una emoción ordinaria. Formalmente seducidos por los ardides del arte, responderemos a la forma creyendo que respondemos al tema. En esto consiste la perversión del lenguaje artístico. Sin arte, en cambio, sin atractivo formal, otras imágenes, mostrando la misma realidad, nos resultarán indiferentes. Podemos seguir tranquilamente sentados en el autobús o en el metro frente a un anuncio de niños esqueléticos. Porque, más allá de la posible afectación que puedan producirnos las imágenes, ocurre que entendemos que no nos concierne.

¿Qué hace falta para que algo nos concierna? Seguro que todos habréis oído alguna vez a alguien exclamando, ante la pantalla de TV: “Pero si yo a éste lo conozco...” O bien: “Pero si eso es aquí, en la calle tal... ¡Y yo estuve allí precisamente esta mañana!” Y habréis notado cierta inflexión en la voz denotando que algo, de repente, hacía mella, y habréis visto a la persona examinando la pantalla con interés, como escudriñando en algo que le resultaba familiar, algo que trazaba un puente entre lo externo y lo interno... De pronto se sentía concernida. Por simple reconocimiento. Porque el reconocimiento es proximidad y semejanza.

La principal razón de la indiferencia de quienes participamos de la sociedad del “bienestar”, es que la violencia (que nuestras naciones ejercen) siempre ocurre en Otra Parte: otras tierras o, simplemente, el sótano del edificio vecino. La violencia ocurre en Otra Parte, pero se ejerce globalmente.  

Que el mercado global lo construyeron las naciones occidentales esclavizando y usurpando territorios es algo que todos conocemos. Que esclavitud y colonización han sido los pilares sobre los que se construyó la sociedad capitalista y su “bienestar”, es evidente. ¿Que esto fue cosa del pasado, que hemos crecido moralmente desde entonces? ¿Quién lo dice? A nadie se le escapa que el sistema de opresión actual, el último, el más terrible y el más asesino de los que se han dado en la Historia, se llama Organización Mundial del Comercio, Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, sociedades transcontinentales e ideología neoliberal. Como dijo públicamente el Ministro de Costa de Marfil Oulai Siene en Durban (2001): “Los esclavistas no han muerto. Se han transformado en especuladores bursátiles”. Sin embargo, este tipo de discurso nos sigue manteniendo al margen del problema: ¿cómo podemos sentirnos concernidos por algo tan abstracto? Vayamos a algo más concreto:

-Todos sabemos, o podemos saber que los bancos disponen de nuestras cuentas para financiar la industria armamentística y que el Estado español ha colaborado y colabora con estas empresas. (Lo que no sabemos es qué bala, qué mina antipersonas explotará gracias a nuestros ahorros).   

-Sabemos que el delta del Níger perece bajo el petróleo de las empresas europeas y que al gobernante títere del Níger se le paga en barriles que se desvían a Amsterdam y cuyo beneficio va a parar a sus cuentas en Suiza.

-Sabemos que costas como las de Ghana están arruinadas y envenenadas debido a la basura tóxica de empresas como Appel.  

-Sabemos o podemos saber que la cría industrial de langostinos, esos que no pueden faltarnos en época navideña, devasta las costas de Bengala, Orissa, Tamil Nadu, Goa y Maharastra, deseca los pozos de agua potable y termina desplazando a las poblaciones costeras.

-Sabemos que los alimentos siguen siempre en sentido inverso la ruta que desde nuestros puertos lleva a las costas africanas nuestra basura y que los alimentos básicos son ahora el “oro verde” con el que especula el capital financiero globalizado.

-Sabemos que, como consecuencia de las políticas del Fondo Monetario Internacional en esos territorios, tan sólo en el año 2007 treinta y seis millones de personas murieron como consecuencia de la desnutrición, nueve millones sucumbieron a enfermedades erradicadas hace tiempo en nuestros países, siete millones por beber agua contaminada, pero nos han programado para que pensemos que las hambrunas son debidas a catástrofes naturales o, incluso, a la ineptitud de las naciones pobres para autogestionarse. 

     -Sabemos o podemos saber que entre 1996 y 2006 han sido exterminadas 7 millones de personas en los territorios congoleños. El codiciado coltan (columbio-tantalio) del que el Congo almacena el 80% de las reservas, es indispensable para la fabricación de teléfonos celulares y otros ingenios de alta tecnología. El polvo de coltan sale del país vía Ruanda y se vende a Nokia, Motorola, Compaq, Sony Ericsson y otros fabricantes.

     
Sabemos o podríamos saber tantas cosas... si tan sólo nos sintiésemos mínimamente concernidos.  

Y deberíamos, pues siendo así que la violencia global es una violación de territorios sin territorio, de hecho nos concierne. No hay fronteras atravesadas porque no existen fronteras en este juego; los límites son otros, o no los hay. La violencia global no es una guerra sino un juego sucio en el que, a un lado del tablero, están los reyes con su corte y, al otro, los peones. Gobiernos corruptos con gobernantes títeres, acuerdos pactados entre las élites, Sociedades Anónimas sin cabezas visibles, desplazamientos de poblaciones, chantajes, sustracciones, expropiaciones indebidas... El universo del mercado global es el Castillo de Kafka amplificado a la enésima potencia. Pero las consecuencias, para millones de seres, no son kafkianas ni son virtuales, son simplemente reales. Una realidad que se imprime en la carne, con dolor, con agotamiento. Y en todo ello estamos implicados, lo queramos o no. Nuestras naciones, nuestros gobiernos lo están, nuestra economía lo está.  Pero todo esto –les advertí– son obviedades, y ustedes me dirán, no sin razón, que lo que hemos de hacer los que nos dedicamos a la filosofía no es tanto pensar en ello como pensar a partir de ello. Sin embargo creo que, aún sabiéndolo, corremos el riesgo de perderlo de vista. No me parece correcto ni lógica ni éticamente pensar la crisis financiera sin pensar los engranajes de la sociedad de consumo, pensar la indignación local y sus causas inmediatas sin pensar las razones globales de la misma. Así que vuelvo a la pregunta:  

¿Qué hace falta para que nos sintamos concernidos? ¿Qué hace falta para evitar la indiferencia? ¿Qué hace falta para que nos importe que lo que hacemos aquí tiene sus repercusiones en Otro Lado? Crecemos, nos alimentamos, “progresamos” sobre montones de cadáveres, sobre la miseria y el sufrimiento de pueblos enteros que nos son ajenos. Y no nos indignamos por ello. No salimos a la calle para protestar porque nuestras empresas desplazan a las poblaciones que se resisten a la implantación de sus fábricas y les roban el suelo, ni porque torturen a millones de animales en granjas y mataderos. Tampoco nos indignamos cuando los bancos ofrecían financiación a espuertas y la especulación urbanística favorecía nuestra economía. 

Sé que estas cosas producen un tremendo malestar. No nos gusta que nos hagan sentir culpables. ¿Por qué debería yo sentirme responsable?, yo no he sido el que... O ¿Y qué puedo hacer yo? son comentarios que resultan habituales. Y ahora, amparándose en la situación actual: que si ahora no es el momento, que cada cosa a su tiempo, que cómo vamos a preocuparnos por lo que pasa en otro sitio con lo que nos está cayendo... ¿No deberemos, antes bien, preguntarnos qué es lo que se está cayendo y por qué?

No, los asuntos inmediatos no pueden hacernos perder de vista los demás, dado que los “demás” son el contexto de los inmediatos y si no le ponemos remedio al contexto, lo que hagamos con lo inmediato servirá de poco. Dicho de otro modo: nada es independiente. Sólo una visión global y una indignación global podrán ponerle freno a la violencia global, al desastre que acarrea, mitigar la náusea global que nos produce y promover acciones locales que reviertan, si no en un bienestar, sí en un mejor estado global.

Puede que el desinterés se deba, como alguien escribía, a que la complejidad de las relaciones en el mundo globalizado haya producido una ruptura de la relación entre nuestros actos y sus consecuencias, que nuestra imaginación no esté a la altura de nuestros actos de manera que seamos “incapaces de imaginarnos sus consecuencias y, por tanto, de responsabilizarnos moralmente de los mismos”. Tal vez sea eso. Que cuando aumenta demasiado su complejidad, como el poliedro de diez mil lados de Descartes, las cosas dejen de poder imaginarse.

Tal vez sea también atribuible a esa dificultad que alguno, sin demasiada preocupación por que le quiten el agua potable, el sustento y la salud, se permita proclamar que quienes hablan de “los negritos que están a cinco mil kilómetros” tienen “la sensibilidad hipertrofiada”. No señor, los “negritos” no son una postal exótica, aquellos pueblos padecen porque nuestras empresas, con la ayuda de instituciones como el FMI, manejan a los gobiernos de estos países para beneficiarse de privilegios que jamás obtendrían en los suyos y que van en detrimento de una población cuya terrible desaparición no les importa lo más mínimo. Y lo que es más: los “negritos” también seremos nosotros cuando nos llegue el turno –que ya nos está llegando– y el Capital tenga necesidad de más esclavos. –¿El Capital? ¿Pero quien es/somos, finalmente, el Capital? ¿O es que cuando las entidades financieras nos daban todas las facilidades para obtener créditos y fabricar con nuestra deuda bienes ficticios con los que especular, no acudíamos con los ojos cerrados?

Es tiempo de despertar. Hoy, la indignación no puede limitarse a defender intereses particulares. Porque sí: para todos, se trata de sobrevivir, sólo que unos siguen/seguimos viviendo sobre otros que apenas sobreviven. 

 


II. El “semejante”

 


He pronunciado la palabra “despertar”. Esto hace que me sienta un tanto mesiánica, lo cual me resulta molesto. “Es tiempo de despertar”, he dicho. Y ya me estaría arrepintiendo de no ser porque recuerdo ahora las palabras de Derrida: “Lo incognoscible es el despertar”. La frase pertenece al seminario La bestia y el soberano, ahí donde el autor responde a un comentario de Lacan acerca de la crueldad. Lo propio de la crueldad, según Lacan, sería que el ser humano apunta siempre a un semejante, incluso cuando la emprende con un ser de otra especie. Ese fraternalismo del “semejante”, piensa Derrida, nos libera de cualquier obligación ética, del deber de no ser criminal y cruel con cualquier ser vivo que no sea mi semejante o que no sea reconocido como tal.

Y, ciertamente, si mirásemos atrás, veríamos que amparándose en la desemejanza es como pudieron justificar las naciones europeas tanto el genocidio de las poblaciones amerindias como la esclavitud de los africanos o, hasta no hace mucho, el sometimiento de las mujeres. Y es también, aún ahora, amparándonos en la desemejanza que las sociedades de la letra escrita nos permitimos desplazar, robar y reducir a la miseria a las poblaciones ágrafas, de cuyas estrategias de supervivencia podríamos aprender si tan sólo prestásemos oído y atención. Pero, por el contrario, se las silencia.

Derrida:

“Un principio de ética o, más radicalmente de justicia, en el sentido más difícil que he intentado  oponerle al derecho o distinguirlo de él, es quizás la obligación que compromete mi responsabilidad con lo más desemejante, con lo radicalmente otro, justamente, con lo monstruosamente otro, con lo otro incognoscible. Lo “incognoscible” [...] es el comienzo de la ética, de la Ley, y no de lo humano. Mientras hay algo reconocible, semejante, la ética dormita. Duerme un sueño dogmático. Mientras sigue siendo humana, entre hombres, la ética sigue siendo dogmática, narcisista, y todavía no piensa. [...]

Lo “incognoscible” es el despertar. Es lo que nos despierta, es la experiencia de la vigilia misma.

Lo incognoscible, por lo tanto, lo desemejante. Si nos fiamos de y nos vinculamos a una Ley que únicamente nos remite a lo semejante y no define la transgresión criminal o cruel más que en cuanto que apunta a lo semejante, eso quiere decir, correlativamente, que no tenemos obligaciones sino para con lo semejante [...]. Más obligaciones para con los hombres que para con los animales, más obligaciones para con los hombres próximos y semejantes que para con los otros menos próximos y menos semejantes (en el orden de probabilidades y de semejanzas o de similitudes supuestas o imaginadas: familia, nación, raza, cultura, religión). Se dirá que es un hecho (pero, ¿puede un hecho fundar y justificar una ética?): es un hecho que experimento, en este orden, más obligaciones para con aquellos que comparten mi vida de cerca, los míos, mi familia, los franceses, los europeos, aquellos que hablan mi lengua o comparten mi cultura, etc. Pero este hecho nunca habrá fundado un derecho, una ética o una política.

Que de hecho sea así no quiere decir que deba ser así. La moral del “semejante” más bien parece salir al paso para justificar el hecho radical de que defendiendo a mis “prójimos”, es decir, a aquellos que tengo cerca, que me cercan, estoy defendiendo mi cerco, me estoy defendiendo a mí mismo. Esto, en efecto, no funda una ética, ni tampoco responde a un ideal de justicia. Pues la justicia, en sentido ético, transciende la legitimidad grupal.

El concepto de semejante de Lacan conduce, según Derrida, no sólo a todas las formas de racismo, también lleva a que se pueda infligir el peor sufrimiento a un animal sin ser sospechoso de la menor crueldad. No hay “crimen contra la animalidad”, dice, ni crimen de genocidio en lo que concierne a los seres vivos no humanos. Y en cuanto a las buenas intenciones, éstas están cargadas de ingenuidad antropocéntrica.

“Las declaraciones de los derechos de los animales que algunos reclaman, aparte de que nunca llegan hasta condenar cualquier asesinato, se regulan casi siempre de una forma muy ingenua de acuerdo con un derecho existente, los derechos del hombre adaptados por analogía a los animales. [Tales derechos son] solidarios e indisociable y sistemáticamente dependientes de una filosofía del sujeto de tipo cartesiano o kantiano, que es aquella misma en nombre de la cual se ha reducido al animal a la condición de máquina sin razón y sin persona”.

Es sin duda reconfortante hallar un filósofo en cuyo discurso sentirse amparada (aún cuando éste tenga, como es el caso, no pocos detractores). Sobre todo, porque hemos llegado al punto en el que generalmente suele una percibir cierta molestia en el auditorio, o incluso alguna sonrisa condescendiente ligeramente reprimida en las comisuras de algunos labios. No estamos todos de acuerdo. Porque: Esto es irrelevante, aquí, en este foro, donde se está discutiendo seriamente de “cosas serias” – es curioso cómo uno puede sentirse importante cuando se pronuncia acerca de las cosas importantes –. ¿Cómo vamos a pensar en el maltrato animal o en el deshielo cuando hay x millones de parados en este país? 

Sí, el “semejante” es cosa seria. Lo “otro”, no.

¿Acaso la ética es algo que sirve tan sólo en tiempos de bonanza y se desecha cuando nos sentimos en peligro?

Pensar de este modo es como ver venir el incendio y dedicarse a consolidar la madriguera. No, por mucho que intentemos defender nuestras posesiones, no escaparemos al desastre. Porque nada es independiente. Ocuparse del grupo social al que pertenecemos, ocuparse de la manada y de su territorio, por supuesto que ha de hacerse, pero desde una conciencia más amplia. Si nos afanamos en preservar nuestros intereses gremiales y nacionales en detrimento de los intereses mundiales y planetarios no haremos más que ponerle un parche a una balsa que se hundirá tarde o temprano.

Quienes hablamos públicamente de derechos de los animales en este país lo hacemos, hay que decirlo, con cierto miedo al ridículo, con temor a que se nos juzgue culpables de una terrible infracción de la lógica, la moralidad y el sentido común: ¿cómo vamos equiparar los animales con los seres humanos?   

La risa, señores, es un arma defensiva. Un residuo del gesto de enseñar los dientes, como decía Darwin. Se ridiculiza para neutralizar, por evitar algún daño, alguna brecha en las murallas. ¿Por qué se sentirá ofendido el individuo humano cuando se le equipara a un animal? Porque los considera inferiores. La inferioridad es una noción sumamente útil: justifica la utilización e, incluso, el exterminio. Hasta hace poco, los occidentales consideraron inferiores a las personas de otras etnias. Ni los pueblos andinos eran seres humanos (como se decretó en Valladolid a mediados del XVI), ni los esclavos africanos de América tenían alma. Tampoco se estaba seguro de que la tuviesen las mujeres hasta bien entrado el siglo XIX. Y aunque eso de tener alma pueda resultarnos a algunos bastante poco relevante, el caso es que marcaba una diferencia lo suficientemente significativa como para evitar que a un sector de la población se le pudiese considerar “sujeto”, es decir, un “semejante”, un ser con conciencia de sí al que nadie puede agredir o violentar sin ser inculpado (recordemos: desde la ética del “semejante” no hay crueldad ni criminalidad salvo con el “próximo”). El “alma” fue algo tan necesario para el capitalismo (después de serlo para los latifundios eclesiásticos) como el flogisto lo fue para la ciencia del XVII o la sustancia invisible para los aristotélicos medievales que condenaron a Galileo.

La inferioridad es un requisito conceptual para la dominación. Y se sustenta sobre una serie de comparaciones. En el caso de los animales, éstas se establecieron en Occidente de acuerdo con el dictado bíblico: “Creced y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla” (claro que el Génesis fue escrito por un hombre y no por un caballo, como decía Kundera). Las justificaciones comparativas fueron formulándose ad hoc, como la existencia del flogisto, para probar algo que había sido decretado de antemano. La semejanza o la desemejanza que validan el aprecio o el desprecio que podamos tenerle a un animal se siguen midiendo desde entonces de acuerdo a valores incuestionables e incuestionablemente antropocéntricos (que si es o no capaz de reír, o de jugar, o de fingir que finge, que si un simio puede efectuar operaciones matemáticas, que si un elefante encuentra placer en pintar, que si el silbido de los delfines es identitario, que si el ADN de la mosca del vinagre se diferencia del humano sólo en un gen...¡vaya, aquí se nos ha colado una observación interesante!) que remiten a la identidad-sujeto con que el individuo humano pretende distinguirse. Si conseguimos probar que un animal tiene conciencia de sí, esto le hará digno de respeto y tal vez incluso merecedor de ciertos derechos. Porque tener conciencia de sí es ser sujeto y sin sujeto, no hay derecho que valga. El “semejante”, de nuevo.

La cuestión, en realidad, no es tanto la evidente ingenuidad con que establecemos este tipo de comparaciones como el esquema que invita a establecerlas: un esquema jerárquico bifocal e infantil: arriba y abajo, superior-inferior. Tenemos, indudablemente, una extraña propensión a la verticalidad. Hay otras maneras, no obstante, de proceder. Cabe pensar otros modelos en los que no se proceda ni por derivación (evolucionismo) ni por comparación y equivalencias (estructuralismo). Dentro de un marco realmente ético (que no moral, es distinto), el respeto no se obtiene de acuerdo con el lugar que se ocupe, mayor cuanto más cerca se esté de la cúspide, sino por el hecho de ser lo que se es, y siéndolo plenamente.

No puedo dejar de sorprenderme ante la poca amplitud de nuestro marco de indignación. Admiro demasiado las virtudes del animal perdido en mí y deploro demasiado las macabras inclinaciones del animal humano y la falta de coherencia de una racionalidad que, teniendo la lógica (y por lo tanto la justicia) por fundamento se empeña en proteger a ultranza la propia especie en detrimento de las demás y, consecuentemente, de la suya propia. No me siento superior a ningún ser por el hecho de formar parte de una especie que ha desarrollado su capacidad intelectual a expensas de la noción sistémica que a todo animal pertenece.  

Nada es independiente. No puede destruirse una especie sin que la cadena entera padezca las consecuencias y, cuando esto ocurre, también peligra la supervivencia de la especie humana, lo cual es lamentablemente para muchos la única razón del cuidado que habríamos de tener para con el planeta y la única que nos libra, a quienes hablamos de ello, de ver alzarse algunos hombros o dirigírsenos sonrisas complacientes. Razón de especie que remite al cerco limitado de nuestro territorio y sitúa la aplicación de la justicia en el espacio exiguo de nuestra balanza. Así de estrecho es nuestro marco.

¿Será demasiado amplio el sentido de la equidad desde el que pudiera entenderse que el derecho a la vida, a la libertad y al territorio de supervivencia no nos concierne tan sólo a los seres humanos? 

   La muy antigua fórmula de reciprocidad compartida por tantas tradiciones: “no le hagas a los demás lo que no quisieras para ti” podría volver a pensarse desde la ética del “semejante” pues, ¿quienes son “los demás”? Tanto en el Talmud como en el libro de Tobías se trata de los demás hombres, por supuesto. Confucio era bien explícito al respecto: "lo que no desees que te hagan a ti, no lo hagas a los demás hombres". La ética del Buddha, en cambio, era más abarcante: “Todos los seres vivos desean la felicidad. Todos temen la muerte. Comparándonos con los demás deberíamos abstenernos de herir o de matar”. ¿Será que el budismo no piensa dentro de los parámetros de la equivalencia lógica? No, sigue siendo una equivalencia, sólo que aquí la semejanza no se mide atendiendo al rostro (ese rostro capaz de responder, como diría Derrida) sino atendiendo a algo más radical: la condena a morir y el temor al sufrimiento y a la muerte.

Haber nacido, haber aparecido, haber caído al tiempo, por un tiempo, desde el abismo de la no-vida merece, por el sufrimiento que de hecho implica, el respeto del morituri te salutant. Y el sufrimiento añadido que, en los seres humanos, deriva de su capacidad de anticipar el declinar irremediable, la conciencia del acaecer, la caída, y su rechazo no nos hace más dignos de respeto que cualquier otro ser, tan sólo nos hace más desdichados.     

 
Desde la conciencia de nuestra dimensión de plaga

Ahora bien, alguien, dentro de la piel del diablo, podría preguntarme:

-Sí pero, y si el planeta le dijera que, habida cuenta del daño que la humanidad le está haciendo, iba a acabar con su vida, ¿dejaría que se la arrebatara sin ofrecer resistencia?

-Me defendería, es cierto.

-¿Ah? Pero no decía usted... Su ética...

-Sí, defendería mi vida, como cualquier animal: estamos programados de esta manera. Pero ninguno de los movimientos que hiciera para ello haría que mi razón se opusiera o que dejase de pensar que esto era lo justo. –¿Justo? ¿De qué justicia estamos hablando?


¿Es posible actuar sin ira? Justicia y acción desinteresada  

La indignación suele estar precedida por otro estado de ánimo: la perplejidad. Por un momento, nos quedamos perplejos, suspendidos ante una desproporción. Luego, esa desproporción se transforma en un sentimiento, el de una injusticia. “Justo”, etimológicamente, significa lo que es según ley (ius). ¿De qué ley estamos hablando? 

No es la diké de Esquilo: venganza, retribución o némesis; tampoco es exactamente la de Heráclito, la alternancia entre opuestos; la ley a la que me refiero se acerca más a aquel remoto origen de las falsas virtudes que, como la justicia, eran para Lao tsé tan sólo un sucedáneo de algo que hubiésemos perdido:

 "Perdido el tao, comenzó a actuar su te  (su virtud). Perdida la virtud, le sustituyó el amor (jen : virtud de la humanidad). Perdido el amor, se echó mano de la justicia. Perdida la justicia, se quiso sustituirla por la cortesía. Pero la cortesía es poca fidelidad y poca confianza y comienzo de los disturbios. La ciencia o el conocimiento de estas virtudes es sólo flor del tao y comienzo de la estupidez."

¿Sería posible una humanidad que se propusiese remontar desde sus saberes y sus falsas virtudes a aquello a lo que éstos vinieron a sustituir?

Los principios de la economía capitalista: la conversión de los recursos del planeta en productos, de los medios de supervivencia en medios de producción es resultado del ansia que ha hecho de la insatisfacción la rueda dentada de su engranaje (la insatisfacción es una de las claves del sistema de consumo). Pero tanto el ansia como la insatisfacción descansan sobre el miedo. El miedo a perder, a perderse, a ser menos o a dejar de ser. Acumular para ser más y para seguir siendo. Nadie, tenga más o tenga menos, estará dispuesto a perder lo que tiene. Se indignará si siente en peligro los derechos que cree haber “adquirido” en “propiedad” porque sentirá el despojamiento como una ofensa. Las leyes de nuestra sociedad defienden, antes que el bien común (que no es lo mismo que el bien “público”), la propiedad “privada”. ¿Privada de qué? De relación con lo común, claro está, de responsabilidad para con lo que le concierne al otro. Y aquí no puedo evitar recordar la parte de Lacan que dejé en el tintero para seguir el discurso de Derrida: el “semejante”, el único realmente próximo, en último término, siempre es uno mismo. De ser esto cierto (y todo apunta a que lo sea), ni la justicia ni las leyes estarían fundamentadas en una equivalencia – un vaivén entre dos, un movimiento del uno al otro– sino en la identidad –la perduración en lo propio: la protección de lo mismo–. El sistema judicial se convierte así en una institución condenatoria (de cualquier ataque contra lo establecido), defensiva y, en su caso, ofensiva. Justo será que cualquiera, confundiendo su descontento con el sentimiento de injusticia que precede toda indignación, defienda la parcela de su territorio (sus bienes, sus adquiridos “derechos”).   

Y aquí es donde retomaré el último párrafo de la cita de Cioran: “No es justo indignarse en  nombre de quien nos ha enseñado a no indignarnos jamás”.

Decía, al inicio de esta charla, que la indignación es la manifestación de un malestar ante una injusticia o, más exactamente, ante algo que consideramos tal. Cioran experimenta ese malestar, pero se contiene al recordar la enseñanza del emperador. ¿Por qué? ¿Por qué no indignarse?

Recordemos que Marco Aurelio era seguidor de los estoicos. Por una parte, la disciplina estoica enseñaba a desprenderse. Si quien se indigna defiende algo que de alguna manera siente que le pertenece, ¿cómo habrá de indignarse quien considera que nada le pertenece?

Por otra parte, y más importante, a la ética de la Estoa primitiva acompañaba una serie de directrices para el conocimiento de los movimientos del ánimo y la comprensión de sus adherencias. “Conócete a ti mismo” es el conocido lema de las escuelas griegas. Este “sí mismo” no se refiere al conjunto de hábitos que conforman la personalidad, sino a algo más radical y más común que tiene que ver con el funcionamiento de la psique, sus procesos senti-mentales, de los que el personaje (eso que “tiene” personalidad) dará muestras de una u otra manera, según sus circunstancias. Así pues, quien se conoce a sí mismo también será capaz de conocer al otro. Y quien conoce al otro no espera de él otra cosa que lo que pueda dar. El que conoce la naturaleza del otro sabe qué puede esperar de él y qué no y, siendo así, ¿cómo podría sentirse ofendido? Y allí donde no hay ofensa difícilmente podría haber indignación.

¿Qué esperamos de quienes nos gobiernan? Sin duda no esperamos que nos procuren un mundo perfecto, pero a lo mejor esperamos que arreglen el país. Nos gustaría pedirles, al menos, honestidad, pero ¿pueden? Sabiendo que en una democracia adulterada ellos no son más que títeres deambulando por el escenario de la gran pantomima, sin la sabiduría necesaria para llevar a cabo la acción correcta, ¿qué esperamos de ellos?

Bien, pero, ¿quiere esto decir que, ante una evidente situación de injusticia, nos quedemos sin hacer nada? ¿No indignarse significa aceptar y aguantar?

No se trata de esto, en absoluto. Ni la ataraxia ni la apatheia son sinónimos de pasividad. Ambos conceptos evolucionaron, con el tiempo, hasta adquirir connotaciones en absoluto acordes con lo que fueron para las escuelas griegas. Ni la ataraxia era falta de acción, ni la apatheia, apatía. Ninguno de estos términos se referían directamente a la acción práctica sino, antes bien, al conocimiento de los movimientos del ánimo y su dominio. La ataraxia es ausencia de perturbación anímica y la apatheia, neutralidad del ánimo, ecuanimidad. Ahora bien, es con el ánimo templado, y tan sólo así, que pueden emprenderse acciones realmente justas o correctas. La ira provocada por lo que percibamos como una ofensa personal, dará como resultado respuestas igualmente personales, carentes de alcance universal y, por tanto, injustas. En una tradición aparentemente más alejada de la nuestra, aunque bien conocida por los estoicos, es también de esta neutralización de los movimientos del ánimo de lo que trataba la enseñanza que Krisna le proporciona a Arjuna cuando le ve dudar ante la necesidad de combatir contra sus familiares: actuar sin interés personal, luchar, pero con el ánimo ecuánime, es la acción justa. Para Marco Aurelio, esto sería actuar acorde con el principio racional.

Lamentablemente, la Historia de Occidente no ha evolucionado a partir de sus antiguas sabidurías. La observación de la mente y sus procesos se dejó de lado por otro tipo de observación, más inmediata, y no parece que haya tiempo ni disposición suficiente como para recuperar estos conocimientos que son la gran asignatura pendiente del Occidente capitalista y están siendo olvidados en la mayor parte de los pueblos que los poseían, al ser éstos conquistados por nuestro sistema. 

Pero lo que sí puede hacerse, al menos, es explorar los términos de nuestra indignación. Sus motivos. Considerar la ira. Sus causas. Averiguar la naturaleza de nuestra respuesta y sus fines.

Si según la definición de la indignación uno no puede indignarse sin que le ataña personalmente, entonces, tal vez debería revisarse la pertinencia del concepto cuando lo aplicamos a movimientos como los del 15M, cuya naturaleza fue, al menos en un principio, de una amplitud de marco que trascendía los intereses personales de sus integrantes. A no ser que, como he sugerido, ampliásemos el marco de tal manera que lo que nos ataña deje de ser estrictamente personal, gremial o grupal, de acuerdo con el principio de racionalidad o de justicia de los que antes hablaba.

¿Somos capaces de indignarnos desinteresadamente, de considerar nuestros intereses personales dentro de una ética global? ¿Somos capaces de tener en cuenta que nuestra vida vale tanto a nuestros ojos como lo que cualquier otra vida vale para quien la vive y actuar en consecuencia? ¿Tenemos voluntad de unir los esfuerzos y los conocimientos para inventar un sistema mejor, más equitativo y respetuoso, más justo?

De no hacerlo así, debemos saber que nuestras acciones, en el mejor de los casos, no harán más que darle otra vuelta al proceso dialéctico, un cambio más dentro de una Historia que llega a su fin. De no ser que seamos capaces de actuar sin ansia, sin interés personal, con generosidad, con ecuanimidad, hagamos lo que hagamos, este sistema seguirá en pie, corrompido y funcionando, perpetuando la situación de indefensión moral y práctica en la que ahora nos encontramos.   

 No les ocultaré la pregunta que me inquieta: ¿qué pasaría si, pactando, se nos devolviesen los derechos (o beneficios) de los que estamos siendo privados? Mucho me temo que todos, en este país, volveríamos a dormir, tan insatisfechos como antes aunque más tranquilos, y nos abstendríamos de indignarnos por aquellas otras injusticias que sostienen nuestra ilusoria y precaria tranquilidad. Esto es a lo que Marco Aurelio llamaría, simplemente, no tener conciencia política  

"La indignación", Chantal Maillard, en Indignación y rebeldía, Félix Duque y Luciana Cadahia (comps.)


 

"En cualquier caso, mientras tanto, nos toca intentar regular de la mejor manera posible el mundo que tenemos entre manos. Para ello no se me ocurre otra cosa, para empezar, que unas simples indicaciones prácticas tendentes a promover un cambio en dirección a un reequilibrio:

-Lo primero, abrir los ojos.

-Lo segundo, ampliar el cerco de lo que nos atañe. Adquirir visión global.

-Después, disminuir el ansia. Aquietarnos. Querer menos. Necesitar menos.

-Desarticular el sistema de consumo en sus raíces controlando el ansia.

-Invertir los valores de la verticalidad (crecimiento, progreso, ganancia).

-Decrecer. Repartir. Equilibrar la balanza. Hay opciones. No es éste el único sistema posible y, desde luego, no es el mejor.

-Decrecer en todos los sentidos. Tomar conciencia de nuestra dimensión de plaga.

-Disminuir en orgullo de especie y en voluntad de perdurar por encima de todo(s). Atemperar el miedo que nos hace desear la inmortalidad. Tomar conciencia de la transitoriedad de toda existencia.

-Y, finalmente, ensanchar el horizonte del principio de racionalidad. Reemplazar la moral de la reciprocidad por el sentido de la compasión. Añadir a la justicia (equivalencia), comprensión; a la inteligencia, sabiduría.

Un programa utópico, no se me escapa. Visto desde parámetros científicos, a todas luces, ingenuo. Insuficiente, por supuesto. Pero es un punto de partida. Y, dada la ingenuidad científica que nos domina, un factor de equilibrio. Siempre he entendido que una reforma política y social no obtendría resultados duraderos salvo que empezase por el esclarecimiento individual de las conciencias. Porque los conceptos no existe. Lo que existe existe en singular. En singular se sufre, en singular se tema y en singular se padece la insatisfacción y el ansia. El cambio habremos de lograrlo entre todos, pero su posibilidad tendrá que gestarse en cada uno, de uno en uno, pues la lucidez no es algo que pueda obtenerse en plural, sino que le incumbe a cada cual. Y la lucidez es la condición de posibilidad para que el cambio, de darse, no sea simplemente otra oscilación dialéctica, sino un cambio radical. (Mantenerse en la ceguera, por supuesto, es otra opción.)

Recordemos a Friedrich Nietzsche en Turín, abrazado al cuello del caballo, pidiéndole perdón por la humanidad. Invirtiendo con un gesto universalmente compasivo el orden jerárquico que sitúa al ser humano en la cúspide. Ojalá llegue un tiempo en el que aquel gesto del filósofo sea considerado como de la más alta cordura."

Chantal Maillard, "¿Es posible un mundo sin violencia?" (fragmento), en La cólera de Occidente. Perspectivas filosóficas sobre la guerra y la paz.




 
 
 
 
.